lunes, 14 de septiembre de 2020

DESPUÉS DEL DILUVIO: RODAR EN TIEMPOS DEL COVID

Llega el mes de agosto y nos vamos haciendo a la idea de que la cosa va para largo. De modo que recupero un guión que escribí en enero y me pongo a adaptarlo para los tiempos de la nueva normalidad, ese oxímoron que nos define como especie amenazada. Y, oh sorpresa, resulta que el guión es una historia sobre el después del covid, y eso sin tocar una coma. Lo titulé en su día Después del diluvio, pensando en una calamidad en ciernes.





La adaptación, a fin de cuentas, se refiere a cómo vamos a rodarlo. Hace unos meses me había hecho a la idea de que el 2020 iba  a ser un año huérfano de rodajes, aunque el documental improvisado La formiga 28 que rodé en Barcelona a finales de febrero, al filo del desastre, me iba a servir para que en mi filmografía no se saltase ningún año.

Pero el mundo gira y nada se está quieto. El rodaje de la serie Hierro se reanuda acompañado de mil precauciones para no contaminar un isla virgen. En La Palma se celebra la fiesta del cine de guerrilla con un Festivalito a todo gas, con la mayor producción de cortos de toda su historia, que ya abarca dos décadas. El cine es presencial o no se hace. Emerge el cine casero y va a festivales. 

También un cine sin actores, incluso sin presencias humanas (o casi). Me llega un mediometraje grabado en Buenos Aires en el que la cámara indaga el espacio interior en la búsqueda de perspectivas nuevas que descubran otro mundo en lo cotidiano. Muebles vistos desde el suelo como rascacielos, libros y discos amontonados, objetos que han perdido su razón de ser, en definitiva el azar que nos rodea.

Hace casi dos años estábamos rodando Teatro de sombras, que muchos vieron como la excelencia del Cine Leve, donde la exigencia y el azar producían un objeto hipnótico fuera del alcance de todos los que intervenimos en su creación. Partía de un guión post apocalíptico, donde la protagonista (Cristina Piñero) se había quedado sola en una tierra devastada y buscaba desesperadamente otra voz mediante una emisora de radiofrecuencia, para encontrarse con los fantasmas de su pasado. Durante el rodaje y la posterior edición experimentó un proceso alquímico de eliminación de lo superfluo y anecdótico para dejar tan solo los rescoldos de una pasión ya consumida. En la casa se representaba una y otra vez el desastre pasional como en un círculo infernal. Cuando los personajes abrían la puerta para marcharse se disolvían de inmediato en la blancura cegadora del exterior quemado.

En Después del diluvio regreso a estos personajes como si, después del desastre, volvieran también ellos a la casa como si hubieran pasado mil años. Después del diluvio es algo así como el reverso de Teatro de sombras. Si allí los personajes no podían salir de la casa, ahora les es imposible entrar. En el oxímoron del presente es imposible recuperar el pasado.




Y, como en el anterior cortometraje, lo que ha resultado de este rodaje poco le debe al guión primitivo. Había imaginado el museo de la Casa de Carta en Valle de Guerra como el escenario ideal para esta historia de un pasado petrificado, un pasado que solo se puede entrever visitando las estancias que antes albergaron la vida que ya fue.

Un día, visitando a unos amigos de La Laguna, descubrí un entorno muy distinto, una casa rodeada de jardines en un estado de semiabandono. Los personajes de mi guión regresarían a su casa. El entorno socializado de la Casa de Carta, emblemático de un mundo rural ya desaparecido, se concretaría ahora en el entorno del hogar, un lugar ahora inhóspito, incapaz de acogerlos. Entre el pavor del presente y la emergencia de los recuerdos, los personajes no se reconocen, incapaces de resituar sus vidas.

En esta casa, además, se gestó el mediometraje Vamos a desenmascarar al padre Manolo, bueno, vamos, del equipo Neura en el año 1975, que es parte de la historia del cine canario y también de mi vida porque allí conocí a Laly y decidí quedarme a vivir en Tenerife.

