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Conservo, desde los tiempos inmemoriales, algunas bobinas de
cine, que a lo largo de los años se han mantenido guardadas. Algunas de estas
bobinas las traía yo desde Barcelona, películas rodadas en 8mm., algunas
terminadas o casi, y el copión de
un mediometraje en 16mm., cuyo negativo espera todavía en los laboratorios de
Fotofilm en Barcelona, pues fue un proyecto sin terminar al desplazarme yo a
Tenerife, en principio por unos pocos meses, sin intuir siquiera lo que el
destino me deparaba en la isla.
Delicies, 1972
De modo que a estas bobinas les siguieron otras, ahora ya en
Super8, rodadas con una cámara que me compré en los indios a comienzos del año
74 para ir filmando aquel paisaje torturado de la isla de La Palma tras la
erupción tan reciente del volcán de Fuencaliente que todavía humeaba, pero
también sus dragos y sus casitas rodeadas de flores de Las Breñas, donde
pensaba ir a vivir cuando me jubilara.
En aquel año prolífero, de experiencias y de bobinas rodadas
bajo el embrujo de una libertad que nunca había conocido, fui guardando los cortos, los antiguos
y los más recientes, en el armario empotrado de un apartamento en la calle
Ramón y Cajal de Santa Cruz de Tenerife. En la puerta de aquel único armario
había yo pegado un listón con clavitos donde iba colgando las diversas tomas
del corto que andaba rodando, con una pegatina con el número de plano que me señalaba
el camino del montaje que yo realizaba en una moviola depositada en la mesita
de noche.
Luego me fui a Barcelona con Laly y a los pocos meses
volvimos y no sé donde iba guardando los rollos de película, aunque sí recuerdo
que en una ocasión los proyectamos en la casa de unos amigos en Alella, donde
mi familia veraneaba y yo había pasado mi infancia, y el entusiasmo mío y de
Laly que me acompañaba chocaban con la indiferencia de mis compañeros de
antaño, que veían como algo ajeno y un tanto incomprensibles nuestros cortos
canarios, y en otra ocasión
proyectamos uno de los cortos, no recuerdo cual, contra la fachada del edificio
de enfrente desde la ventana del primer piso de nuestra casa, para que se viera
desde la calle, pero tampoco despertó el mínimo interés excepto el nuestro.
¿De quién era el proyector? No me acuerdo en absoluto. ¿Lo
llevaría en la maleta de aquí para allá? Sí recuerdo que una década antes, a
principios de los sesenta, con un tomavistas que alguien nos dejaría, intentamos
rodar un corto de espías con los amigos de veraneo, un guión descabellado con un
microfilm escondido en una pelota de ping pong, pero tampoco recuerdo si llegamos
a ver la imágenes en blanco y negro una vez reveladas. Había sido una más de
las actividades para combatir el tedio de los interminables meses de verano,
que casi costó la vida de una de mis amigas al ser arrollada por una moto en la
carretera donde filmábamos.
Nos trasladamos a vivir a La Laguna, primero en la casa de
los padres de Laly, en un espacio que ellos habían construido para alquilar a
estudiantes y que apenas llegaba a los 30 metros cuadrados. Estando allí
rodamos Página 45, reuníamos a los
amigos y sentados en el suelo íbamos proyectando las bobinas a medida que iban
llegando reveladas desde Madrid, con esa emoción que confiere la espera,
confiando en que las tomas hubieran quedado enfocadas o que no nos hubiéramos
equivocado con las medidas del fotómetro y resultaran quemadas o excesivamente
oscuras.
Luego pasamos a nuestra nueva casa. Al principio las bobinas
estaban a la vista en estanterías, prestas para ser proyectadas, introducidas
luego en cajas de cartón cuando adquirí un pesado magnetoscopio de Betamax, que
tenía que arrastrar colgado del hombro, finalmente emprendieron un viaje
zigzagueante a regiones desconocidas de la casa, y tan solo emergieron ante la
necesidad perentoria de conservación y fueron llevadas a la Filmoteca Canaria
para su digitalización. Pero claro, tan solo las películas rodadas en Canarias,
las posteriores al año 74.
Y así llegamos al año 2018.
