viernes, 7 de octubre de 2011

EL CINE SURREALISTA Y YO





El martes pasado me invitaron a una mesa redonda sobre cine surrealista en el TEA, era uno de los actos previstos dentro del curso “La imagen subversiva”, que corría en paralelo a la exposición “Óscar Domínguez: una existencia de papel”, una nueva manera de abordar la figura de nuestro pintor universal, y que sustenta la existencia misma del TEA, visto ahora como ilustrador de libros de poesía y en diversas publicaciones de arte.


En la mesa me sentaron junto a Joaquín Ayala, responsable de la selección de cortometrajes que se proyectaron y editor de un librito sobre cine surrealista encargado por la Filmoteca Canaria, con el que me une una gran amistad, junto a José Andrés Dulce (“escritor y crítico de cine” según el programa, a diferencia de mi, que figuraba como ”crítico y director de cine”, también según el programa), a quien hacía tiempo que no veía.  En la década de los 90 acudía con regularidad a la redacción de el Día con un montón de fotos de mis últimas películas y José Andrés se avenía a hacerme una entrevista que luego se publicaba a toda página y comparaba mi cine con las películas de Raúl Ruíz que yo no había visto y esta comparación me emocionaba y me hacía sentir que ocupaba un lugar en el mundo.



José Andrés me preguntó si seguía activo y le dije que últimamente mi producción era de dos cortometrajes al año y que por qué no había ido por El Día y si había tenido una mala experiencia con los periodistas. Solo se me ocurrió comentarle lo de siempre, que los blogs y las redes sociales me habían alejado de la prensa escrita y que quizás yo andaba muy equivocado (o él, quien sabe).


En la mesa éramos cuatro varones hablándole a una veintena de mujeres sobre un cine hecho por hombres, y que nos miraban con curiosidad manifiesta desde las filas de butacas que descendían sobre nosotros escalonadamente. Pensé en este momento que dentro de muy pocos años ellas estarían detrás de la mesa y se dirigirían a un público femenino para seguir hablando del amour fou y surrealista, sobre la pasión y el castillo estrellado que André Breton, en su visita etílica a Tenerife, descubrió en la cima del Teide. Las mujeres, para los surrealistas, seguirían siendo objetos del deseo, fuentes de inspiración para ellos, e incluso sus cuerpos lienzos donde proyectar líneas y formas en movimiento.


             Artículo firmado por José Andrés Dulce 
sobre el estreno  de "Venus Vegetal" 

Emilio Ramal, conductor de la mesa, y cuando yo ya tenía pergeñadas algunas frases que podrían resultar interesantes y adecuadas, me espetó a bocajarro la pregunta que ilumina el presuntuoso título de este post, y fue que cuál era mi visión como cineasta del cine surrealista y, pregunta mucho más comprometida, cuál había sido la huella del surrealismo en mi cine.

A veces, preguntas de este tipo resultan ser estiletes afilados que logran desgajar esa cubierta con la que los psicólogos dicen que nos protegemos (¿de qué, de quién?), en todo caso la imagen tópica que nos hemos ido construyendo para nosotros mismos y para los demás, y nos sirve para simplificar nuestras relaciones sociales ("hago cortos", "hace cine raro", "sus pelis son muy complicadas", "no, ahora hago cine leve"). De modo que está bien que alguien quiera profundizar, Joaquín Ayala me dedicó un artículo hace bien poco, publicado en la revista universitaria Latente, y trazó líneas que cruzaban cuarenta años de producción más o menos interrumpida de películas y halló puntos de conexión y algunas divergencias interesantes que me han hecho pensar.

¿El cine surrealista había dejado alguna huella en mi práctica cinematográfica? Lo primero que cruzó mi mente fue la imagen inaugural de “La ciudad interior”, la del rostro de Alberto Omar debatiéndose en un sueño, como si luego todo el film, a pesar de un comienzo convencional y equívoco, no fuese otra cosa que una inmersión onírica en el extrañamiento que todo exilio acaba produciendo.