Un cambio tan drástico en la localización supuso también un vuelco en el sentido del relato. Sin embargo, no tuve que hacer ningún cambio más allá de añadir una línea del diálogo. El guión tal cual se adaptaba como un guante a la nueva situación, de la misma manera que la idea del diluvio se acomodaba a lo del covid. 

Necesitaba poner en marcha otro proceso, acomodar la historia a las exigencias de un rodaje en exteriores, evitando en lo posible el contacto físico de los actores. El Cine Leve gana cuando hay impedimentos. Los dueños de la casa nos lo pusieron muy claro: nada de rodar en el interior de la casa. Ningún problema. La casa, ese lugar ahora tan inhóspito, les rechaza. Las ventanas reflejan el jardín circundante y no les dejan ver su interior. La película gana. Había un momento en el que la pareja se acariciaba. Ningún problema. Cierran los ojos y sienten el placer. A fin de cuentas, se trata, como en Teatro de Sombras, de presencias precarias. El placer reside en el recuerdo, algo efímero.



Solo me faltaba que Laly Díaz pusiese en marcha la producción. El equipo tenía que ser mínimo. En realidad, el mismo equipo de Teatro de sombras: los actores Cristina Piñero y Norberto Trujillo, Facun Pérez detrás de la cámara y René Martín con el sonido directo. Laly invita a Daniel León Lacave que vuele a Tenerife y le organiza una estancia en un hotel en Santa Cruz porque no es muy seguro tenerlo en casa. Y el sábado 5 de septiembre, muy de mañana, estábamos los seis en la puerta del set de rodaje dispuestos a hacernos con el corto en un solo día. 

Emma había estado preparando las bolsas individuales con la comida, todo convenientemente desinfectado, los bollitos de desayuno, los capuchinos fríos, las ensaladas y los bocadillos en sus fundas de plástico, las botellas de agua y los vasos cada uno con su nombre, un par de mascarillas por si a alguien se le olvidaba o se dañaban, los geles y la obligación de lavarnos las manos de vez en cuando.




El monitor facilita un cierto distanciamiento, René me pasa unos auriculares que me van a permitir seguir el diálogo a distancia, Facun maneja todo su equipo sin ayuda, se ha traído una ligera grúa que no es más que la mínima expresión de esas máquinas que estudiábamos en el bachillerato. La ayuda de Dani en la dirección, que tan buen resultado dio en el rodaje de Página en blanco y Teatro de sombras, ahora ya con más experiencia en la codirección, resulta esta vez imprescindible, dada mi condición de persona de riesgo. 




La preproducción había sido sencilla, el fácil acceso a la casa me permitió estudiar los cambios de la luz a lo largo del día y fijar el orden de rodaje de las secuencias en los diversos espacios del espacioso jardín. Sin embargo, el día amaneció nublado, pero a las pocas horas el sol caía sobre nosotros y salpicaba de sombras los espacios gracias al follaje de los árboles.


 

Unos días antes había organizado un ensayo virtual muy productivo con los actores vía Messenger, cada uno desde su casa, con el necesario análisis de los personajes en un corto no realista, donde teníamos que tener muy claro cuál era el conflicto que subyacía bajo un diálogo a veces pueril. 

Llegamos con un guión muy planificado, que nos permitía disfrutar con la puesta en escena de los planos en movimiento, con la cámara moviéndose por el escenario o persiguiendo a los actores. A media tarde tan solo faltaba por grabar una secuencia que sobre el guión constaba de nueve emplazamientos de cámara. Como ya ocurrió en Teatro de sombras, pero de una forma más premeditada, les propuse crear un plano secuencia donde el juego de la cámara en movimiento y los actores, entrando y saliendo de cuadro, persiguiéndose alrededor de un árbol, llevase al máximo la tensión del final. Es en este tipo de planos cuando se verifica la compenetración del equipo y permite el disfrute al máximo de la creación en el cine. Un primer ensayo grabado nos afirmó en la decisión que habíamos tomado, y solo faltó la repetición de varias tomas para obtener un plano satisfactorio, donde tanto el reencuadre continuo de Facun, en un plano de por sí muy complejo, y la interpretación de Cristina y Norberto, pusieron el punto final a un nuevo rodaje leve.