Había rodado mi primer corto en el año 67, de eso ya hace
cincuenta años, con el único compañero de bachillerato que conservé. Tras los
estimulantes años en la prestigiosa Escola del Mar, donde Julio Verne me atrapó
en ediciones antiguas a dos columnas anteriores a la guerra, dibujábamos comics
y hacíamos teatro, a los quince años me enviaron a estudiar fuera de casa, un año en la Universidad Laboral de Zamora,
otro en la de Córdoba y finalmente tres en la de Tarragona, desde donde era más
fácil ir y venir de Barcelona. Mi
amigo se metió a estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Central y entró
en contacto con el mundillo del cine que organizaba sesiones de cine forum en
el Cineclub Mirador y más tarde aquellas imprescindibles sesiones maratonianas
de cine prohibido por el régimen en Andorra, donde descubrimos a Godard.
El niño que protagonizara aquel corto había muerto y su
hermana se enteró de que existía esta película y llamó a Pep Melendres y él me
llamó a mí para saber del paradero del corto, si todavía lo tenía en mi poder o
si se había perdido como tantas cosas. Hace tiempo que no dispongo de un
proyector de 8mm. y llevaba algunos años intentando conseguir alguno que
funcionase para volver a ver estas películas, de las que casi ni me acordaba.
Le dije a Pep que buscase en Barcelona un laboratorio que convirtiese películas
antiguas, mediante la digitalización foto a foto.
De modo que primero una y a los pocos meses, al ver el buen
resultado obtenido, el resto de bobinas, fui llevándolas a Barcelona. Varias
semanas después, con una expectación no muy distinta de la que sufríamos
durante la espera del revelado, pude bajarme las películas y verlas en la
pantalla de mi Mac. La calidad no era muy buena pero sí aceptable. La sorpresa
fue verlas al cabo de tanto tiempo y no acordarme de casi nada de dónde ni de cómo
las había hecho, más allá de unos pocos fogonazos que apenas iluminaban el
proceso de gestación y realización de aquellos cortos, como si otra persona y
no yo los hubiera dirigido.
De Jugar con juguetes,
nuestra primera película, ni siquiera recordábamos si tenía sonido o no, si la
habíamos sonorizado o si, una vez terminada, la habíamos proyectado en algún sitio público. La fotógrafo
Montse Faixat, que nos la había producido, esperaba de ella una película
infantil, pero solo le ofrecimos una película con niños y transfondo social,
así que seguramente se quedó en la estantería como todas las demás que la
siguieron.
Jugar con juguetes,1967
La veo ahora con asombro, con sus encuadres atrevidos, fruto
de muchas horas en la sala oscura, viendo películas y aprendiendo de ellas, y el
retrato de una Barcelona de barriadas humildes llenas de descampados donde los
chiquillos nos enfrentábamos a pedradas.
Veo también el corto que rodé en la universidad laboral de
Tarragona y me enfrento a los espacios, ya olvidados, de mi vida de interno, el
inmenso comedor acristalado, los dormitorios a ambos lados de
oscuros pasillos, pero también las avenidas llenas de luces y de gente y las
callejuelas solitarias de la ciudad de Tarragona, donde recalaba los domingos
por la tarde para ver las películas de estreno en el anfiteatro de los cines de la Rambla, un cortometraje con la estética del nuevo cine español de los sesenta, en blanco y negro, en el que percibo la influencia de la relación
epistolar de Nueve cartas a Berta de
Patino o la utilización de la música y el distanciamiento poético de Nunes en Noche de vino tinto.
Vale más pájaro en mano, 1968
De modo que uno es hijo de su época, me digo. Súbitamente Buñuel
se asoma en una escena de Trajectoria.
Roser corre por las calles vacías del ensanche barcelonés presa de un pánico
indefinible, un domingo por la tarde en una ciudad que no imaginaba su
destino turístico, la chica cae de bruces y descubre que uno de sus zapatos se
ha quedado al otro lado de la esquina, más allá de su vista, se sienta
en el suelo y, apoyada en la pared, palpa el suelo del otro lado sin atreverse a
mirar, vemos la mano que ejecuta movimientos alrededor del zapato ajena al
cuerpo, como pulsando las teclas de un piano invisible, y sin transición
descubrimos a la chica en una fiesta y hay un chico sentado en el suelo a su
lado, temblando de excitación. A Roser se le aparecía en sueños un hombre que
extendía una capa y le causaba pavor, ¿una intuición del miedo actual a caminar
sola?
