Como cada año, Canarias Cultura en Red, a través de un jurado externo, esta vez compuesto
por gestores de festivales y muestras afines en la península, selecciona un
puñado de cortometrajes con una doble finalidad, mostrar en el exterior el cine
que se está produciendo en Canarias ahora mismo y presentar estos cortos en los
diversos festivales de cine de todo el mundo para que puedan ser seleccionados,
mostrados al público, y acceder a premios, a través de la empresa Digital 104.
Este jueves se presentó el Catálogo 2018 en el Espacio Cultural Aguere, bajo los auspicios de una lluvia torrencial que sin embargo no arredró
a unos espectadores interesados en el cine que se hace en su tierra, con
bufandas, gorros y algunas mantas, que no sabían qué hacer con sus paraguas, y
que, sin llenar la mítica sala 3 de proyección, supo envolverla con el calor de
sus aplausos al final de cada corto y las risas cómplices que generaron las
presentaciones que los directores hicieron de sus trabajos al inicio del acto y
sus respuestas a las preguntas de los espectadores al final del mismo.
Algunos de los cortos ya se habían podido visionar en
diversos festivales y muestras de Canarias, como “El gigante y la sirena” en
Tenerife, “El mar inmóvil” en Lanzarote o “Los colores de la nieve” en Las
Palmas de Gran Canaria, otros constituían un estreno absoluto, pero lo
interesante era verlos todos juntos, confrontándose las diversas propuestas en
una sucesión a priori arbitraria que conforma una determinada mirada en el
espectador, de la misma manera que una determinada sucesión de secuencias
conforma y da sentido a una película.
La primera impresión que ofrecían era la de solidez (un espectador habló de coherencia), incluso de oficio, como si el trabajo de los diversos
equipos detrás de cada una de las producciones, en esta engañosa catalogación
entre equipo artístico y técnico, hubiera llegado, a lo largo de los diversos
catálogos, a un grado de excelencia, que se podía palpar en una fotografía
mimada que casi te hacía olvidar su procedencia digital, ese rodaje al filo de
la luz de “El gigante y la sirena” con su fotografía agrisada a tono con el
hilo narrativo, o este gran simulacro de película china que constituye “La
muñeca rota” emulando la imagen evanescente de un Yimou, las electrizantes imágenes nocturnas de
“Smoking Break” a la manera de algunas películas de Winterbotton, o la misteriosa
decantación de lo real en lo onírico en los encuadres de las salinas de
Lanzarote de “El mar inmóvil”.
Me impactan las localizaciones en algunos cortos, en su
propósito de configurar una realidad inventada, creíble y al mismo tiempo
metafórica.
Macu Machín extrae de un pasaje de Agustín Espinosa la
posibilidad de recrear una isla inventada a partir del paisaje y sus gentes de
la isla de Lanzarote, en una superposición de los dos planos, real y onírico,
en un mismo encuadre, utilizando varios mecanismos, en la relación de la imagen
y la banda sonora, en la relación de figura y fondo en un mismo encuadre, o en
el descentramiento de las propias imágenes, a partir de la propia estrategia de
Agustín Espinosa, figura clave del surrealismo en Canarias, en su texto
“Lancelot 28º-7º”, donde mezcla el costumbrismo con la invención surreal, como
cuando afirma que en su Lancelot inventado la sal “se pesca”.
Macu Machín, directora de films de observación, apegada a la
realidad socioeconómica que la rodea, hace el camino inverso, desde el
costumbrismo a la ensoñación. Al inicio del film encuadra frontalmente a dos
mujeres de campo sentadas frente a su casa, una de ellas apresa a una cabrita y
la mantiene contra su cuerpo mientras el perro de la casa se pasea indolente recorriendo
el encuadre de un lado a otro. Macu Machín deja que transcurra el tiempo, un
tiempo inmóvil que ya desde el título del corto se nos anuncia, y que los
encuadres posteriores de las salinas corroboran.
