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Las islas canarias han suscitado un gran interés a fotógrafos y cineastas, tanto desde el interior como desde fuera de las islas, cada
isla un mundo en sí mismo, una síntesis de territorio y población, vivencias
distintas. Sergio Morales nos presenta su peculiar visión de las isla de El
Hierro en una sesión en los Multicines Tenerife, organizada por el Aula de
Cine, que atrajo a un pequeño grupo de herreños y de amigos del cineasta, pero
no a los cineastas de la isla.
Telúrico se nos anuncia en la prensa como un documental
ficcionado, y su director nos avisa en la presentación que el film se pretende
abierto a la interpretación de cada uno, con la esperanza de que cada
espectador haga suyo el documental y su disfrute constituya una experiencia.
En esta primera proyección la mirada de Sergio Morales se
confrontaba con las vivencias que cada espectador conserva de su estancia en la
isla, pues quedó claro en el coloquio que todos habían habitado El Hierro en
períodos más o menos largos, desde aquellos herreños que ahora viven fuera de
la isla y acudieron a los multicines (alguien comentó que son más los que viven
fuera que los actuales habitantes), hasta los que, como yo, han vivenciado la
isla en períodos cortos pero intensos, acechando la esencia de la isla a través
de la cámara.
Lo interesante de Telúrico es que te plantea más cuestiones que respuestas,
y ya desde el principio tratas de adivinar cuánto hay de documental y cuánto de
inventiva, en un juego que Sergio Morales desperdiga en cada recoveco del film
para mayor deleite.
Para ello elige una pareja de actores que sea pareja en la
vida real y no conozca la isla, los embarca junto al equipo técnico y se
propone rodar sobre la marcha y en orden cronológico un viaje iniciático de una
semana, como si se tratara de una reedición particular de King Kong, donde el
director se empeñará en captar las reacciones de la pareja en su aproximación a
la isla en un film de extraño e inquietante título.
Ya en la primera secuencia, mientras observan cómo la isla
empieza perfilarse en el horizonte, se nos hace saber que el chico acude a la
isla para la realización de un trabajo de investigación, acompañado por su
novia, a pesar de que ella hubiera preferido ir a la playa y no a un lugar tan aislado.
Nada más desembarcar les recoge una mujer del lugar, una maestra que les
acompañará para que conozcan a personas que puedan ayudarle en su trabajo. Es
esta la excusa para que conozcamos a estas personas, gente mayor que tuvo que
emigrar a Venezuela y luego regresó, y gente de fuera que llegó a la isla, la
isla les enamoró e hicieron suya aquella tierra.
Gente joven, apegada a las redes sociales y a las selfies,
confrontada a la gente enraizada en un lugar que han hecho suyo, una pareja que
no sabe muy bien qué va a hacer con su vida frente a personas que ya han tomado
una decisión y se sienten apegados a un terruño.
El film documenta la estancia de Kevin y Zuleima (Kevin Sánchez
y Zuleima Valido), de lunes a domingo, una primera excursión al otro extremo de
la isla para confrontarlos con el paisaje brutal y desolado del Sabinar, por el
que deambulan erráticamente haciendo fotos. Al día siguiente es martes de Carnaval y
el director les enfrenta a las embestidas de Los Carneros, una fiesta ancestral
ritualizada, donde la chica es perseguida por los hombres bestias y derribada,
entre el pavor y la risa, y fotografiada por su novio.
A estas alturas, uno de acuerda de Roberto Rossellini y de
la mítica “Viagio a Italia”, donde un matrimonio en crisis presencia una
procesión religiosa que recorre las calles de Nápoles y luego se enfrenta a lo
innombrable en forma de una pareja solidificada durante su abrazo final por la
erupción del volcán. Unos años antes, Rossellini había empujado a la inocente
Ingrid Bergman a la cima del volcán de la isla de Strómboli en una experiencia
límite, una actriz procedente del más glamoroso Hollywood exiliada en una isla
agreste, en un rodaje que fue paradigma de una forma de traspasar los límites de
la ficción y lo documental.
Una mañana la pareja se queda sola en la casa. Él se asoma a
la terraza, advierte el silencio, el sosiego, ella se queja, luego salen a
pasear. No sabemos si juegan a ser los personajes o son ellos mismos. Se
paladea el juego. A veces, Sergio Morales enseña las cartas, los actores son
actores y en algún momento reflexionan sobre sus personajes, marcan distancias.
Durante el paseo, la pareja se sienta bajo un inmenso árbol que les acoge, el
actor se gira y habla a la cámara.
