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miércoles, 3 de diciembre de 2025

MIRADAS SOBRE LA ISLA

Con el título "Acción Insular: cine en la isla", la sección de audiovisuales del Ateneo de La Laguna ha llevado a cabo en este último trimestre del año un insólito proyecto de reflexión cinematográfica a partir de la idea de la isla.  Héctor Gardez, coordinador de la sección, ha programado un ciclo de proyecciones con trabajos de cineastas del Caribe, Macaronesia y Cabo Verde, geografías insulares atravesadas por procesos coloniales y sometidos al colapso turístico y a la desmemoria identitaria. Este recorrido por territorios aparentemente ajenos a nuestra realidad es una oportunidad única para que los cineastas canarios se pregunten sobre el significado de la creación desde la insularidad, en un territorio abocado al colapso, cuya historia de conquista, colonización y olvido precede y anticipa la colonización de otras tierras insulares.


De modo que la pregunta es: ¿la insularidad condiciona las ficciones de los cineastas canarios? Desde los años 70, los cineastas isleños se han preguntado muchas veces qué es el cine canario. ¿Hay algo que lo diferencie del cine que se realiza en otros territorios? ¿El tema de las películas canarias debería ceñirse a lo que comúnmente se entiende como lo canario? Lo local y lo universal, el deje canario o el habla neutra, ásperos dilemas que han friccionado a los cineastas año tras año. Rivero se hizo esta misma pregunta en los años veinte ante la posibilidad de realizar un largometraje sobre temas isleños, como parecía que la sociedad y el público canario demandaba, o decantarse por una ficción detectivesca, género que le encantaba. 


Todos sabemos cual fue su elección. El ladrón de guantes blancos se ceñía al modo de los seriales que él mismo programaba en el Teatro Leal y que tanto placer le proporcionaban. Al año siguiente los canarios de la otra isla equilibraron la ecuación, y con ayuda del propio Rivero rodaron La hija del Mestre, (1928), basada en una zarzuela. El ladrón de guantes blancos se filmó en La Laguna, simulando que la acción transcurría en Inglaterra, y La hija del Mestre se rodó en el barrio marinero de San Cristóbal.  Dos maneras de entender el cine que han llegado hasta el presente. Y también dos maneras de mirar el paisaje canario, los unos fieles a su esencia y otros desnaturalizándolo para servirse de él como un decorado. 


Y sin embargo, el paisaje canario se asoma en las costuras de estas ficciones desnaturalizadas: a pesar del empeño del director de fotografía para consumar el engaño, las calles, las casas, los caminos o las montañas circundantes, no dejan de pertenecer a La Laguna y nos permiten descubrir cómo era la ciudad y sus alrededores en los años veinte. Por poner otro ejemplo revelador, en cada plano de Karate contra mafia se despliegan majestuosas palmeras y extensas plataneras como el fondo para las luchas callejeras de una ficción, en la que Ramón Saldías trató de convertir Las Palmas de Gran Canaria en Honk Kong en 1981. Se despliega así la dialéctica entre la figura y el fondo, permanente en las artes visuales, desplazamientos semánticos muy productivos en su inverosímil relación.


Si ya los propios canarios se enfrentan a su realidad con miradas divergentes, hacia dentro y hacia fuera, el cine foráneo ha encontrado en la diversidad de las islas el decorado perfecto. A mi me gusta citar dos producciones de muy diversa factura, que configuran el imaginario cinematográfico de las islas de un modo radical. 


Una de ellas es Moby Dick, dirigida por John Huston en 1956. La llegada de Gregory Peck a Las Palmas de Gran Canaria en el mes de diciembre de 1954 para participar en el rodaje de la caza de la ballena fue todo un acontecimiento, con gran despliegue periodístico, recepción de las autoridades y la curiosidad natural de la población ante el desembarco de una producción internacional. Sin embargo, la intención inicial había sido rodar estas escenas en la costa de Gales, pero la fuerza del oleaje provocó la pérdida de las ballenas de acero y madera recubiertas de látex, el hundimiento de varias lanchas y puso en peligro a los técnicos que las manejaban. La maqueta definitiva fue construida a contrarreloj en Las Palmas y las escenas se rodaron en las aguas más apacibles frente a la ciudad.


