martes, 3 de marzo de 2020

EL SUPER-8 OLVIDADO

Por una rocambolesca concatenación de hechos, la semana pasada tuvo lugar la proyección de La estatua y el perro en el IEHC del Puerto de La Cruz, un mediometraje que realicé en 1974, pocos meses de llegar a la isla, estrenado en el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife en 1975 unos meses después de que hubiera sido prohibida por la censura franquista sin que se pudieran conocer los motivos. Cuando ya entrado el nuevo milenio el Ateneo de La Laguna me dedicó una retrospectiva, se proyectaron todos mis cortos de los años 70 excepto La estatua y el perro, seguramente debido a su larga duración, por lo que se perdió una oportunidad para darla a conocer.

El Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias quería organizar una sesión dedicada al cine de los años 70, dentro de este empeño meritorio de recorrer la Historia del Cine en Canarias mediante ciclos anuales, debates y proyecciones de determinadas películas con la presencia de los directores a lo largo del año, una actividad que la Filmoteca Canaria debería llevar a cabo con mayor intensidad, como una de sus funciones más básicas, la de divulgar el patrimonio audiovisual de Canarias.
Cuando Abel Hernández, coordinador de estos ciclos, se puso en contacto con la Filmoteca Canaria se dio cuenta de las dificultades de conseguir las copias digitales de los cortos, al ser imprescindible el consentimiento de los autores de cada pieza, una mera cuestión burocrática que podría ser resuelta con rapidez si existiera una planificación de proyecciones anuales en diversos lugares de la geografía canaria, organizado por la Filmoteca Canaria o por otros organismos o asociaciones privadas a modo de ciclos itinerantes con las películas agrupadas en bobinas de una hora o una hora y media.
Esta carencia la solventan algunos realizadores actuales, organizando por su cuenta proyecciones con sus cortos en lugares inverosímiles, pero no resuelve la difusión de las películas rodadas en las décadas anteriores, que se van quedando alojadas en los discos duros de los ordenadores o en inestables nubes que podrían desaparecer por los caprichos de las compañías. En estos momentos tan solo están obligadas a ser depositadas en el Archivo General aquellas películas que hayan tenido algún tipo de ayudas o subvención pública, para su conservación y difusión.
Lo que ocurrió fue que yo me adelanté a la petición de los cortos a la filmoteca y le pasé algunos de los míos de aquella década, al tenerlos yo en mejores condiciones pues había restaurado el sonido hacía poco tiempo. Al advertir que no se podía disponer de los otros filmes decidieron proyectar La estatua y el perro, cuya duración es de 55 minutos y permitía un debate holgado posterior.
Eduardo Camacho (izq) y Alberto Omar (dcha) con uno de los actores
A mí me pareció una buena ocasión para desempolvar la película y traer al presente una forma de hacer cine que ha quedado para la arqueología del cine, un cine artesanal que exigía un buen conocimiento de fotografía y cierta habilidad manual en el manejo de los materiales. Los rollos se enviaban a revelar fuera de las islas y se tardaba una semana en recibir por correo los rollos revelados. Era entonces cuando, en un completo silencio, se visionaba el material pata saber si algunas tomas habían quedado desenfocadas, subexpuestas o sobreexpuestas, lo que implicaba rodar los planos de nuevo.
Cincuenta años separan los nuevos espectadores digitales de aquel cine de la materialidad, un cine que algunos añoran y otros lo descubren con algo de sorpresa impostada y le añaden un aura de la que antes carecía. Es un cine vintage, y los defectos de entonces, las rayaduras, las solarizaciones, los súbitos cambios de color, se ven ahora como signos de identidad. Se regresa al formato cuadrado, a los colores Kodakcrome, asociados ahora a lo familiar, a un pasado soñado.

Eduardo Camacho creando los títulos de crédito
Ver de nuevo La estatua y el perro supone enfrentarme a este pasado aureolado, teñido de nostalgia, fue un tiempo para mí de cambio, un cambio sustancial que determinó fijar mi residencia en Tenerife de manera permanente, en medio de un cambio político y social un tanto convulso. 
A los pocos meses de mi llegada ya había rodado un corto con la colaboración de Teo Ríos y había decidido hacer mi particular versión de una obra teatral de un grupo de sordos que se estaba ensayando en el Círculo de Bellas Artes y que su estreno en Lanzarote inauguraría el centro de Arte El Almacén. La obra partía de un libreto del escritor y también director teatral Alberto Omar, y el grupo lo dirigía de un modo visionario Eduardo Camacho, un hombre singular en el panorama artístico tinerfeño que posteriormente sería decano de la Facultad de Bellas Artes.
Una de las características más notables de aquel montaje teatral, que lo hacía único (solo existía un grupo en Rusia nos contaba Eduardo), era la inclusión de la voz de los sordos como materia dramática, una voz extraña a la que no estamos acostumbrados, que en forma de gritos incomodaba al espectador de la obra, allá donde se representase (Arrecife, diversas poblaciones de la isla de Tenerife, Barcelona, Palma de Mallorca, Polonia...)


