sábado, 3 de febrero de 2018

VIDA Y MUERTE EN EL CATÁLOGO 2018

Como cada año, Canarias Cultura en Red, a  través de un jurado externo, esta vez compuesto por gestores de festivales y muestras afines en la península, selecciona un puñado de cortometrajes con una doble finalidad, mostrar en el exterior el cine que se está produciendo en Canarias ahora mismo y presentar estos cortos en los diversos festivales de cine de todo el mundo para que puedan ser seleccionados, mostrados al público, y acceder a premios, a través de la empresa Digital 104.

Este jueves se presentó el Catálogo 2018 en el Espacio Cultural Aguere, bajo los auspicios de una lluvia torrencial que sin embargo no arredró a unos espectadores interesados en el cine que se hace en su tierra, con bufandas, gorros y algunas mantas, que no sabían qué hacer con sus paraguas, y que, sin llenar la mítica sala 3 de proyección, supo envolverla con el calor de sus aplausos al final de cada corto y las risas cómplices que generaron las presentaciones que los directores hicieron de sus trabajos al inicio del acto y sus respuestas a las preguntas de los espectadores al final del mismo.
Algunos de los cortos ya se habían podido visionar en diversos festivales y muestras de Canarias, como “El gigante y la sirena” en Tenerife, “El mar inmóvil” en Lanzarote o “Los colores de la nieve” en Las Palmas de Gran Canaria, otros constituían un estreno absoluto, pero lo interesante era verlos todos juntos, confrontándose las diversas propuestas en una sucesión a priori arbitraria que conforma una determinada mirada en el espectador, de la misma manera que una determinada sucesión de secuencias conforma y da sentido a una película.
La primera impresión que ofrecían era la de solidez (un espectador habló de coherencia), incluso de oficio, como si el trabajo de los diversos equipos detrás de cada una de las producciones, en esta engañosa catalogación entre equipo artístico y técnico, hubiera llegado, a lo largo de los diversos catálogos, a un grado de excelencia, que se podía palpar en una fotografía mimada que casi te hacía olvidar su procedencia digital, ese rodaje al filo de la luz de “El gigante y la sirena” con su fotografía agrisada a tono con el hilo narrativo, o este gran simulacro de película china que constituye “La muñeca rota” emulando la imagen evanescente de un Yimou,  las electrizantes imágenes nocturnas de “Smoking Break” a la manera de algunas películas de Winterbotton, o la misteriosa decantación de lo real en lo onírico en los encuadres de las salinas de Lanzarote de “El mar inmóvil”.
Me impactan las localizaciones en algunos cortos, en su propósito de configurar una realidad inventada, creíble y al mismo tiempo metafórica.
Macu Machín extrae de un pasaje de Agustín Espinosa la posibilidad de recrear una isla inventada a partir del paisaje y sus gentes de la isla de Lanzarote, en una superposición de los dos planos, real y onírico, en un mismo encuadre, utilizando varios mecanismos, en la relación de la imagen y la banda sonora, en la relación de figura y fondo en un mismo encuadre, o en el descentramiento de las propias imágenes, a partir de la propia estrategia de Agustín Espinosa, figura clave del surrealismo en Canarias, en su texto “Lancelot 28º-7º”, donde mezcla el costumbrismo con la invención surreal, como cuando afirma que en su Lancelot inventado la sal “se pesca”.

Macu Machín, directora de films de observación, apegada a la realidad socioeconómica que la rodea, hace el camino inverso, desde el costumbrismo a la ensoñación. Al inicio del film encuadra frontalmente a dos mujeres de campo sentadas frente a su casa, una de ellas apresa a una cabrita y la mantiene contra su cuerpo mientras el perro de la casa se pasea indolente recorriendo el encuadre de un lado a otro. Macu Machín deja que transcurra el tiempo, un tiempo inmóvil que ya desde el título del corto se nos anuncia, y que los encuadres posteriores de las salinas corroboran. 
Se nos propone de entrada una suerte de documental etnológico sobre el trabajo de extracción de la sal, y así contemplamos el quehacer de un trabajador con la pala, alisando uno de los conos blanquecinos que puntean el paisaje. Pero ya muy pronto la cámara se desdice, y el hombre se va desvaneciendo mediante un cambio de foco que privilegia las líneas convergentes de los montículos blancos, mientras mucho más allá, en la planitud lejana del horizonte, se deslizan los automóviles como maquetas.
De modo parecido, las cuatro propuestas más narrativas huyen del academicismo fácil y se arriesgan en una puesta en escena capaz de construir una realidad inventada.