La otra película emblemática es El rayo verde, una de las mejores películas de Eric Rhomer, rodada en 1986 de un modo casi amateur y prácticamente sin guión.  Tampoco estaba previsto rodar en las islas la escena final, el último rayo del sol tan difícil de ver (y de filmar) al ocultarse tras el mar. Se habían enviado varios operadores a diversos lugares y fue en Las Palmas donde se pudo atrapar el rayo verde en las navidades de 1985. 


En ambas películas tan solo podemos contemplar el mar y el cielo de las islas, y aunque no podamos identificar nada conocido, son precisamente el mar que circunda las islas y el cielo que las cubre la esencia del paisaje canario, lo más permanente, pues más allá de la orografía y de lo telúrico, el aspecto de las islas, su vestido, ha variado a lo largo de los siglos. Así lo atestiguan las crónicas viajeras de Sabin Berthelot  y los magníficos grabados que acompañan su libro de viajes Miscellanées Canariennes, publicado en la década de 1830, así como las fotografías y las películas que se han ido haciendo a lo largo de los años, películas familiares, amateurs o profesionales, fieles testigos de la continua metamorfosis, desde las laderas cubiertas de cultivos del siglo XIX a las urbanizaciones que han ido colonizando el territorio, ocultando su belleza.



Este ciclo de películas archipielágicas nos invita a desviar la atención sobre lo que entendemos cuando hablamos y discutimos sobre un cine canario, desplazando la reflexión identitaria desde la canariedad hacia la idea de la isla, un territorio semántico en el que quizás nos entendamos mejor. 


En mil pedazos / Ferguerson Hermogene / Haiti

Nuestracasa / Violena Ampudia / Cuba


El reinado de Antoine / José Luis Jiménez / Dominicana

Nos sentimos virtualmente conectados al mundo, nuestros trabajos se pueden ver en cualquier parte y al mismo tiempo disfrutamos de las películas de cineastas desconocidos pertenecientes a culturas ajenas a la nuestra. Y sin embargo, habitamos un trozo minúsculo de tierra circundado por un mar bravío y sin fondo. Vivimos aislados, creamos oteando el horizonte sin fin. La insularidad posee un potencial simbólico que impregna las narraciones desde siempre. El paisaje adquiere otra dimensión y tanto poetas como pintores se han dejado llevar por la corriente subterránea de los sueños, sueños que iluminan las ficciones.


Como colofón a esta actividad, se han organizado durante el mes de diciembre una serie de encuentros para aunar perspectivas diferentes desde diversos ámbitos de la cultura. Se me ha invitado en uno de ellos en calidad de cineasta, junto a la doctora en poesía Paula Fernández (cuya producción bucea en el antropoceno de Canarias y el Caribe) y el cineasta canario Hugo Santa Cruz (cuya producción mayoritaria se llevó a cabo en Inglaterra).


En otros conversatorios, se reúnen Marta Torrecilla, cineasta y directora de arte, el pintor Cristóbal Tabares y la filósofa Sara González; Irene Sanfiel del colectivo La Pinochera (excelentes sus ciclos y encuentros sobre el cine rural), la productora Rita Vera y Natalia Hernández, apicultora y activista medioambiental; el día 12 el cineasta David Pantaleón participará junto a filósofa Larissa Pérez Flores. Constituyen voces y miradas diversas desde la crítica, la filosofía y el ecologismo, y su plasmación en la literatura y en las artes visuales.


Estos encuentros tendrán lugar en la Biblioteca Municipal de La Laguna los días 10 y 12 de diciembre a partir de las 6 de la tarde. 