Se nos propone de entrada una
suerte de documental etnológico sobre el trabajo de extracción de la sal, y así
contemplamos el quehacer de un trabajador con la pala, alisando uno de los
conos blanquecinos que puntean el paisaje. Pero ya muy pronto la cámara se
desdice, y el hombre se va desvaneciendo mediante un cambio de foco que
privilegia las líneas convergentes de los montículos blancos, mientras mucho
más allá, en la planitud lejana del horizonte, se deslizan los automóviles como
maquetas.
De modo parecido, las cuatro propuestas más narrativas huyen
del academicismo fácil y se arriesgan en una puesta en escena capaz de construir
una realidad inventada.
Roberto Chinet, en “El gigante y la sirena”, se propone
hacer converger dos mundos, dos realidades. En uno de ellos un personaje se
detiene en la carretera para recoger a una chica desorientada. En otro un niño
se esconde en la habitación de un hospital para leer el cuento que primero soñó
y luego puso por escrito, con el fin de trascender su propia realidad y poder
asomarse al mundo de otra manera.
Una historia se desarrolla en la cercanía del
mar, a esta hora en que todo se desdibuja y las personas se convierten en
siluetas contra el sol poniente. Aunque presuponemos que se trata del segmento
fantástico, la manera en que está filmada la naturaleza, la textura de las
rocas, la presencia del faro, la casa en el promontorio, adquieren gracias a la
fotografía una resonancia vital, un mayor grado de realidad, que contrasta con
los colores apagados y la penumbra constante de la habitación hospitalaria en
la que el niño se refugia.
La voz del niño narrador nos cuenta que coexisten con
nosotros seres asombrosos de cuya existencia no nos apercibimos, de tal manera
que cuando descubrimos al hombretón acodado en la barra del bar asumimos que se
trata de uno de estos seres, y que cuando este detiene su automóvil para
invitar a la chica a subir, entendemos que quizás sí, que este va a ser un
encuentro trascendente, que podría ser la sirena del cuento. Pero el desarrollo
de la historia no acaba de encajar con los arquetipos conocidos.
Es un cuento
cruel, contado de modo crudo y realista, apoyándose en el tratamiento de la luz
y en la interpretación de los dos actores, en su manera cortante de decir sus
frases, en las miradas y gestos, en la presencia casi mineral de Antonio de la
Cruz, en la vulnerabilidad de Aída Ballmann, en los ojos del pequeño Leo Ramal,
en la ambivalencia de sentido. ¿Qué es, a fin de cuentas, lo real?
Coré Ruiz desempolva en “Osito” una idea que le rondaba
hacía tiempo, planificar un diálogo campo contracampo a destiempo, de modo que
en cada plano se escuche la voz fuera de campo de su oponente, dándole
prioridad a la reacción del otro cuando escucha. Este dispositivo juguetón,
junto a un montaje casi paroxístico, obsesivo, de planos de detalle de objetos
y fragmentos de la anatomía de los personajes, está al servicio de una historia
macabra, donde el sexo y la sangre se combinan para rarificar un tempo de
amores obsesivos y pasiones enfermizas, casi pornográfico en la mostración de
los fluidos corporales y los primerísimos planos. Otro de los trucos, a los que
Hitchcock era muy aficionado, consiste en mostrarnos un plano asqueroso y
sanguinolento para cortar acto seguido a un plato apetitoso que uno de los
personajes engulle con delectación.
Sin embargo, la suma de estos procedimientos de montaje,
donde el espectador espera escuchar al que habla, mediante una pirueta del
montaje que le hurta el movimiento de los labios, la fragmentación de los cuerpos planeada desde la story board, que
invita a mirar y al mismo tiempo escamotea la mirada, y el exceso guiñolesco del argumento, consiguen distanciarlo del horror, transmutándolo
en comedia que invita a la risa.