Y así, casi al final, el personaje principal acude a una exposición en las ruinas de la iglesia quemada de San Agustín y allí las personas convocadas forman una larga hilera para darle el pésame por la muerte del hermano que ha ido a buscar, las dos modelos que su hermano pintara le confunden con él y le persiguen por las calles laguneras, irrumpen en su casa y se desvisten, mientras él trata de mantener la cordura escribiendo una carta a la esposa que le espera en Madrid.






Pero no hablé de estos ejemplos, de uno de mis mediometrajes de los 90 construido con la lógica de los sueños, sino que me retraje a los años setenta, cuando conocí a los componentes del equipo Neura, a los hermanos Juan y Fernando Puelles, a Alberto Delgado y a Fernando Gabriel Martín, que acababan de rodar en Super8 mm. “Crónica histérica: la conquista de Tenerife”, su particular versión surreal de la conquista, y que ahora, viendo de nuevo “Entreact” de René Clair, que ellos seguramente conocerían, me ha hecho recordar.






Fernando Puelles, un año más tarde, abordó en solitario un corto dadaísta: “Anaga da-dá post”. Su método de trabajo es muy ilustrativo, cogió un par de bobinas de unas imágenes del parque rural de Anaga que había rodado en super-8 y cortó el celuloide en tiras de diversas longitudes, asignándoles aleatoriamente el valor de una nota musical. Introdujo los fragmentos en diversos receptáculos y los fue empalmando siguiendo la partitura de la música que luego incorporaría a la banda sonora.
En 1975 rodé “Los barrancos afortunados”, e inspirado en Un perro andaluz y en Las Hurdes, dos maneras aparentemente contrarias de abordar el cine, imaginé una alegoría donde los sucesos fueran sucediéndose bajo una lógica de libre asociación, y los contenidos latentes constituyeran una bomba de relojería como la que en el film hallan en el subsuelo de uno de los modernos edificios recientemente construidos en Santa Cruz de Tenerife.

Al comienzo del film, un hombre salta al vacío desde uno de los puentes que cruzan el barranco de Santos. La siguiente imagen, que debería corresponder al suicida despedazado en el fondo del barranco, es la de una cabra agonizante. El contraplano es el de una mujer y un niño, tomados en contrapicado, y que suponemos contemplan la cabra muerta bajo el puente, luego dan media vuelta y regresan a la cueva en la que viven.






Durante el rodaje, en este barranco que cruza la ciudad como una herida, conocimos a un escritor nórdico que, con una beca de su país, vivía aislado en una de las cuevas del barranco escribiendo su novela. Robaba la luz de uno de los postes y escuchaba música clásica que reverberaba a lo largo del barranco, mientras otras personas más necesitadas reventaban un canal para beber agua y hacer la colada. Personajes de carne y hueso que no nos atrevimos a retratar. Breton, además de su celebrada ascensión al Teide, debería haber visitado el inframundo, donde habría encontrado inspiración para sus mitos.
“Un film solo puede ser surrealista si tiene la fuerza emocional y conmocional de un mito” dejó escrito Breton, bajo los efectos de las primeras incursiones de Buñuel en el cine, pocos días después del tumultuoso estreno de L´âge d´or. Antes que él, y en comparación, todo habían sido jueguitos de niños de papá con una flamante cámara de cine, al ralentizar o aumentar la velocidad de las tomas, girando la cámara y poniéndola al revés, concediéndole el movimiento a aquello que ya habían experimentado con la fotografía.
Quizás lo que hemos hecho nosotros, muchos años después, no haya sido otra cosa que ingenuas piruetas, juegos de artificio sin el aliento visceral de aquellos visionarios, empeñados, también nosotros, en romper el ilusionismo del cine al reivindicar una magia mayor y más profunda, marginando el argumento (falacia pequeñoburguesa) en pos de una poética del sentido.



Fotogramas de "La ciudad interior" (1994)