Ella le propone firmar un acuerdo, un acuerdo de pareja con
sus reglas que deberán aceptar de mutuo acuerdo. La cámara filma el árbol y
recorre las sinuosidades de las largas ramas mientras ellos tratan de aclarar
sus vidas. Es una secuencia clave en la que Sergio Morales explicita
visualmente su apuesta. Casi hacia el final, en una de las muchas
conversaciones que se suceden en la película, varias personas reflexionan junto
a ellos sobre el concepto de isla, sobre
cómo la isla se sustenta en un pacto entre el paisaje y su población, o
sobre cómo los seres humanos también somos islas y una pareja es esta síntesis
donde no se sabe quien es el paisaje y quien la población pero tampoco importa.
¿Qué es Telúrico? A lo largo del film, el actor pregunta a
las personas entrevistadas por el significado de la palabra. A uno le suena a
telar, otro esboza la idea de lo misterioso, aunque mejor pregunta por las
cosas que sabemos y tocamos, le dice.
El diccionario lo define como perteneciente o concerniente
al planeta Tierra, del latín tellus, tierra. Pero mejor lo asociamos con el
movimiento de las placas téctónicas, que produce terremotos y tsunamis, las
fuerzas devastadoras del planeta que nos recuerdan que es un ser vivo, lleno de
fuerza, una fuerza que quizás atraiga de alguna forma a los seres humanos y
consiga conmoverlos, impregnarlos con su fuerza.
Para Sergio Morales, las personas entrevistadas lo son
porque son telúricas, sintieron la llamada de la isla en algún momento de sus
vidas y decidieron que este debía ser su lugar. La experiencia de la pareja que
va descubriendo la isla es también la experiencia del propio Sergio Morales y
de su equipo, el tiempo del relato coincide con el tiempo de filmación. Como
afirma José Luis Guerín al hablar de su experiencia como realizador de
docuficciones, el rodaje es también un tiempo de aprendizaje, donde los
aprioris se entrelazan con el azar y uno tiene que saber lidiar con lo
imprevisto, pues la vida es a fin de cuentas quien nos conduce y debemos estar
alertas para entender y hacer ver el misterio que impregna los objetos y la
vida.
La pareja se deja fotografiar en sus momentos de intimidad,
un cálido beso encuadrado por la ventana a través de la cual contemplan la
suavidad nocturna, los selfies circulares en los que desean fundir su imagen
con el paisaje que los rodea, sus paseos solitarios bajo la inmensidad del
cielo. Vemos la isla a su través, y a pesar del aburrimiento que ella le
confiesa a su novio y le recrimina, es ella la más empática cuando alguien les
cuenta cómo se vivía en los tiempos difíciles, los cuentos de miedo que les
contaban al anochecer cuando eran unos críos y no había televisión. Nunca
sabemos en qué consiste la investigación que él lleva a cabo pero tampoco
importa. Importa la calidez del trato humano, el paso de las horas en compañía,
la conversación que fluye.
El film es a su vez un documental sobre el propio rodaje.
Cuando el naturalismo del relato empieza a seducirnos, se intercala un plano
del making of que nos distancia, recordándonos que se trata de un artefacto
fílmico. La mirada poética a través de la imagen y el sonido ambiente se
alterna con procedimientos más estandarizados del documental, donde se intenta
que el resultado sea más casual que premeditado. Las entrevistas en forma de
encuentros en las casas y entorno de los entrevistados finalizan con imágenes
más elaboradas, como fotografías donde ellos posan fundidos con el paisaje
domesticado del lugar donde viven, que se contrasta con el interior de las
casas donde se vivía en otras épocas, en el poblado reconstruido de Guinea, de
la misma forma que en el film se alterna el naturalismo con la sofisticación, en
busca de un lenguaje propio que vehicule la mirada del director.
El film se cierra con un epílogo, imágenes de la isla que
buscan conmover y a la vez ofrecer un poco de luz, imágenes que se repiten como
ese plano del faro perforando la oscuridad de la noche, o la cámara
describiendo las ramas del árbol como un ser vivo, o el manto de nubes bajas
que parece que respiran. De repente, cuando ya creíamos que nos lo habían
contado todo, la pareja protagonista es desplazada por la presencia de una
mujer mayor que, en una sucesión de planos mirando a cámara, reflexiona sobre
su vida, la isla y sus habitantes, y luego se sienta frente al piano y empieza
a cantar mientras se suceden los títulos finales. En la fuerza de sus palabras
y gestos y en la sucesión vertiginosa de los planos de María Merida, famosa
cantante de folclore, actriz en “Alma canaria”, adivinamos la esencia de lo
telúrico que guió a Sergio Morales en su aventura herreña.
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