En “Smokimg break” Iván López desarrolla el encuentro
azaroso entre dos jóvenes en clave naturalista, que la puesta en escena desdice
en cierto modo. Ya sobre la pantalla en negro asistimos al rompimiento de una
pareja al escuchar las voces quebradas, casi histéricas, de los dos
jóvenes. Unos pocos planos nos los
muestran al poco tiempo, pegados a sus móviles, en lugares distintos de una
ciudad sin nombre. Él, imperioso, le pide una segunda oportunidad. Corte brusco
a los títulos de crédito.
A partir de ahí le seguiremos a través de la noche por un
parque de atracciones y su posterior inmersión en una discoteca. Las luces de
neón, los contraluces violentos, el montaje quebrado, las personas como sombras
pasando a su lado o moviéndose sumergidos en la música. Es una secuencia
inmersiva, que Iván López rodó tres años después de haber rodado la parte
central del corto, que crea el clima adecuado para el encuentro de los dos protagonistas en el pasadizo de entrada a la discoteca, donde ambos han salido a fumar.
Esta segunda parte rompe con la estridencia anterior
mediante un plano secuencia fijo en el que se desarrolla buena parte del
diálogo. Los chillones tonos rojos y amarillos dejan paso a una atmósfera
azulada que tiñe los rostros, como en un acuario. Es un acierto la elección de
este lugar inhóspito, como una pasarela que podría haber pertenecido al
hospital de “El gigante y la sirena”, un lugar de tránsito entre dos mundos, el
mundo vital y acogedor de la discoteca, cuya puerta cerrada entrevemos al
fondo, y la frialdad del exterior, ese otro mundo al que el joven se va
encaminando, como la mujer moribunda del corto de Chinet. También aquí la mujer
deberá enfrentarse a lo inverosímil, a lo fantástico.
“La muñeca rota” de Daniel León Lacave, cuyos últimos cortos
han estado en anteriores catálogos al igual que Iván López, fue sin duda la sorpresa de la noche,
pues nadie se esperaba una producción canaria que podría muy bien hacerse pasar
por una película rodada en China o, en el mejor de los casos, por una
coproducción chino-canaria.
De tarde en tarde, el cine canario, en un exceso de
autoconsciencia, se pregunta por su existencia. Ya pasó en los años 70, cuando
los amateurs superochistas pensaban que estaban inventando el cine canario, y
también está sucediendo ahora, tras una explosión incontrolada de lo digital,
que ahora se amansa, y los cineastas se agrupan, conceden premios, hay
encuentros y cursos de cine, críticos que unifican sus recursos en una revista
de cine canario como una guía para los cineastas, se suceden nuevas
generaciones de jovencísimos cineastas que se buscan la vida en las redes. Y
surge la pregunta trascendente: ¿somos?, ¿qué somos?
Si esta selección de cortometrajes representa el cine
canario que se hace, la discusión bizantina entre cine local o universal salta
en pedazos al confrontarla con “La muñeca rota”, pues la presunta canariedad
solo podemos vislumbrarla de refilón en los nombres de los títulos de crédito,
sobre todo en los nombres de las niñas chinas adoptadas por parejas de canarios, en los que coexiste el nombre occidentalizado con las
raíces de los apellidos de cada una de ellas, en un vano intento de cordón
umbilical simbólico que les recuerde su procedencia. Niñas canarias sin
embargo, con el deje de cada una de las islas, que constituye una realidad en
la Canarias actual.
¿Y el tema del corto? ¿Qué relación guarda con Canarias la
explotación de estas niñas en un taller de confección de muñecas en el otro
extremo del mundo?
“La muñeca rota” sorprende asimismo por su rara perfección.
A Daniel León Lacave le interesa el cine social, lo hemos visto en “Ruido” y en
sus largometrajes “Crónicas del desencanto” y “Los días vacíos”, pero también
ha rodado algunas piezas donde ha mimado más la puesta en escena, tanteando el
lado oscuro de la existencia, como en “Ángeles”. Podríamos decir que unas iban
dirigidas al hemisferio izquierdo de nuestro cerebro, al lado racional,
mientras que las del segundo tipo apelan al lóbulo de las emociones.