 

René Martín afirmó, antes de empezar a rodar, que este cortometraje conforma una trilogía con los personajes de Cristina y Norberto, una pareja siempre en crisis, a los que los veíamos separarse en Página en blanco, sin saber muy bien las causas; ella examinaba los avatares de su relación en el aislamiento de Teatro de sombras, y ahora, después del diluvio, iban a tratar de encontrarse.

A punto de publicar esta entrada, descubro que Dani se me ha adelantado y en su entrada del domingo día 13 de septiembre “La trilogía de la Soledad de Josep Vilageliu” publicada en su blog “Algo que se parece a Cine”, confirma la intuición de René sobre la trilogía (René había dicho que era el director canario con más trilogías, una en los 90 sobre el acto creativo, las “naturalezas” de hace una década, y esta recién terminada).

Lo que más me gusta del texto de Dani es cuando habla del Cine Leve y de la creación en sí: 

“Pero así son las cosas en el Cine Leve. Nada nos pertenece, ni la trama, ni el mensaje ni el resultado final. Todo le pertenece a la Película, como un ente propio independiente de sus creadores.”  

 

 

lunes, 20 de julio de 2020

DOCUMENTAR CON LA CÁMARA: CUENTOS DE HORMIGAS

Este año, a pesar de la pandemia, he tenido la posibilidad de grabar un pequeño cortometraje documental. Es una pieza que documenta la visita al estudio del pintor Joan Parramon con motivo de la confección de las portadas de un libro de cuentos para la Verónica Cartonera.

 

Durante el año 2019 había estado contándoles cuentos a mis nietas, unos cuentos en los que las hormigas eran las protagonistas de las historias. Se los contaba de camino a casa desde el colegio e iba improvisanso sobre la marcha. En una ocasión era una hormiga que quería ir a ver aviones, o se le ocurría salir de noche para encontrar la luna redonda y se hacía amiga de una rana, o le dolía un diente y preguntaba donde había un dentista,  incluso en una ocasión quisieron enviarla a la luna en un cohete.

 




Laly se lo comentó al poeta Carlos Bruno, que había intervenido en el cortometraje Página en blanco, y que junto a Ernesto Suárez y otros amigos llevaban a cabo ediciones muy artesanales, siguiendo la estela de las editoriales cartoneras. Estas ediciones consisten en utilizar cartones de reciclaje en las portadas, de tal manera que cada ejemplar es único, pues el cartón es pintado a mano. La primera editorial cartonera surgió en Argentina, según me cuentan, hace ya más de diez años. Ahora exiten muchas editoriales cartoneras en diversos países, sobre todo en sudamérica, pero también las hay en algunos países de Europa. 

 




portadas de diversas publicaciones cartoneras


Carlos Bruno convino con Laly la edición de mis cuentos, pero en aquellos momentos todavía no tenía ninguno escrito. Esta posibilidad me animó a ir recuperando los cuentos tirando de mi maltrecha memoria y de la de Nicole, que se acordaba no solo de cada uno de los cuentos que le había ido contando durante los últimos meses sino de todos y cada uno de los detalles de cada peripecia.

 

Le envié a Carlos Bruno unos cuantos cuentos, aquellos que había elaborado a toda prisa, y parece que le gustaron. Al poco tiempo se lo contó a Anna González Batlle, que lleva en Barcelona la Verónica Cartonera y con la que llevan años colaborando juntos.  A Anna le convino la idea de una coedición, pues tenía en mente la posibilidad de editar cuentos para niños. En Tenerife la editaría la Cartonera Island y en Barcelona la Verónica Cartonera editaría los mismos cuentos en catalán con un diseño de las portadas distinto.

 

Para que los cuentos tuvieran una mayor coherencia necesitaba una hormiga que protagonizara la mayoría de los cuentos.  A tal fin me inventé una protagonista como hilo conductor y escribí un cuento fundacional que contaba el nacimiento de la hormiga 28. Por otro lado traduje como pude los cuentos al catalán y se los envié a Anna para que los corrigiera.