Mesa I / FICCIONES Y FRICCIONES: la isla, el no lugar donde todo seduce y sucede. Participan: Marta Torrecilla, Cristóbal Tabares y Sara González. Con la proyección de La construcción del mito de Marta Torrecilla y Fernando Alcántara.


Mesa II / ISLA NARRADA: mitos, deseao, guión y poesía. Participan: Hugo Santa CRuz, Paula Fernández y Josep Vilageliu. Se proyecta Jipis, de Hugo Santa Cruz.



           

lunes, 3 de noviembre de 2025

UNA MIRADA AL PASADO: EL SALTO DEL ENAMORADO

Con el proyecto "De sal y lava" la productora y distribuidora Digital 104 ha pretendido recuperar algunas de las películas del cine canario de los últimos 50 años, películas un tanto olvidadas que merecen ser proyectadas en pantalla grande, entre las que destaca El Salto del enamorado de Jorge Lozano VandeWalle, un film de 58 minutos rodado en Single 8 en 1979 ambientado en el siglo XIX.  



Esta actividad, que tiene lugar en el Centro de Cultura Audiovisual del Cabildo de Gran Canaria, resultó seleccionada en el Concurso de Proyectos 2025 del CCA Gran Canaria, y consiste en la proyección de cortos y largos agrupados por décadas, así como en encuentros con algunos de los creadores más significativos. El día 11 de noviembre podrán conversar con Jorge Lozano VandeWalle, prolífico cineasta que a través de su productora Palma Films llegó a realizar más de cien películas en distintos formatos, Super8, Single 8, 16mm, vídeo y digital.





En el año 2006 colaboré en uno de los Cuadernos de Filmoteca Canaria, dedicado a su persona, con un análisis de este mediometraje. Transcribo aquí aquel artículo con motivo de esta necesaria proyección, dado el desconocimiento actual de su obra.



EL SALTO DEL ENAMORADO


El salto del enamorado, de Jorge Lozano, forma parte de un ambicioso proyecto de adaptación cinematográfica de cuentos y leyendas palmeras, con la intención de extenderlo a leyendas de otras islas.  Este proyecto se materializó parcialmente con la recreación de “La pared de Roberto” y “El salto del enamorado”, historias recopiladas que el escritor Antonio Rodríguez López había recogido en el siglo XIX de la tradición oral y que, años después, Lolo Fernández descubrió en la prensa de la época, entre las cuatro paredes de la hemeroteca de la Sociedad Cosmológica, y que dieron lugar a las películas La pared de Roberto (1977), rodada en súper 8mm, y El salto del enamorado (1978—1979), en el formato Single 8 de Fuji.  Más tarde, Palma Films se aventuró en el tema de la conquista con la producción de Aysóuraguán en 16 mm. pero esta iniciativa no tuvo continuidad, ya sea por cansancio o porque el esfuerzo y entusiasmo que habían puesto en el proyecto, propio del voluntarismo de los amateurs, no tuvo el apoyo institucional que requería, tan solo una pequeña contribución económica de la Caja de Ahorros Insular de La Palma y del Cabildo Insular de La Palma en El salto del enamorado y en Aysóuraguán, además del apoyo inestimable de un grupo de personas que se definían como  amigos de Palma Films y que respaldaban todas sus producciones. 




Jorge Lozano despliega, con una poderosa puesta en escena, la sucesión de acontecimientos que llevaron a un joven pastor de Puntallana a una muerte espantosa, a causa de una mujer de clase acomodada que despreciaba sus amores. El trabajo en el guion de varios amigos allegados a Palma Films,  Lolo Fernández, Miguel González, Miguel Cabrera y Maribel Arrocha, responsable de los diálogos, adapta la versión de la leyenda que fijó Antonio Rodríguez López, marcada por la ideología patriarcal del siglo XIX caracterizada por la presentación moralizante de mujeres “malas”, encarnaciones de la naturaleza, propensas a confundir a los hombres y conducirles al infortunio, y sitúa la acción en el momento en que fue transcrita la leyenda, a falta de un mayor conocimiento de la época en la que sucedieron los hechos. 