Roberto Chinet, en “El gigante y la sirena”, se propone hacer converger dos mundos, dos realidades. En uno de ellos un personaje se detiene en la carretera para recoger a una chica desorientada. En otro un niño se esconde en la habitación de un hospital para leer el cuento que primero soñó y luego puso por escrito, con el fin de trascender su propia realidad y poder asomarse al mundo de otra manera. 
Una historia se desarrolla en la cercanía del mar, a esta hora en que todo se desdibuja y las personas se convierten en siluetas contra el sol poniente. Aunque presuponemos que se trata del segmento fantástico, la manera en que está filmada la naturaleza, la textura de las rocas, la presencia del faro, la casa en el promontorio, adquieren gracias a la fotografía una resonancia vital, un mayor grado de realidad, que contrasta con los colores apagados y la penumbra constante de la habitación hospitalaria en la que el niño se refugia.
La voz del niño narrador nos cuenta que coexisten con nosotros seres asombrosos de cuya existencia no nos apercibimos, de tal manera que cuando descubrimos al hombretón acodado en la barra del bar asumimos que se trata de uno de estos seres, y que cuando este detiene su automóvil para invitar a la chica a subir, entendemos que quizás sí, que este va a ser un encuentro trascendente, que podría ser la sirena del cuento. Pero el desarrollo de la historia no acaba de encajar con los arquetipos conocidos. 
Es un cuento cruel, contado de modo crudo y realista, apoyándose en el tratamiento de la luz y en la interpretación de los dos actores, en su manera cortante de decir sus frases, en las miradas y gestos, en la presencia casi mineral de Antonio de la Cruz, en la vulnerabilidad de Aída Ballmann, en los ojos del pequeño Leo Ramal, en la ambivalencia de sentido. ¿Qué es, a fin de cuentas, lo real?


Coré Ruiz desempolva en “Osito” una idea que le rondaba hacía tiempo, planificar un diálogo campo contracampo a destiempo, de modo que en cada plano se escuche la voz fuera de campo de su oponente, dándole prioridad a la reacción del otro cuando escucha. Este dispositivo juguetón, junto a un montaje casi paroxístico, obsesivo, de planos de detalle de objetos y fragmentos de la anatomía de los personajes, está al servicio de una historia macabra, donde el sexo y la sangre se combinan para rarificar un tempo de amores obsesivos y pasiones enfermizas, casi pornográfico en la mostración de los fluidos corporales y los primerísimos planos. Otro de los trucos, a los que Hitchcock era muy aficionado, consiste en mostrarnos un plano asqueroso y sanguinolento para cortar acto seguido a un plato apetitoso que uno de los personajes engulle con delectación.

Sin embargo, la suma de estos procedimientos de montaje, donde el espectador espera escuchar al que habla, mediante una pirueta del montaje que le hurta el movimiento de los labios, la fragmentación de los  cuerpos planeada desde la story board, que invita a mirar y al mismo tiempo escamotea la mirada,  y el exceso guiñolesco del argumento,  consiguen distanciarlo del horror, transmutándolo en comedia que invita a la risa.
En “Smokimg break” Iván López desarrolla el encuentro azaroso entre dos jóvenes en clave naturalista, que la puesta en escena desdice en cierto modo. Ya sobre la pantalla en negro asistimos al rompimiento de una pareja al escuchar las voces quebradas, casi histéricas, de los dos jóvenes.  Unos pocos planos nos los muestran al poco tiempo, pegados a sus móviles, en lugares distintos de una ciudad sin nombre. Él, imperioso, le pide una segunda oportunidad. Corte brusco a los títulos de crédito.

A partir de ahí le seguiremos a través de la noche por un parque de atracciones y su posterior inmersión en una discoteca. Las luces de neón, los contraluces violentos, el montaje quebrado, las personas como sombras pasando a su lado o moviéndose sumergidos en la música. Es una secuencia inmersiva, que Iván López rodó tres años después de haber rodado la parte central del corto, que crea el clima adecuado para el encuentro de los dos protagonistas en el pasadizo de entrada a la discoteca, donde ambos han salido a fumar.

Esta segunda parte rompe con la estridencia anterior mediante un plano secuencia fijo en el que se desarrolla buena parte del diálogo. Los chillones tonos rojos y amarillos dejan paso a una atmósfera azulada que tiñe los rostros, como en un acuario. Es un acierto la elección de este lugar inhóspito, como una pasarela que podría haber pertenecido al hospital de “El gigante y la sirena”, un lugar de tránsito entre dos mundos, el mundo vital y acogedor de la discoteca, cuya puerta cerrada entrevemos al fondo, y la frialdad del exterior, ese otro mundo al que el joven se va encaminando, como la mujer moribunda del corto de Chinet. También aquí la mujer deberá enfrentarse a lo inverosímil, a lo fantástico.

“La muñeca rota” de Daniel León Lacave, cuyos últimos cortos han estado en anteriores catálogos al igual que Iván López,  fue sin duda la sorpresa de la noche, pues nadie se esperaba una producción canaria que podría muy bien hacerse pasar por una película rodada en China o, en el mejor de los casos, por una coproducción chino-canaria.   
De tarde en tarde, el cine canario, en un exceso de autoconsciencia, se pregunta por su existencia. Ya pasó en los años 70, cuando los amateurs superochistas pensaban que estaban inventando el cine canario, y también está sucediendo ahora, tras una explosión incontrolada de lo digital, que ahora se amansa, y los cineastas se agrupan, conceden premios, hay encuentros y cursos de cine, críticos que unifican sus recursos en una revista de cine canario como una guía para los cineastas, se suceden nuevas generaciones de jovencísimos cineastas que se buscan la vida en las redes. Y surge la pregunta trascendente: ¿somos?, ¿qué somos?
Si esta selección de cortometrajes representa el cine canario que se hace, la discusión bizantina entre cine local o universal salta en pedazos al confrontarla con “La muñeca rota”, pues la presunta canariedad solo podemos vislumbrarla de refilón en los nombres de los títulos de crédito, sobre todo en los nombres de las niñas chinas adoptadas por parejas de canarios, en los que coexiste el nombre occidentalizado con las raíces de los apellidos de cada una de ellas, en un vano intento de cordón umbilical simbólico que les recuerde su procedencia. Niñas canarias sin embargo, con el deje de cada una de las islas, que constituye una realidad en la Canarias actual.
¿Y el tema del corto? ¿Qué relación guarda con Canarias la explotación de estas niñas en un taller de confección de muñecas en el otro extremo del mundo?

