Este jueves tuvimos la oportunidad de ver en Tenerife los
siete cortos que van a formar parte del catálogo 2013-2014 Canarias en Corto,
promovido por el área de Cultura del Gobierno de Canarias, una fórmula que ha
permitido la distribución de cortos canarios a nivel internacional y su
presencia en festivales de prestigio de todo el mundo.
A lo largo de estas nueve ediciones han pasado muchas cosas,
la más importante ha sido el desmantelamiento de la ayuda a la producción de
películas, tanto de cortos como de largos, de la que se nutría, en una segunda
fase, el correspondiente catálogo anual, tras una selección realizada por una
serie de expertos, no siempre los mismos.
Durante los últimos años se han ido modificando los
requisitos de presentación de los cortos, ya en las bases del catálogo
2010-2011 no era imprescindible contar con una copia en 35 mm., sino que podían
presentarse cortometrajes digitales. En esta novena edición ya no es preciso
contar con el paraguas de una productora que avale el trabajo, una queja
continuada de algunos cineastas, pues cerraba la puerta a otros cortos, quizás
más interesantes, pero realizados de forma independiente.
Ya hace un par de años analicé en este mismo blog el
catálogo 2011-2012, no desde el punto de la calidad de los cortos, siempre
discutible, sino tomados como síntoma de las preocupaciones, tanto temáticas
como estilísticas, de los cineastas en activo.
Aunque se presenten como tales, los cortos no representan lo
mejor de la cosecha de este año, sino que son el resultado de una valoración,
siempre subjetiva, de las personas seleccionadas para ello, en su calidad de
expertos. Además, este año quizás la selección no haya sido muy representativa
de lo que se ha estado rodando en estos últimos meses, pues solo se habían
inscrito 18 cortos, de entre el centenar de cortometrajes anuales que se
realizan en el archipiélago.
Muchos cineastas prefieren distribuir ellos mismos sus
trabajos. El hecho de que ya no sea necesario enviar los cortos físicamente a
los festivales, la existencia de plataformas on-line que facilitan la
inscripción y la posibilidad de alojar los vídeos en la nube, le han arrebatado
protagonismo a la iniciativa de Canarias Cultura en Red, tan imprescindible en
los primeros años.
Otros motivos podrían encontrarse en la desconfianza
creciente de los cineastas en los criterios de la elección de los “expertos” y
en los propios criterios de los expertos a la hora de seleccionar los
cortometrajes. En esta ocasión, las personas elegidas fueron tres cineastas y
dos gestores de eventos cinematográficos (uno de Tenerife y otro de Las
Palmas), cuya labor ha sido precisamente la de seleccionar cortometrajes.
Las preferencias de cada uno de ellos influye claro está en
la elección, y no solo en cuanto a la valoración de las calidades técnicas y
artísticas de cada uno de los trabajos, sino en la propia consideración de lo
que tiene que ser un corto. Hay quien piensa que la virtud de una película está
en contar bien una historia, utilizando los recursos del propio medio, mientras
que para otros el cortometraje debe ser un campo de experimentación. Aunar estos
dos criterios debería se la labor tanto de críticos de cine como de pedagogos,
pero la realidad es que esta dicotomía se está polarizando.
Está claro que también se piensa en los gustos del público,
en llenar una sala y contentar a los políticos de turno que han apostado por
disponer de un festival de cine como escaparate ante el mundo.
presentación del catálogo en el Espacio Cultural Aguere
En aquella ocasión detecté un ensimismamiento de los
cineastas, con la puesta en escena de narrativas generacionales: conflictos
amorosos, nostalgia del pasado o los miedos inherentes al paso a la madurez y a
la integración laboral, que seguramente pesaban sobre una generación de jóvenes
realizadores que, tras una década de actividad, empezaban a ser conscientes del
paso (y el peso) de los años.
Es muy posible que las expectativas de integración laboral de estos jóvenes cineastas no se hayan cumplido por una crisis que va durando demasiado tiempo.
