En una memorable secuencia de
“Cemetery of splendout”, el cineasta tailandés Apichatpong Weerasethakul nos
proponía un recorrido por un parque abandonado por el que se pasean dos
mujeres. Una de ellas se lamenta del lamentable estado del parque mientras la
otra describe la magnificencia de los palacios, las figuras y los jardines que
lo decoraban varios siglos atrás, como si estuvieran presentes en el mismo
espacio. No hace falta que el director nos lo muestre, de alguna forma
misteriosa también nosotros somos capaces de percibir la permanencia de lo
inefable que, como en círculos concéntricos, constituye la base de lo real.
De igual manera, el documental de
David Delgado se despliega alrededor de un grupo de cantadores que, en una
minúscula población del interior de la isla de Gran Canaria, se reúnen para
ayudar a las ánimas a liberarse de la cárcel del Purgatorio y ascender a los
cielos, continuando un ancestral rito.
Se hacen llamar o les llaman Los Cantadores. De modo tradicional a estos
grupos se les denomina Ranchos de Ánimas.
Pero, si lo contemplamos a
trasluz, descubrimos que hay otro relato superpuesto, más maravilloso si cabe,
que el director se afana en describir con su habitual detenimiento y
meticulosidad.
Pero, ¿de qué ánimas está
hablando? ¿De las que el grupo de cantadores de Arbejales trata de liberar mediante sus cánticos? ¿O de algo
más físico, de una presencia que nos envuelve, en la que mucha gente cree, que unos interpretan
como magia y otros como espiritualidad?
Como si de un cuento gótico se
tratase, “La forma del mundo” se abre con la imagen de una inmensa luna
atravesada por jirones de niebla que la esconden y desvelan. Luego entrevemos
el bosque, también oculto por la niebla, mediante planos generales y planos de
detalle de los árboles y de la vegetación, hasta aproximarse a unas luminosos
gotas de lluvia.
La imagen fantasmagórica del
pueblo de Arbejales, envuelto en la niebla matinal, da paso a una secuencia
compuesta por diversos acercamientos a iglesias. Primero vemos la basílica de Teror en domingo y su cuadro de
ánimas, y luego la iglesia de un Arbejales silencioso con su cuadro de
ánimas. La parroquia grande engloba
a la parroquia chica, el pueblo grande acoge al chico, en donde aún es posible
el milagro del rito.
Una cita de Cervantes nos desvela
las claves fantásticas del relato: “Ánimas bien fortunadas, que en el
Purgatorio estáis, de Dios seáis consoladas y en breve tiempo salgáis desas
penas derramadas y, como un trueno,
baje a vos el ángel bueno y os lleve a ser coronadas”.
Tras el apunte religioso en el
interior de la iglesia, con la imagen de la Virgen en el cielo, la cámara
apunta hacia la bóveda celeste, en la que se destacan los puntos luminosos de
las estrellas, marcando la dualidad que va a presidir la narración a partir de
este momento, lo celestial y lo terráqueo.
Los brazos de las ánimas
atrapadas en el purgatorio conforman ahora las ramas secas de un árbol
alzándose contra el cielo nocturno. Y sobre esta imagen del mundo natural, con
el contrapunto del sonido de las campanas tocando a rebato, y la enigmática
silueta de una hoja a punto de desprenderse de una rama, en el filo de la vida
y la muerte, se sobreimprimen los títulos de crédito.
Otra imagen enigmática, la del
cielo reflejándose en la superficie del agua contenida en una jarra de barro, y
que se repite varias veces, es un nuevo indicio de esta dualidad, el mundo de
arriba duplicándose en el mundo de abajo.
“Seis días cabales empleó el
Señor para formar el mundo y la creación. Forma el primer día el cielo y la
tierra…”
Los componentes del Rancho de
Ánimas de Arbejales, hombres y mujeres de edad avanzada, se reúnen siempre en
un interior. Allí, una mujer o un
hombre, también mayores, ruegan por las ánimas de sus difuntos, por un marido
“que Dios se lo llevó al Cielo”, o por el hermano, el padre o la madre, estén
donde estén, y los cantadores entonan sus cantares.