“La muñeca rota” sorprende asimismo por su rara perfección. A Daniel León Lacave le interesa el cine social, lo hemos visto en “Ruido” y en sus largometrajes “Crónicas del desencanto” y “Los días vacíos”, pero también ha rodado algunas piezas donde ha mimado más la puesta en escena, tanteando el lado oscuro de la existencia, como en “Ángeles”. Podríamos decir que unas iban dirigidas al hemisferio izquierdo de nuestro cerebro, al lado racional, mientras que las del segundo tipo apelan al lóbulo de las emociones.
Su última producción, sin embargo, mediante un encaje casi perfecto entre las intenciones pedagógicas y su andamiaje estético, logra en el espectador una interrelación entre la poesía de sus imágenes y el sentido último de la denuncia social, dejando que la intuición que siempre guía al espectador genere sus propias metáforas: la muñeca rota, la infancia rota, las ilusiones rotas, y sin embargo, esa reconstrucción minuciosa de la niña sobre el cuerpo inerte de la muñeca, la muñeca como espejo que le devuelve la ilusión perdida.

Y todo ello mediante el poderoso rostro de la pequeña actriz Yanai Cruz que vehicula todas las emociones. Y una planificación medida, estilizada, el aprovechamiento de su formato panorámico como nunca se había visto en el cine canario, esa panorámica cuando la niña entra en la casa que mantiene en el encuadre los dos ámbitos, el vestíbulo en penumbra y la cocina tamizada por el humo de los fogones, los silencios solo rotos por el ruido constante de las máquinas de coser, el estallido seco de una bofetada o la reprimenda de la madre. Como en los cortos anteriores, el trabajo concienzudo del director de fotografía confiere vida (y sentido) a la narración.
Hay una idea de la muerte que atraviesa el cuerpo de los cortos seleccionados, la muerte como tránsito y transformación en “El gigante y la sirena”, la muerte y despedazamiento del otro en “Osito”, la desaparición del paisanaje y su mutación en cuerpo poético en “El mar inmóvil”, la muerte de la infancia y su superación por el doble en “La muñeca rota”, la lucha por la vida en “29 de febrero”, el reconocimiento del yo a través del otro en el umbral de la muerte en “Smoking break” y la construcción del mundo por el lenguaje ante el caos y la desaparición en “Los colores de la nieve”.


El documental “29 de febrero” de Ángel Valiente, productor de “La muñeca rota”, nació como un encargo del colectivo del mismo nombre que el cortometraje, constituido por agricultores en el norte de la isla de La Palma para defender un precio justo para el plátano. Ángel Valiente graba a uno de ellos en la platanera con su cámara manteniendo la toma mientras el hombre va cortando las hojas secas con un machete. Es un trabajo laborioso. También le vemos cortando la flor en el extremo de cada uno de los plátanos mientras van madurando. O quitándole los hijos, esas nuevas plantas que podrían arrebatarle la fuerza a la planta principal. Si las plataneras fueran personas sería algo salvaje, incivilizado.

El personaje central del corto tiene algo así como dos vidas. Se mueve entre el cuidado de las plantas durante el día y el cuidado de las personas por la noche, su madre enferma y una tía de 102 años. Como esos dos mundos que se pliegan uno sobre otro que hemos visto en los demás cortos, lo real y lo fantástico en “El gigante y la sirena”, lo rural y lo surreal de “El mar inmóvil”, lo íntimo y lo socializado en “La muñeca rota”, lo pasional y lo inerte en “Osito” o lo vital y lo enfermizo de “Smoking break”, también aquí los caminos discurren en paralelo, constituyéndose en metáfora de la vida, en una filosofía de la vida, que cada cineasta gestiona como puede.


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Quizás todo sea una construcción, como afirma Cris Noda en “Los colores de la nieve”, la pieza más corta de la velada, de apenas dos minutos, un corto reflexivo, que condensa muchas horas de ir dándole vueltas a una idea, una idea que se enrosca en sí misma, porque las muestras de nieve distintas que se muestran en el film son a su vez construcciones, puro artificio artesanal, con la apariencia de las diversas clases de nieve que los inuits, los habitantes de las regiones árticas de América, discriminan del blanco, de la misma forma que los habitantes del desierto o de las selvas amazónicas disponen de muchos nombres para orientarse en una naturaleza casi igual.