 

Al poco tiempo Anna se puso en contacto conmigo y nos propuso viajar a Barcelona para que viéramos las portadas que estaba elaborando Joan Parramon, un pintor amigo suyo.  La edición iba a constar de cien ejemplares y por lo tanto Parramon tenía que pintar cien portadas diferentes. 

 

Íbamos a aprovechar el viaje para visitar a mi hermano y vernos con algunos amigos, entre los que se encontraba Pep Melendres, mi amigo de la Escola del Mar con el que había rodado los primeros cortos. Fue Melendres quien me incorporó al mundillo del cine en Barcelona, pues yo estudiaba en la universidad laboral de Tarragona en regimen de internado. Mi primer aprendidaje teórico fue con un cursillo sobre Cine Infantil que se impartía en la prestigiosa Escola Aixelà y en el que conseguí colarme sin matricularme en el año 1967. Allí conocimos a la fotógrafo Montse Faixat que nos produjo un corto infantil que finalmente resultó una película social con niños (y no para niños) 


Jugar con juguetes (1967)

 

Nada más aterrizar en el Prat el 19 de febrero empezaron a llegar noticias de la progresión incontrolada del coronavirus en Italia. En Tenerife ya habían confinado un hotel por la llegada de varios turistas italianos. No obstante, parecía que en España la epidemia podría estar controlada. En el ascensor del hotel coincidíamos a veces con parejas que hablaban chino y otras veces italiano, y la intranquilidad iba en aumento cada día que pasaba. Yo me imaginaba el avance  del virus cruzando los Pirineos como si tal cosa y acercándose a Barcelona. No obstante seguimos con el plan de visitas.

 

El jueves 27 de febrero nos reunimos con Anna en una cafetería frente a la Catedral y cogimos un taxi hasta el estudio de Joan Parramon, ubicado en los bajos de un edificio cerca del barrio de Horta. El estudio era pequeño y en las paredes no quedaba un espacio libre, cubiertas con las pinturas de Joan. También había cuadros apilados en el suelo, sobre alguna silla y apoyados en las paredes. El suelo estaba completamente cubierto de pintura.


Joan Parramon en su taller con Laly Díaz y Anna G. Batlle

 

Anna me había sugerido documentar con la cámara nuestra visita, seguramente para utilizar alguna imagen en las redes sociales y para su archivo. Como no sabía con qué me encontraría, me llevé la cámara Sony Alfa previendo poca iluminación. En efecto, en el estudio, una especie de garaje alargado, solo había un par de bombillas colgadas en el techo. La puerta daba a una calle con tráfico pero el sonido apenas llegaba al interior.

 


de izq a dcha: Anna G. Batlle, Joan Parramon y yo


Acostumbrados como estamos a que siempre hay alguien grabando con el móvil, enseguida se olvidaron de mí, y me encontré recogiendo, tanto con mi móvil como con la cámara, el proceso creativo de Joan con total libertad. Laly con sus preguntas y Anna con su agradable conversación interactuaban con el pintor mientres este hacía su trabajo. La conversación fluía por sí sola. Lo que más me interesaba era la naturalidad de la situación, poder captar el paso  del tiempo. Mi larga experiencia grabando a mis nietas, intentando recoger su manera de ser más íntima, guiaba los puntos de vista desde los que captar el momento, mediante planos medios del pintor frontales y laterales, que me permitían visualizar la interacción de Anna, preparando los cartones, y de Joan, y de planos más distanciados, de conjunto, para relacionar al pintor con su lugar de trabajo.



 

El dilema que se me presentaba era que de alguna manera yo también estaba en el set, yo era sujeto y objeto al mismo tiempo, pues los dibujos de Joan surgían de la lectura de mis cuentos, y de vez en cuando, en medio de la conversación, se hacía alusión a la hormiga 28. Ya antes de ponerme a grabar, había estado conversando con el pintor sobre sus cuadros, comentándole mis impresiones.