El rodaje comenzó un día del mes de febrero de 1978 y se prolongó hasta el mes de febrero del siguiente año, con las intermitencias propias de este tipo de producciones y rodajes de fin de semana. La primera secuencia en el plan de rodaje establecido era la del entierro y, aunque estaba avisada la población de Puntallana, no aparecieron más que un puñado de chicos atraídos por la curiosidad de un rodaje que prometía un buen entretenimiento. La secuencia se rodó con aquellos jóvenes voluntarios, aunque unas semanas más tarde, y ya con la participación de los residentes del Hogar de Pensionistas de Santa Cruz de La Palma, se pudieron repetir las escenas con la verosimilitud necesaria. 


La recreación de la época fue un proceso laborioso, y gracias al hábito conservador de los palmeros, que guardan en sus casas espaciosas multitud de recuerdos de sus ancestros, se desempolvaron trajes antiguos y sus complementos, joyas y aderezos, los collares, sortijas y pendientes que observamos en las mujeres del film. Un coleccionista de antigüedades, que prestaba trajes con los que vestir a las mascaritas del Carnaval se avino a dejarles un par de vestidos para la ocasión. También se adquirieron telas para la confección del traje de novia de la protagonista, con el añadido de unos minúsculos botones perlados para el cierre del vestido. La recreación fidedigna de los sabrosos dulces palmeros, a base de miel y almendras, las rapaduras y los alfajores de la fiesta de la secuencia final, con el concurso del grupo de Coros y Danzas de Santa Cruz de La Palma y el más recientemente creado grupo folclórico Echentive de Fuencaliente, en un afán de plasmar lo más exactamente posible una fiesta popular en el pasado, con sus trajes típicos que La Palma ha conservado mejor que ningún otro lugar, y alguna que otra chica del equipo que aportó vestidos de época.




La minúscula ermita de San Bartolo de La Galga, donde se supone que ocurrieron los hechos, resultó inservible para el rodaje, repleta de objetos imposibles, pero sobre todo por su fachada recientemente intervenida sin criterio que resultaba poco auténtica.  Esto obligó a desplazarse al equipo artístico hasta Breña Baja, donde tuvieron que adecentar la ermita del Socorro, tapizaron los reclinatorios, sustituyeron la lámpara eléctrica por una antigua de velas y cortaron la alta hierba que había crecido en el patio, sin la ayuda de grabados de la época, sino basándose en lo que contaban los mayores, en la verdad de los objetos olvidados que emergían de baúles y trasteros, en la oscuridad de los rincones más recónditos de las casas.


La Casa Luján, una quinta de veraneo del siglo XIX, en el antiguo casco urbano de Puntallana, ahora restaurada y convertida en Museo Etnográfico, fue el escenario perfecto para situar a la protagonista en sus justas coordenadas sociales, en contraposición a las laderas salvajes y barrancos escarpados en los que vive el cabrero. 


Al visitar la página web de Puntallana, los parajes de la leyenda constituyen los hitos de la visita turística del municipio y  así se publicita la playa de Nogales: “un kilómetro de fina arena negra junto al impresionante acantilado que fue testigo de un temerario salto al abismo en nombre del amor, tal como cuenta la Leyenda del Salto del Enamorado”.  


A la playa de Nogales solo se podía acceder por mar, y el muñeco que arrojaron en la escena final se quedó allí abajo por un tiempo, hasta que un pescador lo halló por casualidad creyendo que se trataba de un cadáver acuchillado por las rocas. La peluca estuvo hasta hace poco colgada en la pared de un bar como recuerdo de aquel lance, tal como recuerda Jorge Lozano. 