Rosé Munné en Trajectoria, 1970
Hace pocos días acudí por primera vez a una de estas comidas
que de vez en cuando organizan los jubilados de la oficina de Barcelona, allí
estaban todos y sin embargo no reconocía a ninguno. Nos hemos equivocado, le
dije a Laly que me había acompañado para infundirme valor. Estaban ya todos
sentados en un salón enorme con ventanas al Paseo de Gracia, y entonces, tras
unos primeros momentos de estupor y sorpresa por su parte, se me acercaron unos
cuantos de mis antiguos compañeros y me preguntaron a bocajarro si me acordaba
de ellos. Claro que sí, les dije señalándolos con el dedo, tú eras el hombre de
la capa y tú el chico que agarrabas la mano de Roser en aquella película que
hicimos juntos.
Otro compañero se nos acercó y me dijo que había sido en su
casa donde se rodó aquella escena, un piso en el Paralelo, justo delante del
Teatro Victoria. Fue toda una revelación, pues en mi recuerdo ubicaba aquel
piso en la periferia de la ciudad. Empezamos a comer, y uno de los que estaba frente
a nosotros recordó que había acudido a un casting para un corto que debía ser policíaco,
porque alguien detrás de él le interrogaba y él movía la cabeza intentando
seguirle con la mirada. Parece ser que yo le dije que me gustaba aquel gesto, pero
ni recuerdo para qué de aquel casting ni siquiera que hubiera organizado uno.
Y qué decir de mi versión de Alicia en el país de las maravillas, con la protagonista
zambulléndose debajo de una alfombra. Entre una bobina que indicaba Madrid, sin que yo supiera qué habría yo
podido rodar allí, y otra con la etiqueta Barrios,
había otras cuatro bobinas bien numeradas que contenían lo rodado bajo el
título de Delicies, un proyecto
ambicioso que no llegamos a rodar en su totalidad, entre junio y diciembre de 1972 según las
notas y el guión original que todavía conservo. Creía que ni siquiera había
montado el material, que allí estaban las tomas todavía sin elegir. Al ver el material digitalizado, descubrí
que sí estaban editadas la mayoría de las secuencias, aunque colocadas en
distinto lugar del indicado en el guión.
Allí estaba la secuencia que rodé en un lujoso piso de la
burguesía en pleno Paseo de Gracia que alguien nos dejaría, a donde llevé a casi
toda mi familia, tres mujeres tomando pastas en el salón y la niña protagonista
sirviéndolas con una bandeja. Allí estaba mi abuela materna, mi madre y una de
mis tías, desaparecidas ya hace un montón de años, las tres sonriéndome como si
no hubiera pasado un solo día, esplendorosos primeros planos de cada una de
ellas, el único recuerdo que me queda de ellas de aquella época en brillantes colores, cuando las
escasas fotografías familiares eran en blanco y negro, una cápsula de tiempo
que me esperaba agazapada en una de aquellas bobinas.
Debimos rodar las últimas tomas unos días antes de la
Navidad de aquel año 1972, o eso me gustaría creer, pues así cierro mi cuento
de las navidades pasadas desde las navidades presentes, a la espera de lo que
me deparan las navidades futuras. Un cuento con sus dosis de nostalgia, con el
suspense de unas bobinas perdidas y ahora encontradas.
Para la Alicia de mi historia también transcurrieron los
años, se transformó en mujer y trató de escapar de la represión sexual de aquellos
años de ejercicios espirituales, de modo que no se le ocurre otra cosa que
escabullirse de nuevo bajo la alfombra, el lugar imaginario de su infancia,
ante la mirada deseante del chico que le gusta, entonces ella repta con medio
cuerpo ya bajo la alfombra protectora, cimbreando la cintura, y él va y repta
también tras los movimientos de las piernas de ella en quizás la escena más
erótica que jamás haya filmado.
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