Manual de invisibilidad, de Elena de Vera y Domingo J. González, se presenta como un documental que pretende rescatar la memoria del pintor Víctor Núñez Izquierdo, un hombre de la cultura que, como tantos otros, ha sido relegado a los márgenes de la historia del Arte. Tras este aparente documental al uso, se agazapa una reflexión de más alto alcance, sobre la memoria en general pero también sobre la memoria del cine.
Cuenta Elena de Vera, la promotora de este proyecto y guionista del documental, que no llegó a conocer a su abuelo, al morir todavía muy joven en 1984, cuando ella tenía cuatro años. No obstante, su recuerdo revoloteaba por la casa familiar, en los cuadros desperdigados por la parte alta de la tienda de zapatos que había regentado toda su vida, en la calle Herradores, en San Cristóbal de La Laguna, pero también en las historias y anécdotas que se contaban en el calor de la familia, o en las fotografías que su madre a veces le mostraba, de tal manera que la figura del abuelo parecía corporeizarse y podría decirse que todavía rondaba por la casa.
Fue precisamente una foto en blanco y negro, reproducida en una de la páginas satinadas de un libro de arte, donde se veía a un grupo de pintores, su abuelo entre ellos, lo que alertó a Elena. Se trataba de un fotografía tomada en una exposición de Nuestro Arte, en la que Víctor Núñez participaba, al ser uno de los fundadores de aquel movimiento artístico. En la fotografía se distingue perfectamente del resto, pues mira frontalmente hacia la cámara, como sorprendido por el flash. El problema estaba en que la foto había sido mal etiquetada y no figuraba su nombre. Esta misma foto, con su equívoco pie, salió reproducida en varios periódicos. La hija del pintor, dolida ante este desliz editorial, expresó sus quejas y en sucesivas ediciones del libro el error quedó solventado. La doliente queja se le quedó grabada a la nieta, discurriendo sobre la causa de la invisibilidad del abuelo, de la que aquel equívoco sobre su imagen era un claro síntoma de un borrado sistemático, aunque quizás no intencionado, de una buena parte de la memoria de un pueblo.
Poco a poco, sin prisas, Elena de Vera fue recogiendo migajas de esta memoria obliterada, hasta ir componiendo un tapiz en el que adquirían relieve las distintas facetas de aquel hombre, el empresario que regentaba una conocida tienda de zapatos, el bullanguero familiar que veraneaba en La Punta y elaboraba su propio vino en una finca de los Baldíos, ahora abandonada, el artista que se reunía con otros pintores y fundaba con ellos movimientos artísticos como Nuestro Arte en los años 50, o el gestor cultural que desde el ayuntamiento lagunero trataba de animar la enrarecida vida de la postguerra.
Elena le planteó Domingo González, su pareja y miembro del colectivo de cine Digital 104, la posibilidad de recoger en un documental aquel trabajo previo de investigación. Había, pues, que recopilar todos los datos y buscar una estructura que les dieran coherencia, como un rompecabezas en el que acaban encajando las piezas. Domingo había rodado un modesto corto documental unos años antes, en el que ya buceaba en la memoria familiar, en aquel caso la suya, y se volcó en el proyecto de Elena, grabando ya imágenes para el futuro documental, como el derribo de la casa familiar en La Punta, que el abandono de muchos años había erosionado.
Manual de invisibilidad se inscribe dentro de lo que Érik Bullot denomina el cine post-mortem, al detectar que desde hace algunos años la muerte es el motor de la narración, y no su final, como había sido la norma del cine hasta este momento. Las ficciones comienzan con la muerte de alguien, o con un momento traumático que trunca la vida de alguien, personajes que han perdido la memoria o incluso que no saben que están muertos. La narración inicia un trayecto inverso hacia el pasado, en la búsqueda de una explicación que dé sentido a una vida, o se diversifica en posibles vidas pasadas o futuras, como en este magnífico libro de Paul Auster, “1,2,3,4” que reconstruye cuatro posibles vidas de una persona a partir de un acto azaroso de su vida. El cine post-mortem podemos identificarlo igualmente en la proliferación de documentales sobre cantantes, la mayoría muertos prematuramente en el cénit de sus carreras, o sobre actrices de cine. El cine, afirma Érik Bullot, es una invención post-mortem (este es el título del libro), ya que desde el momento en que se filma un fragmento de vida, este instante ha dejado de existir, y la capacidad del cine, su perturbadora magia, consiste en que, en la repetición del visionado, la muerte ha dejado de ser irreversible.
Podemos ver Manual de invisibilidad como un proceso de exhumación, definido como el acto de exponer a la luz lo olvidado. La cámara filma a Elena de Vera en el momento de extraer fotografías de las cajas donde la familia las mantenía guardadas, sacar documentos de carpetas depositadas en los archivos municipales, descubrir cuadros almacenados en habitaciones deshabitadas, desempolvar macilentos recortes de prensa de exposiciones y eventos culturales de lugares insospechados. Y una vez expuestos a la luz, volver a enterrar todos estos recuerdos, cerrar las cajas, devolver los archivos a su lugar, embalar los cuadros.
