Hace unos días Manuel Rebollo, director del proyecto Mayores
Valores, me invitaba a una proyección de cortometrajes en el Instituto Andrés
Bello de Santa Cruz de Tenerife. Iba a ser el día 8, Día de la Mujer, y los
cortos se proyectaban para suscitar debate entre alumnos y profesores. En
realidad, se trataba de los cortos que se habían realizado en un taller de guión y dirección que yo dirigí hace un par de años, con el alumnado de primer
curso de Realización de Audiovisuales del CIFT César Manrique y cuya temática
se había centrado en la prostitución desde el punto de vista de la violencia
contra las mujeres. Yo le sugerí que proyectasen también Dueto, nuestro último
cortometraje, todavía sin estrenar. Me interesaba la reacción de la gente ante
una propuesta un tanto arriesgada, más allá de la temática sugerida.
Lo curioso es que cuando llegué al Instituto el único
cortometraje que se iba a proyectar era el mío (Natalia, la directora de "No", otro de los cortos, no podía acudir). ¿Es una primicia?, me preguntaban. Pues
sí, todavía no lo ha visto nadie. De modo que en la presentación les conté que
aquello iba a ser como con las pelis de Hollywood, que primero se prueban con
público para ver si funciona, y luego según la reacción de los espectadores, se
hace otro montaje o se rueda un final distinto.
¿Qué es Dueto? Un día me senté a escribir. Quería hacer un
corto sencillo. Quiero decir rápido de producir y de rodar, después de la
experiencia de “Al borde del agua” (un año y medio) y “Del amor y otras
necesidades” (rodado hace más de un año y a la espera de la música, todavía sin
fecha de estreno).
Seguramente lo tenía todo en la cabeza, porque me senté por
la mañana y a media tarde lo tenía terminado. Un guión que era puro diálogo.
No, no era un diálogo al uso, se trataba de dos monólogos que se iban
alternando. Las confesiones a cámara de un hombre y de una mujer. Dos
versiones, dos puntos de vista encontrados, de una historia que acaba en
tragedia.
Los alumnos me pusieron algunas pegas, como que la historia
tenía una final demasiado abrupto, que no se justificaba, o que allí faltaba, o
no lo veían, el maltrato psicológico, otro se preguntaba cómo una mujer se
podía enamorar de un tipo como el que allí se describía, en paro y además
alcohólico.
Me fijé en que las alumnas callaban. Me parecía raro. En las
sesiones de cine forum que habíamos organizado hace ya algunos años para el
alumnado de institutos eran las chicas las que mejor discurrían y expresaban
sus puntos de vista. También me fijé en que los alumnos se habían concentrado
en el lado izquierdo de la sala de actos y las alumnas en el lado contrario.
Pensé que quizás las chicas sí lo tenían claro, que habían
entendido perfectamente la deriva de aquella pareja que en apariencia parecía
tan feliz. Quizás a los chicos les faltaban más debates
sobre eso tan complicado que es la pareja, del rol de cada uno, de los
prejuicios, de los estereotipos, del peso de una sociedad patriarcal que nos
hace ver y vivir la realidad a través de un filtro distorsionante.
Pero Dueto no es solo esa historia contada a dos voces. Me
interesaba reflexionar sobre los límites de la representación. En Dueto son dos
actores que, sobre el escenario, interpretan a un hombre y una mujer.
Hay una segunda parte, que consiste en tomas hechas desde un
móvil, que la pareja utiliza para hacerse selfis y para representar ante el
mundo y ante sí mismos su burbuja de felicidad.
El grado máximo de la representación, el teatro, confrontado
al grado cero de la representación, lo que grabamos con el móvil. Este es el dispositivo fílmico que
pongo en pie en Dueto. Lo interesante es cómo el relato oral, sin ninguna
imagen externa que lo visualice, va apoderándose del imaginario del espectador,
y de cómo las tomas del móvil, a la manera de metraje encontrado, construyen
otra historia, una ficción.
Me interesaba mucho cómo lo habían percibido los
alumnos. Como era de esperar,
algunos hubieran preferido que la historia se hubiera contado con imágenes y no
a partir de textos que producían un efecto teatral cuando los actores lo
interpretaban. Uno pensaba que el efecto catártico del final de la primera
parte se diluía en la segunda. Otro me sugirió alternar los planos de ambas
partes, lo cual no era nada descabellado y así se lo dije, pues también se me
había ocurrido proyectar simultáneamente las dos partes en dos o tres
pantallas.
Posibles soluciones para un film con voluntad de
intervención, capaz de provocar el necesario distanciamiento crítico.
Para llevarlo a cabo pensé enseguida en Miguel Ángel Rábade,
con el que había rodado cuatro o cinco cortos y un largometraje. Llevaba casi
cinco años sin saber nada de él. Me enteré de que andaba por La Laguna
comentando a todo aquel que quisiera oírle que quería, que necesitaba de nuevo
volver a escena.
También llamé a Idaira Santana, que andaba estos días
montando un espectáculo de music hall y no me dijo que no. Lo curioso de Idaira
es que había hecho un curso de teatro clásico en verso y ahora se veía abocada
a la comedia más desmedida. Mi cámara ya se había enamorado de su rostro en “Rondó”
y en “Al borde del agua” demostró
que era capaz de resolver un monólogo a la primera.
Quería rodar a final de año, en este interregno que se abre
entre dos fiestas emblemáticas. La gente del Centro Cultural Aguere me puso todas
las facilidades para poder grabar por la mañana en una de las salas. Fuimos
allí René Martín, Eduardo Chamorro (al que nos habíamos encontrado por
casualidad pateando La Laguna el día antes y le preguntamos si quería
ayudarnos), los dos actores y yo.
Ya me había reunido previamente con Miguel Ángel y con
Idaira para preparar los textos, intentar comprender a los personajes, buscar
el tono, saber hacía donde tenían que mirar en cada momento, suscitar primero
las emociones, que fueran surgiendo a la medida que surgían los recuerdos, y
después poner las palabras, como en la vida misma.
Para las tomas con el móvil les pasé el aparato, les conté
lo que quería y les dejé solos, no me interesaba ningún ensayo previo, ninguna
segunda toma, quería pura y sencillamente capturar la espontaneidad, como un
fragmento de realidad. Yo ya sabía que era imposible. Eran actores y no dejaron
de serlo, aunque apareció un fotógrafo ambulante que les confundió con una
pareja y les vendió una foto para el recuerdo, algo incongruente ya que ellos
llevaban su propia cámara en el móvil.
Corto austero, abrupto, tan distinto a mis otros trabajos.
Sin música.
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