Su última producción, sin embargo, mediante un encaje casi
perfecto entre las intenciones pedagógicas y su andamiaje estético, logra en el
espectador una interrelación entre la poesía de sus imágenes y el sentido
último de la denuncia social, dejando que la intuición que siempre guía al
espectador genere sus propias metáforas: la muñeca rota, la infancia rota, las
ilusiones rotas, y sin embargo, esa reconstrucción minuciosa de la niña sobre
el cuerpo inerte de la muñeca, la muñeca como espejo que le devuelve la ilusión
perdida.
Y todo ello mediante el poderoso rostro de la pequeña actriz
Yanai Cruz que vehicula todas las emociones. Y una planificación medida,
estilizada, el aprovechamiento de su formato panorámico como nunca se había
visto en el cine canario, esa panorámica cuando la niña entra en la casa que
mantiene en el encuadre los dos ámbitos, el vestíbulo en penumbra y la cocina
tamizada por el humo de los fogones, los silencios solo rotos por el ruido
constante de las máquinas de coser, el estallido seco de una bofetada o la
reprimenda de la madre. Como en los cortos anteriores, el trabajo concienzudo
del director de fotografía confiere vida (y sentido) a la narración.
Hay una idea de la muerte que atraviesa el cuerpo de los
cortos seleccionados, la muerte como tránsito y transformación en “El gigante y
la sirena”, la muerte y despedazamiento del otro en “Osito”, la desaparición
del paisanaje y su mutación en cuerpo poético en “El mar inmóvil”, la muerte de
la infancia y su superación por el doble en “La muñeca rota”, la lucha por la vida en “29 de febrero”, el reconocimiento del yo a través del otro en el
umbral de la muerte en “Smoking break” y la construcción del mundo por el
lenguaje ante el caos y la desaparición en “Los colores de la nieve”.
El documental “29 de febrero” de Ángel Valiente, productor
de “La muñeca rota”, nació como un encargo del colectivo del mismo nombre que
el cortometraje, constituido por agricultores en el norte de la isla de La
Palma para defender un precio justo para el plátano. Ángel Valiente graba a uno
de ellos en la platanera con su cámara manteniendo la toma mientras el hombre
va cortando las hojas secas con un machete. Es un trabajo laborioso. También le
vemos cortando la flor en el extremo de cada uno de los plátanos mientras van
madurando. O quitándole los hijos, esas nuevas plantas que podrían arrebatarle la fuerza a la planta principal. Si las plataneras fueran personas sería algo
salvaje, incivilizado.
El personaje central del corto tiene algo así como dos
vidas. Se mueve entre el cuidado de las plantas durante el día y el cuidado de
las personas por la noche, su madre enferma y una tía de 102 años. Como esos
dos mundos que se pliegan uno sobre otro que hemos visto en los demás cortos,
lo real y lo fantástico en “El gigante y la sirena”, lo rural y lo surreal de
“El mar inmóvil”, lo íntimo y lo socializado en “La muñeca rota”, lo pasional y
lo inerte en “Osito” o lo vital y lo enfermizo de “Smoking break”, también aquí
los caminos discurren en paralelo, constituyéndose en metáfora de la vida, en
una filosofía de la vida, que cada cineasta gestiona como puede.
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Quizás todo sea una construcción, como afirma Cris Noda en
“Los colores de la nieve”, la pieza más corta de la velada, de apenas dos
minutos, un corto reflexivo, que condensa muchas horas de ir dándole vueltas a
una idea, una idea que se enrosca en sí misma, porque las muestras de nieve
distintas que se muestran en el film son a su vez construcciones, puro
artificio artesanal, con la apariencia de las diversas clases de nieve que los
inuits, los habitantes de las regiones árticas de América, discriminan del
blanco, de la misma forma que los habitantes del desierto o de las selvas
amazónicas disponen de muchos nombres para orientarse en una naturaleza casi
igual.
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