De este modo, las preocupaciones temáticas de los cortos
vistos en el Espacio Cultural Aguere se circunscriben a tres cuestiones
relacionadas entre sí: la presencia determinante de la crisis en la propia
narrativa, el descubrimiento de la
importancia del contraplano (lo que está al fondo, lo que no se ve), y la
presencia de diversos tipos de ensoñaciones (lo que me gustaría que fuese).
El título “El tipo del fondo” explicita ya la temática del
inclasificable cortometraje de José Medina, que consiste en la presentación de
una serie de fotografías y su posterior deconstrucción. Ese tipo insignificante
que habita sin pedir permiso las miles y miles de fotos que se disparan
diariamente, se hace presente en la mayoría de los cortos seleccionados.
En el corto de animación “La trompeta”, son los tipos que
vemos suicidándose por doquier, el vecino que se cuelga de la lámpara sin que
nadie repare en él, o los que se lanzan desde lo alto de las azoteas, al fondo
del encuadre, mientras la cámara parece seguir al protagonista en sus idas y
venidas por la ciudad. y siempre como de pasada, sin subrayar estas cosas “que
pasan” alrededor de uno. Es un detalle macabro que nos hace gracia precisamente
porque convivimos con ello.
Los maniquíes de “Plástico reciclable”, elevados a la
categoría de protagonistas, no dejan de ser seres inertes a los que nadie mira
a la cara, al otro lado del cristal de los escaparates, testigos mudos del
deambular cotidiano de consumidores preocupados por su aspecto exterior, y que
miran sin ver a los maniquíes.
En este corto, son los seres de carne y hueso los que
deambulan cual fantasmas, apenas entrevistos, tipos relegados al fondo del
encuadre, o despedazados (una mano, unas piernas), o desenfocados (el basurero,
la pareja que se besa).
En el documental “Caballo de mar” la voz del narrador se
erige omnipotente, mientras que de su poseedor tan solo entrevemos una mano que
duda o mueve las fichas sobre el tablero de ajedrez, mientras las imágenes de
los rincones del barco sin bandera se multiplican llenando todos los
intersticios del documental, que la intermitencia de una música inmisericorde
se encarga de machacar, todo ello para reforzar la idea del extrañamiento del marino
sin patria, un tipo del fondo en el que nadie se fijaría, desaparecido no solo
del barco sino también desalojado del encuadre.
En “Golosinas,” resultado de un taller de cine en Los Realejos, lo sabremos al final. Hay un personaje casi
insignificante pero que sobrevuela todo el metraje, explicando, si algo había
que explicar, los actos del protagonista, y es la presencia de la niña, siempre
presente, aunque en el interior del vehículo aparcado frente a la gasolinera, y
que el director evita encuadrarla, a pesar de que el corto comienza con el hombre
apoyado en la carrocería del automóvil.
Es esta tensión entre lo que el encuadre deja ver y aquello
que queda fuera, al otro lado del encuadre, la palanca que moviliza el sentido
de un film, de atrás hacia delante, dejando que los significados se vayan enfocando
o desdibujando en la mente del espectador, que es donde todo discurre, más allá
de lo se ve en cada instante en la pantalla.
Este mecanismo primordial del cine es lo que “El tipo del
fondo” pone en escena, dejando al desnudo el engaño, como un truco de
prestidigitador sofisticado, mostrándonos algo sin importancia (para el relato)
y escamoteándonos lo principal, dirigiendo la mirada del espectador hacia el
centro del encuadre, seducidos por la sonrisa de felicidad y satisfacción de
aquellos personajes que han alcanzado el cielo (y con los que nos
identificaríamos de buena gana), mientras que el verdadero protagonista de la
historia es ese tipo insignificante (o sea, yo), desengañado de la vida,
sometido a las vejaciones cotidianas de la crisis, impotentes por alcanzar el
centro de atención de que gozan los (pocos y guapos) triunfadores que viven en
las pantallas mediáticas.
El fondo destaca a veces sobre las imposiciones narrativas
del género, como en “Progreso al pasado”, un híbrido entre la comedia, el
trhiller y la ciencia ficción, dirigido por Edgar García. Más allá de los chistes fáciles y el buen hacer
de un actor, lo importante son las figuras fantasmales que deambulan por los
recovecos del encuadre, los chicos que van o vienen del instituto, las malas
hierbas enseñoreándose por los patios y los muros desvencijados, la vida
cotidiana que bulle, supervivientes del estallido social.