La canción sigue el proceso de
creación del mundo y se cierra con el ruego: “Por su padre y madre, su suegro y
su suegra, por tíos y tías, por todos los abuelos voy a rogar yo, para formar
el mundo y la creación”.
Los cantadores, con sus cánticos,
coadyuvan a la creación del mundo, de la misma forma que David Delgado, con su
cámara, colabora en la creación de nuevas realidades.
Durante los cánticos, a la cámara
solo le interesan los rostros, y así, mientras unos cantan y tocan sus
instrumentos, se nos muestra a los invitados expectantes, inmóviles la mayor
parte del tiempo, o asaltados por pensamientos y emociones que gestos
imperceptibles traicionan. Son rostros surcados de arrugas, devastados por el
tiempo y el esfuerzo continuado en el campo y los caminos. Los rostros de los
cantadores manifiestan una actitud extática en su inmovilidad, una especie de
éxtasis que alcanzan a través de sus cánticos y su devoción, pues para ellos
estas ánimas a las que ayudan son reales.
Componentes del rancho recorren
ahora los caminos, van de casa en casa recogiendo el dinero para la iglesia. Es
el dinero para las ánimas, para encargar las misas por las ánimas. Llaman a las
puertas de las casas y hablan del tiempo, de los conocidos que ya se fueron, de
las creencias de cada uno. Y la cámara les sigue, describiendo sus itinerarios,
recomponiendo un mapa de los barrios del pago y del municipio y sus
habitantes.
Es una secuencia que ocupa una
gran extensión en el documental, pues las ánimas se sustentan en la fe
individual de la gente del pueblo, sin esta fe no hay limosna que valga la pena
pedir, ni coplas que tengan sentido de ser cantadas. Dar limosna vincula a la
gente del pueblo con los cantadores, que mantienen viva esta tradición mendicante.
Otro de los cánticos
fundamentales consiste en el ritual del paño. Cuatro mujeres despliegan un
paño, cada una desde una punta, mientras a su alrededor los del rancho cantan
“levanten el paño con mucho cariño, por este favor un premio ganaban, denle un
doblez, como si estuvieran delante de Cristo que aunque no lo vean con nos estaba”.
En el origen solo podían levantar el paño cuatro niñas, es decir, inmaculadas,
pues al purgatorio van los pecadores a purificarse. La cámara encuadra a una de
las niñas, ajena a la copla, extraña al significado del ritual.
Más adelante, Isidro el Labrador
recorre estos mismos caminos acompañado de sus amigos. En la visión idealizada
que David Delgado nos propone, las calles ya no zigzaguean entre las casas sino
que se internan por zonas arboladas de exquisita belleza, bajo una bóveda
vegetal que se extiende por todas partes. El documental nos sumerge aquí en el
mito, allí donde se encuentra el origen del rito de los cantadores.
De la misma forma que el cielo se
reflejaba en el agua de la vasija, los tiempos actuales de descreimiento se
miran en un pasado alegórico del que dan fe las imágenes de santos y sucesos
milagrosos, en una imaginería pastoril cuyo origen se encuentra en el Códice de
San Isidro. Ahora, los cuadros
decoran los muros de pequeñas ermitas que los peregrinos visitan. La cámara filma una a una las imágenes
que cuentan algunos de los milagros de San Isidro y conforma un relato paralelo relacionándolo con los últimos
labriegos que hoy en día siguen trabajando en el campo. Es una narración que
refuerza el discurso dual del documental, pues San Isidro rezaba y al mismo
tiempo seguía arando la tierra, en un mundo sustentado por la unión de lo
espiritual y lo terreno, en el que la religión proponía un relato
tranquilizador frente al caos.