Tengo que decir, desde la perspectiva que me confieren los años, que mi película no representa en modo alguno el cine que se hacía en las islas en aquella década del super8.  Fue una película singular y lo sigue siendo, una experiencia única que sobresaltó a los espectadores de entonces, acostumbrados a otro tipo de cine, con críticas contradictorias en la prensa, que la veían como excesivamente teatral (José Chela, en La Tarde), o por el contrario la consideraban un poema visual (Ángel Joaniquet, Mundo Diario), o, desde una óptica de la izquierda, una obra ambigua y al mismo tiempo rupturista (Javier Gómez, Hoja del Lunes, 2 de junio de 1975).


Acertadamente o no, decidí mantener la gestualidad de los actores en la obra y el vestuario diseñado por Pepe Dámaso, trasladando la acción a escenarios naturales que subrayasen el carácter metafórico de la obra, como una coreografía sobre las relaciones del poder y la libertad, la guerra y el sometimiento del hombre a leyes injustas.


Para ello elaboré un guión en el que se desmenuzaba cada escena, indicando tan solo la localización que había elegido para el rodaje de la misma. Una vez allí, me dejaba fluir por las posibilidades que me ofrecía cada escenario. Yo mismo llevaba la cámara, disponía a los actores en la localización, sus movimientos y mediante planos secuencia cámara en mano decidía sobre la marcha las entradas y salidas de los personajes en el plano y su relación siempre cambiante con el escenario.
En el fondo, lo que yo pretendía era conseguir, con los medios cinematográficos a mi alcance, los frenéticos movimientos de cámara, el montaje repetitivo y percutante de algunos planos, una banda sonora permanente compuesta por ruidos de tráfico e industriales asincrónicos con la imagen y las voces y los gritos de los actores, restituir la fuerza de la obra, la presencia de los sordos vociferantes a pocos metros del espectador.

Tenía curiosidad en cómo se recibía esta película, cuarenta y cinco años después de su estreno en el Círculo de Bellas Artes. Algunas personas ajenas al mundillo del cine se quedaron atrapadas por las bellas imágenes del film, después del desconcierto inicial.
Hay algo carnavalesco, advierto yo ahora, en la presencia un tanto grotesca de los actores con pelucas de colores, caminando por las calles de Santa Cruz de Tenerife y haciendo reverencias a una chica cubierta con una desbordante túnica verde que representa la estatua de la libertad.  Las cintas de color rojo que sugerían la sangre adquieren por momentos una grandeza irrisoria gracias a encuadres pictóricos que podrían llevarnos a pensar en una videocreación. 

Rodaje en El Médano
Me sigue gustando la secuencia de la guerra, rodada en unos edificios en ruinas del barrio de Los Llanos, donde ahora se ubica el auditorio, rodada en un par de planos secuencia recorriendo las ruinas con movimientos oscilantes, siguiendo a la pareja y recorriendo el espacio simbólico ocupado por los demás personajes símbolo.
Del grupo de amigos que nos acompañaron, con los que rodamos algún corto de vez en cuando, escuché un par de comentarios que me hicieron reflexionar. Uno de ellos, a modo de broma, exclamó que parecía que todos los que habían participado en el film estaban fumados, lo que me llevó a pensar en el aspecto lisérgico y alucinatorio de una época en la que se experimentó una mirada nueva sobre el mundo y que produjo extrañas novelas, montajes teatrales y películas que consumía nuestra generación. Seguramente, aquello que hacíamos nosotros quedaba marcado por aquellas obras, impregnado por la sensibilidad del momento.

Otra de las impresiones que rescaté ese día fue la continua sensación de oprobio que se experimentaba durante la proyección, un malestar profundo que se desprendía de la obra, como un comentario implícito al sometimiento de una dictadura inacabable que no nos dejaba vivir, y que de alguna forma se cuela en la manera en que Eduardo Camacho dirigía a los actores y en el movimiento a veces desesperado, inacabable, de la cámara alrededor de los personajes, en el sonido torturante de pilones y taladradoras, de cláxones y motores sobre la imagen desnuda de unos actores en medio de una ciudad abandonada. 


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