También estuvo a punto de precipitarse al vacío la protagonista, detrás del ramo de flores que deja caer. El propio salto del enamorado está trucado, los planos se rodaron un poco más lejos, pero el montaje nos restituye una sensación real de peligro, con las tomas del agua rompiéndose al fondo.



Para la escena onírica del encuentro de los amantes, se tuvieron que desplazar al otro extremo de la isla, a la playa del Guirre, yendo hacia el sur desde Puerto Naos, de más fácil acceso. Pero lo más impresionante es el tupido bosque de laurisilva del Cubo de La Galga y sus cabocos, estas oquedades de voz portuguesa que se encuentran en lo más profundo de sus barrancos, y que tan bien le iban a otra de las secuencias soñadas por el cabrero, perdido finalmente en el laberinto de su deseo en el caboco del Caracol. 


Un prólogo un tanto excesivo, casi 12 minutos, nos presenta a la mujer mayor. La idea de la muerte se enseñorea de esta primera parte. El patio de la casa delimita un espacio interior, cerrado, que confina a la mujer en la inmovilidad de un tiempo ya clausurado. Una procesión de enlutados desfila por delante de la puerta, cura, monaguillos y el triste tañido de las campanas, la oblonga caja del cadáver avanza con los pies por delante. A la llamada de la muerte, la mujer responde con su rostro devastado, y son sus ojos los que la cámara encuadra, los que la arrastran en pos de la comitiva fúnebre, en un ritual de muerte que se repite periódicamente y que la persigue obsesivamente. Luego, en el cementerio, al hincar la cruz sobre el túmulo, un montaje rápido nos la asocia con el astia del cabrero, clavándose en la dura roca, buscando el asidero de la vida frente a la cruz que nos abraza a la muerte.




Una marcha nocturna de hombres con antorchas es el nexo que nos transporta al pasado. Esta secuencia nos introduce de lleno en el mundo mágico del cabrero, estableciendo las bases para una estética del paisaje que será parte consustancial no solo de esta película, sino también de la concepción formal que Jorge Lázano aplica en el resto de su filmografía. La llama de la antorcha es apagada en la tierra, en una nueva rima (la cruz, la lanza) y ahora se nos presenta el cabrero, entrando en la ermita. 


Las antorchas prehispánicas del afuera (donde reina la noche y anidan los deseos) son sustituidas por las velas acogedoras del lugar sagrado. La llama de sus anhelos, que arde en sus ojos enamorados, se fija en el bello perfil de la doncella que reza a su lado. Un juego de planos y contraplanos y ligeros desenfoques nos sitúan de modo sutil en la primera de una serie de ensoñaciones del joven pastor, que la ve transfigurada en una novia. Pero un violento contrapicado del monaguillo, y un primer plano que nos muestra a ras de suelo la fatal caída del anillo de compromiso, nos devuelven a la realidad de una mujer que, en el círculo protector de sus amigas, muestra un profundo desdén hacia el muchacho. 



La segunda ensoñación ocurre poco después, tras un arduo descenso hasta la playa. Y allí la ve, un punto blanco en la oscuridad de la arena negra, flanqueada por paredones verticales y dentados, amenazantes, de la lava petrificada. Es una figura fantasmal que se deshace en cuanto él se acerca, imagen de amor pero también de muerte. Se le presenta al pastor como una entidad natural, un primerísimo plano de los ojos, con la sobreimpresión de agua que lo subraya, pero es también un eco de aquellos ojos extraviados que veíamos al principio, fijos quizás en las olas rompiendo junto al cuerpo destrozado del cabrero.




El mundo salvaje, inhóspito, masculino, al que pertenece el pastor, se contrapone al espacio doméstico de la casa, donde las mujeres realizan sus tareas reglamentadas. El primero es el mundo natural, de espacios abiertos, dominado por las líneas inclinadas de las quebradas y los barrancos; la casa encierra, por el contrario, bajo su forma geométrica, un universo de deseos domesticados por la costumbre. Reencontramos aquel patio del comienzo, pero la fotografía es ahora luminosa y las mujeres realizan sus tareas acompañadas del alegre rumor del agua de la fuente. La mujer y el agua vuelven a estar asociadas, aunque en un contexto diferente.