Isidro y su amigo Juan recorren
la floresta y descubren a María, la compañera de Isidro, en un arrobamiento
casi místico de unión con la naturaleza. Ellos la espían, ríen, Isidro le lanza
unas castañas para que advierta su presencia, son felices, más adelante se
preguntan por el sentido de la vida y a dónde se van las almas, mientras comen
y beben en un festín que nos recuerda al Pasolini más luminoso.
También los del Rancho de Ánimas
se premian con un ágape, en el que no falta el vino, el pan, el queso, las
papas o un rancho canario, esta mezcla tan rica de garbanzas, fideos, papas,
chorizo y costilla, a la que se dedica un plano de detalle que abarca el plato
como un mundo en sí mismo.
También, como San Isidro
labrador, los del Rancho combinan los cánticos religiosos, como un ruego a la
divinidad, con actividades más apegadas a la tierra, como el ir contando el
dinero recogido, recoger los instrumentos musicales, comer y lavar los platos.
David Delgado trenza los
distintos estadios mediante un montaje de planos que se van sucediendo
relacionándolos entre sí. De los varios planos de los bueyes masticando la
hierba se pasa a una imagen religiosa de la Santa Cena que desemboca en la
comida comunitaria. Así, el mundo material y el espiritual confluyen en esta
celebración que une a los hombres y mujeres del Rancho y a sus invitados,
después del trabajo bien hecho, y que antecede a uno de los cánticos.
Documental de observación, en el
que la mirada de David Delgado se detiene en los detalles, confiriéndoles un
nuevo significado, mediante dos operaciones simultáneas, la duración de los
planos y su yuxtaposición en el montaje.
Más allá del labriego arando la
tierra, miles de mariposas revolotean por el campo. Queman una cañas y la
cámara se acerca para revelar la existencia de insectos vibrando entre el humo.
La azada abre un surco y extraños gusanos de distintos colores se abren paso a
través de la tierra. La vida se abre paso a través de la putrefacción y la
muerte.
Las ánimas no hay que buscarlas
en el relato del retablo. Están ahí, delante de nuestros ojos, parece decirnos
David Delgado, en esta otra película que se yuxtapone sobre el documental
etnográfico como un guante. Y es así como hace visible lo invisible.
“La forma del mundo” se
complementa con “Ánimas. Los cantadores de Arbejales”, donde estructura el mismo
material de una forma más didáctica, complementándolo con entrevistas a algunos
de los componentes de los ranchos, en las que hacen consideraciones sobre la
creencia en el purgatorio (solo en la iglesia católica pues Lutero la refutó) o
la función del ranchero mayor (organizar los eventos) y las expectativas de
futuro (“hace tiempo que no le dábamos ni un par de meses y ya ve, llevamos más
de 50 años”). En este sentido, estos ranchos son casi el único vestigio
remanente en Europa. Mantienen la tradición activa, en la creencia de la verdad
del rito, capaces de explicar su significado.
David Delgado se acerca a este
rito con curiosidad y respeto, en
busca de su sentido más profundo. Para acceder a él no era posible un
documental al uso, sino que tenía que abordarlo con las herramientas de la
poesía.
En “la forma del mundo” la mirada
subjetiva se impone sobre el objetivismo intrínseco de la cámara, mientras que
“Ánimas. Los cantadores de Arbejales” da una visión más objetiva de las
actividades de los ranchos de Arbejales y de Valsequillo, en el barrio rural de
Madrelagua. No obstante, y después
de que Roberto Suárez, cantador de alante, afirmase que las almas de los
difuntos tienen que ir a alguna parte (y no a los cielos porque allí solo van
los santos), David Delgado compone una secuencia digna del universo de Edgar
Allan Poe en la que el bosque, los árboles y el paisaje nocturno adquieren una
apariencia lechosa y espectral, bajo el dominio de una luna que las nubes van
ocultando hasta la oscuridad total y definitiva.
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