Signo de los tiempos, en estos cortos hay sueños o
ensoñaciones que tratan de poner fronteras al deterioro personal y frenar el
advenimiento de la locura, una forma de vencer el desánimo (como ir al cine,
por ejemplo). “Progreso al pasado” nos sitúa en un futuro distópico donde el
euro es un recuerdo de la Arcadia perdida, y en el que reconocemos buena parte
de nuestro presente. Un final sorpresivo que no desvelaré nos enfrenta a un
futuro no tan solo inscrito en el presente narrativo sino que se configura como
la pesadilla del presente del espectador actual.
“Un día cualquiera”, el último cortometraje de Nayra Sanz, comienza con la descripción de un mal
sueño que la protagonista intenta explicitar a su pareja, un sueño que, como
casi siempre ocurre en el cine, tendrá relación con el mal que devora a la
mujer.
En “La trompeta”, el músico venido a menos rememora los
tiempos gloriosos, a partir de las fotografías colgadas en las paredes. De
alguna forma, esta trompeta que le han regalado tiene la facultad de convertir
en presente aquel pasado recordado (lo que hace el cine).
La tensión entre lo que se muestra y lo que se sugiere es
también la base de “Un día cualquiera”, expresado aquí de una forma extrema, y
que dio pie, off de records, a una discusión apasionada sobre la falta de ética
en el tratamiento argumental y visual de la bulimia, la enfermedad que aqueja a
la protagonista de este corto que transcurre, fiel a su título, durante una
jornada, desde el despertar de la protagonista hasta la noche.
Durante la primera mitad del corto se nos describe a una
mujer con una gran inseguridad emocional, que sugiere un grave trastorno sin
mayores explicaciones.
La primera imagen del film es su rostro recostado en la
cama. Es un plano largo, que nos permite asomarnos a la palidez de la cara, a
su mirada perdida, a las ojeras que se hunden en un rostro sin embargo hermoso.
Es una imagen que nos trae el
recuerdo de las mujeres soñolientas y sensuales de la pintura del XIX,
aquejadas de misteriosas enfermedades.
Esta ambigüedad del comienzo, tan estimulante, choca
violentamente con un plano secuencia que describe de modo totalmente explícito
el episodio más característico de la bulimia, obligándonos a contemplar cómo la
mujer come compulsivamente y sin control durante varios minutos y cómo acto
seguido, sin corte alguno, se
provoca una serie continuada de vómitos de gran aparatosidad sobre la taza del
váter. Es un plano con una clara intención provocativa, que actualiza el debate
sobre la ética de la mostración de la barbarie, ahora que los nuevos bárbaros
dinamitan el buen rollo de las redes sociales mostrando decapitaciones en
directo.
A estas alturas, ¿es suficiente sugerir el vómito o
necesitamos que el plano dure lo necesario para que llegue a ser desagradable
y, fascinados ante lo innombrable,
no podamos apartar los ojos?
Quizás, a fin de cuentas, el corto no nos hable de la
bulimia sino de otra cosa, la bulimia como metáfora de la condición humana en
tiempos de crisis, esa crisis de identidad que llevamos años sufriendo sin ser
conscientes de ello, y de la que la crisis actual, social y económica, nos ha
despertado.
Otro tema es el del abuso en la utilización de los actores,
más allá de sus habilidades como comediantes, obligándolos a recrear, sin
ningún truco por medio, la vida misma, donde la ficción se tropieza con lo real,
en la huida de algunas películas del exceso de lo virtual.
Recuerdo las declaraciones de las dos actrices de “La vida
de Adele”, quejándose de la tortura del rodaje de las escenas de sexo, que se
alargaron durante una semana entera, en la búsqueda personal del director del
film de un atisbo de verdad entre tantas repeticiones. Y sin embargo, allí a
las actrices se las proveía de prótesis como barrera, para que no
experimentaran una verdadera excitación, mientras que en “Un día cualquiera” la
actriz se atracaba realmente de comida y acto seguido se provocaba ella misma
el vómito ante la cámara.