Es junto a la fuente central donde el pastor sorprende a la mujer, a través de la abertura de la puerta que comunica los dos ámbitos, y que el montaje paralelo de las escenas confronta a nivel del relato. La mujer está acariciando una paloma, que sujeta con ambas manos. Luego la suelta y la paloma sobrevuela los muros de la casa y se funde con la naturaleza. Estas ansias de libertad de la mujer (la hemos visto un momento antes junto a un pájaro enjaulado) se personifican en la paloma, que es ya a partir de ahora la mujer metamorfoseada, iniciando un ciclo de transformaciones de ida y vuelta que ocupa gran parte del metraje del film y que constituye el centro de otra de las ensoñaciones del cabrero: se sueña a sí mismo tumbado en un claro del bosque y la ve en un plano invertido, para luego perseguirla por el bosque umbrío en una secuencia de claras reminiscencias románticas, donde juegan los pies que apenas rozan el suelo, mil y un reflejos en la tela del vestido en movimiento, tan blanco como el plumaje del ave, zonas de luz y de sombra en lo profundo del caboco, rumor de agua en el laberinto de la cueva, primeros planos de la mujer arrobada, extática, de nuevo un ente del bosque, que se transforma nuevamente en paloma cuando él, en el último momento, la alcanza. De las manos de él a las manos de ella, y de ahí a su rostro, un rostro de piedra. Cierra ella la puerta, evacuándolo del encuadre, impidiendo que con la mirada pueda seguir haciendo que el relato avance.


Comienza pues el último bloque, que adquiere una formalización diferente. Si hasta ahora el film reformulaba estéticamente el gusto por lo fantástico y lo maravilloso propios de la leyenda, a partir de este cierre que la puerta significa a nivel de relato hay un cambio manifiesto de registro. Si el prólogo estaba contado desde los ojos extraviados de la mujer y la primera parte se configuraba a partir de la mirada fabuladora del pastor, esta segunda parte se pretende objetiva y distanciada, más cercana al documental etnográfico con la puesta en escena de la fiesta popular. 



Es alrededor de la ermita donde el enfrentado mundo de los hombres y las mujeres se conjuga, pero manteniendo siempre las distancias. Los hombres beben y las mujeres charlan en corrillos, y el único momento en que cruzan unas palabras es a través de la música ritualizada del sirinoque, danza exclusiva de La Palma de origen prehispánico, donde parejas enfrentadas y al ritmo del tambor se lanzan coplas improvisadas a modo de piques, una forma ritualizada de enamorar o de  pelear, diciéndose aquello que no se atreverían a decir en condiciones normales.  Es esa peculiaridad de "las relaciones" que Jorge Lozano aprovecha para trenzar el drama que se avecina, retándole ella a saltar tres veces sobre el abismo apoyándose en la lanza que el cabrero utiliza para desplazarse por los barrancos, con la promesa del amor correspondido. 



El film se precipita en su final, el punto álgido del relato que justifica el extravío de la mujer del inicio y da pie al enunciado de la leyenda y del propio film, el triple salto en el vacío, encomendándose a Dios, a la Virgen y a la Amada, lema por cierto que se halla inscrito en el escudo heráldico del municipio de Puntallana. Cuenta la leyenda que fue un castigo divino por la blasfemia contenida en la triple invocación, pero el film elude tal sugerencia, situado como está en el mundo natural y sus simbolismos, el agua, el fuego, el día y la noche, el bosque umbrío, que se erigen en verdaderos protagonistas de la trama.