Vemos a Elena de espaldas, sentada en un escritorio, abriendo las carpetas y observando las fotos, los recortes de prensa, las cartas personales, los dibujos de su abuelo. Este lugar, a pesar de que es un rincón de la casa, adquiere un carácter museístico, una impresión que confiere la distribución simétrica del mobiliario de estilo neoclásico a ambos lados de la mesa de escritorio, y un cuadro de Víctor Núñez en la posición central del encuadre.
El film se abre con unos planos de detalle: un rodillo impregnado de pintura blanquea un muro, un taladro agujerea la pared, entonces vemos que unas manos cuelgan un cuadro en un lugar destacado de la casa. Este momento iniciático tendrá su eco en la sala de exposiciones al final del documental, donde veremos los cuadros llenando las paredes, expuestos para ser contemplados. Terminado el acto, los cuadros se retiran de las paredes y se protegen con plásticos, a continuación vemos la sala vacía, las paredes desnudas y blancas, preparadas para la siguiente exposición. Se ha cerrado el ciclo, recordamos en este momento el plano inicial del rodillo blanqueando el muro, borrando las huellas. Al pintar de nuevo los muros, se oculta su historia.
Antes de llegar a la sala de exposiciones, los cuadros han tenido que hacer un largo recorrido, tanto mental como físico. En una bella secuencia, cargada de simbolismos, Elena recorre una y otra vez el pasillo de la parte alta de la casa, escuchamos el taconeo de sus zapatos sobre la madera del piso, desaparece por el fondo y aparece de nuevo con un cuadro en las manos. Los va colocando en el suelo, a ambos lados del pasillo, apoyados en los muros. Son cuadros grandes y pequeños, corresponden a los movimientos artísticos contemporáneos que servían de guía a los pintores vanguardistas en el páramo cultural de los años cincuenta y sesenta. La voz en off nos explica que Víctor Núñez coqueteó con varios estilos, desde el realismo de los comienzos hasta el modernismo incipiente, el surrealismo o el simbolismo posterior, en búsqueda de un estilo propio. Los cuadros en el pasillo son los jalones de este camino tortuoso y al mismo tiempo pletórico de la creación.
En el film se alternan estos actos de exhumación, la extracción y puesta en valor de las imágenes y los documentos, con escenas cotidianas llenas de vida, de niños jugando y gente despreocupada paseando, disfrutando del buen tiempo, que la cámara filma en La Punta, al borde del mar, donde Víctor Núñez poseía una vivienda. También vemos a Elena, su nieta, trabajando en la zapatería. La vemos en la trastienda, extrayendo una caja de zapatos de una estanterías repleta de cajas idénticas, como ataúdes en miniatura.
Hay una pulsión continua vida muerte, que se expresa en la antinomia dentro fuera. En muchas ocasiones, se nos muestra el exterior a través de la abertura de una ventana, encuadrado dos veces, por el marco de la ventana y por el propio encuadre del cine. Este paisaje, el que Víctor Núñez vería desde estas mismas ventanas, acabaría en la naturaleza muerta que es un cuadro. En un momento del film, vemos la ciudad de La Laguna sumida en el sudario de una niebla espesa que difumina sus perfiles, una ciudad que se desvanece en el recuerdo. En otro momento, la ventana en la casa de La Punta se asoma a una naturaleza desbocada, de olas gigantes y espuma, como si el propio mar erosionase no solo las paredes de las viviendas con su sal sino también su memoria.
La propia materia del cine se va erosionando con el tiempo. En el documental se incrustan imágenes del pasado, en formatos de vídeo analógico y de película super8, dentro de la pátina hiperdefinida en 4K del cuerpo del film, desvelando la historia del cine como una narración inconclusa de desmemoria, que debemos ir actualizando. Recuperar películas antiguas es también una actividad arqueológica. Existen muchas historias del cine, como diría Godard. Los rollos de super8, que Elena encuentra en un cajón olvidado y lleva a digitalizar, han encapsulado momentos de alegría sepultados por el tiempo. El tomavistas, manipulado por manos inexpertas, se mueve de un lado a otro, intentando capturar el instante. Apenas se disciernen los rostros. Al ampliar la imagen, los motivos se convierten en formas y colores abstractos. Cuanto más atrás en el tiempo, las imágenes se van disolviendo en la desmemoria.
La casa guarda también recuerdos propios. Al filmar las habitaciones, al mostrar los muebles en desuso, los cuadros y objetos de decoración que nadie ha tocado en los últimos años, recupero la memoria de escenas de otros films que rodamos en la casa. Una casa que ha servido de plató en otros muchos rodajes. Una casa convertida en un museo. Elena, de espaldas, mira los cuadros. Este momento ya fue. Hemos dejado de escuchar las risas, el crujido de la madera al paso de los actores y del equipo técnico, regresa el silencio y cae la noche.
Elena invoca el fantasma de su abuelo a través del cine. En un acto de justicia poética, reivindica la memoria de los artistas olvidados, enfrentando el elitismo aristocrático de la comunidad artística, que destaca unos pocos pintores, relegando al resto a un pie de página. A nuestro paso, vamos dejando huellas. Las huellas se van emborronando. El nitrato del celuloide antiguo arde, los colores pierden su brillo, los DVD de repente ya no se abren, una tormenta solar repentina borra todos los discos duros. La brocha pinta de nuevo los muros de blanco.
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