jueves, 25 de septiembre de 2025

UNA PELÍCULA SOBRE EL CINE (CASI) AUTOBIOGRÁFICA

Hace ya más de un un año del rodaje de Mujer Gato, a caballo entre Tenerife y Gran Canaria, un rodaje sin ayudas de ningún tipo llevado a cabo durante los meses de octubre y diciembre de 2023, y una postproducción que se alargó varios meses más, un proyecto que iniciamos como un corto y acabó siendo un largometraje. Seleccionado en el Festivalito La Palma de 2024 junto a La hojarasca de Macu Machín. se proyectó en el Teatro Cine Circo de Marte de Santa Cruz de La Palma, así como en el Festival Internacional de Cine Independiente y de Autor de Canarias, y formó parte de la retrospectiva que la Asociación de Cine Vértigo me dedicó durante el mes de mayo de este año. Ahora podrá verse en el TEA el próximo 2 de octubre.




En uno de mis viajes a Barcelona me hice con "El acto de creación en el cine", una recopilación de artículos de Alain Bergala. Hace años su "Hipótesis del Cine" fue nuestro libro de cabecea mientas llevábamos a cabo el proyecto Educar la Mirada.  Bergala observa las películas, no ya terminadas como suele hacer la crítica, sino en el proceso, siempre vivo, de la creación, de cómo el director se enfrenta a la realidad del rodaje, una cuestión básica en el Cine Leve, una manera de rodar que practicamos los levistas. El libro despertó en mí el deseo de rodar y recuperé algunas ideas: un corto más o menos autobiográfico, una reflexión sobre el cine o un corto a la manera de Rhomer, en línea con mis naturalezas muertas.


Hacía unos meses había participado como figurante en un corto de Daniel León Lacave, una acerada crítica sobre el mundillo del cine. Y esa idea de Dani de representarlo como una fauna compitiendo por el territorio, pero sobre todo por el rostro de una actriz mantenida en pantalla hasta la extenuación, se mezcló con una reflexión mía sobre por qué hay determinadas películas que no me sacio de ver y quizás el mérito no es del director sino de cómo ha mirado a una actriz y esta mirada la hago mía cuando reveo el film, y es justamente ese deseo el que Bergala rastrea en películas de Jean Renoir, Bergman o Godard, subyugados en un determinado momento por la actriz, de tal manera que se dejaron llevar por la puesta en escena olvidándose del guión.



Alain Bergala afirma que solo en algunos casos el personaje soñado por el creador anima la estatua, la película se hace justo en el instante de la fusión del personaje y la actriz de carne y hueso. Esta búsqueda inconsciente del director, en ese punto crucial del proyecto que constituye el casting, fue el detonante del guión de Mujer Gato, una comedia sobre las dudas de algunos cineastas, obsesionados por encontrar una verdad en el rostro de una actriz, atrapar la verdad de los gestos, de las miradas, de todo aquello que no se dice y que nutre el imaginario del cine.


Tenía ganas de escribir diálogos. Laly me pedía últimamente una comedia, y quizás sí, sin proponérmelo, nos ha salido una comedia metacinematográfica, en la que nosotros, los que hemos hecho esta película, nos vemos representados: yo mismo en la piel de un director de cine que, sin guión, se empeña en hacer una película; o Daniel León, ese otro director que en la otra isla le (me) hace el favor de buscarle una actriz; o las actrices Cristina Piñero y Cathy Pulido haciendo de sí mismas, en una juguetona mezcla de realidad y ficción. Les pasé un guión advirtiéndoles que se verían identificadas en los personajes de las dos actrices, una tenue trama llena de anécdotas, como la insistencia de Dani desde Las Palmas para que llamase a Cristina, una actriz que vivía cerca de mi casa, porque estaba en aquellos momentos buscando una actriz para un corto. Se suponía que tenía que acordarme de ella porque había salido como figurante en Nube9, mi corto de ciencia ficción. Desde entonces, Cristina ha tenido una presencia constante en nuestras películas. 




También recojo el relato de Cathy sobre su (corta) experiencia en el rodaje del último Rambo con Silvester Stallone en el Puerto de La Cruz, en contraste con la indigencia de nuestras propias producciones. Algunos pasajes del guión, en especial la similitud de un casting con un baile de pueblo, donde las chicas deben esperar a que las saquen a bailar, es cosa de Laly y de la experiencia del Festivalito, cuando las actrices se hacían notar para que los directores se fijaran en ellas. Por si alguien pregunta, es cierto que Cristina escribió una obra de teatro y la estuvieron representando durante algún tiempo, hasta que el Covid lo detuvo todo.




Le pongo por título "Mujer Gato", en línea con lo leído de Bergala, la diferencia entre las actrices Venus y las Mujeres Gato. En Mujer Gato, los directores (hombres) hablan sobre las actrices, y las actrices (mujeres) hablan sobre los directores.




Ellos son Miguel Ángel Rábade y David Santana, ellas Cristina Piñero y Cathy Pulido. Les acompañan Enzo Scala (un crítico de cine), Miguel Batista (un director desanimado) y Norberto Trujillo (haciendo de sí mismo). Facun Pérez hizo la fotografía en Tenerife y David Delgado San Ginés en Las Palmas de Gran Canaria. René Martín y Daniel León Lacave se fueron turnando para recoger el sonido directo de un film repleto de diálogos. Javier Marrero (guitarra) y Miguel Jaubert (chelo y samplers) tuvieron libertad absoluta para componer la música de la escena final y me aseguran que se lo pasaron en grande probando cosas nuevas. En Las Palmas nos ayudó (muchísimo) Sergio Lacave, y en Tenerife Humberto Ramos y José Antonio González (que recibieron un cursillo exprés de manejo de la pértiga de sonido).

 

Daniel León Lacave, David Santana y David Delgado San Ginés

Y sin embargo, no rodé a la manera de Rhomer, sino que me sedujeron los planos secuencia con la cámara fija sobre varias personas comiendo y bebiendo frente a una ventana, especialidad de Hong Sang Soo. También me apropio de sus inmensas elipsis y un sobresalto final, y es que en estos meses me había visto sus últimos trabajos,  The novelist´s film y Walk Up. No se trata de un homenaje ni de una imposible imitación, sino tan solo tomo prestadas algunas de las herramientas narrativas de un cineasta leve del otro lado del mundo.


un fotograma de The novelist´s film de Hong San Soo

Rhomer, cuando ya había rodado varias obras maestras, se pasó al cine leve y, con un equipo mínimo y una cámara de 16mm. rodó El rayo verde, dejándose llevar por la inspiración del momento. Sang Soo es el más levista del cine leve, pues en sus últimos largometrajes ejerce de director de fotografía, de sonidista y de editor. 


Así pues, me atreví a rodar largos planos de diálogo, prescindiendo del consabido plano contraplano de los personajes. Una forma de rodar, el del plano secuencia, que facilita el trabajo actoral. Me interesaba reforzar la impresión de veracidad. Interpretarse a sí mismos no creo que sea una tarea fácil. Decidí que discurrieran por el delgado filo entre la improvisación y un guión estricto. Vistos a través de una ironía autoindulgente, los personajes exponen su vulnerabilidad en un mundo regido por las apariencias.




Cuando rodábamos en el parque García Sanabria, junto al conjunto escultórico "Homenaje a Gaudí" de Eduardo Paolozzi, me di cuenta de que había rodado una escena frente a la misma escultura en 1974, exactamente 50 años atrás. Diagrama fue mi primer corto rodado en Tenerife y ahora se halla incluido en la exposición "Rebeldía y disciplina" en el TEA, como un testimonio más de aquella primera exposición en la calle, con la participación de los grandes escultores del momento, inaugurada el mes postrero de 1973, justo cuando yo aterrizaba en el aeropuerto de Los Rodeos y le pedía al taxista que me llevara a un hotel modesto de la capital.