 

Del asunto de la técnica se pasó sin darnos cuenta al tema de las hormigas, su presencia en la casa de campo de Joan o en la cocina de Anna, para ir derivando hacia consideraciones más generales, pasando por el divertido relato que hizo Anna sobre algunos de los turistas que había albergado en su casa. Casi hacia el final de la mañana, se me quedó la cámara grabando sin advertirlo, y fue cuando yo pude hablar con más libertad, haciéndoles partícipes de dos nuevos cuentos que había escrito y que ellos no conocían. 

 



Estaba previsto que nos marcháramos el domingo, pero coincidió con un episodio de calima en Canarias y suspendieron todos los vuelos. Yo ya me temía que no pudiéramos escapar, con el coronavirus pisándonos los talones. Nos acogieron unos amigos, que la principio pensaron que el cierre de los aeropuertos era por el virus. 

 

Ya en casa, y al revisar el material, me pareció más interesante que en el momento de grabarlo, pues al editarlo adquiría cierta coherencia. Aproveché el sonido de la toma que se había grabado “sola”, con mi valoración de los dibujos de las hormigas, utilizando detalles de las fotografías que hice de alguna de las portadas, y con tomas realizadas con el móvil, cubriendo la imagen defectuosa. El azar, de nuevo, me había proporcionado una banda de sonido muy valiosa, que de otro modo habría desechado.

 

Se me ocurrió darle un giro al documental, grabando unos planos “subjetivos” de las hormigas que ilustraran la sinopsis que yo había hecho de dos de los cuentos. Lo hice en el jardín de casa, donde suelen jugar mis nietas. Laia y Mireia me echaron una mano, desperdigando juguetes entre la hierba y que la cámara descubría en su avance a ras de tierra. En un momento dado, se asomó uno de los gatos, se quedó mirando la cámara y se dio la vuelta. Otra vez el azar.

 

Le pasé el material editado a varios amigos, por si lo valoraban como material autónomo, más allá de las intenciones iniciales. La discusión con el realizador y excelente fotógrafo David Delgado me fue muy valiosa, porque yo dudaba sobre si se entendía suficiente la actividad de la cartonera en cuanto a la edición artesanal, y que quizás faltaba una introducción que orientase al espectador. David, más cerca de Lynch que de Agnés Vardà, decía que era mejor que el espectador se fuera introduciendo poco a poco, dejarle vivir una experiencia junto a unos personajes reunidos alrededor de unos dibujos de hormigas sobre cartón.    

 

 

martes, 3 de marzo de 2020

EL SUPER-8 OLVIDADO

Por una rocambolesca concatenación de hechos, la semana pasada tuvo lugar la proyección de La estatua y el perro en el IEHC del Puerto de La Cruz, un mediometraje que realicé en 1974, pocos meses de llegar a la isla, estrenado en el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife en 1975 unos meses después de que hubiera sido prohibida por la censura franquista sin que se pudieran conocer los motivos. Cuando ya entrado el nuevo milenio el Ateneo de La Laguna me dedicó una retrospectiva, se proyectaron todos mis cortos de los años 70 excepto La estatua y el perro, seguramente debido a su larga duración, por lo que se perdió una oportunidad para darla a conocer.

El Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias quería organizar una sesión dedicada al cine de los años 70, dentro de este empeño meritorio de recorrer la Historia del Cine en Canarias mediante ciclos anuales, debates y proyecciones de determinadas películas con la presencia de los directores a lo largo del año, una actividad que la Filmoteca Canaria debería llevar a cabo con mayor intensidad, como una de sus funciones más básicas, la de divulgar el patrimonio audiovisual de Canarias.
Cuando Abel Hernández, coordinador de estos ciclos, se puso en contacto con la Filmoteca Canaria se dio cuenta de las dificultades de conseguir las copias digitales de los cortos, al ser imprescindible el consentimiento de los autores de cada pieza, una mera cuestión burocrática que podría ser resuelta con rapidez si existiera una planificación de proyecciones anuales en diversos lugares de la geografía canaria, organizado por la Filmoteca Canaria o por otros organismos o asociaciones privadas a modo de ciclos itinerantes con las películas agrupadas en bobinas de una hora o una hora y media.
Esta carencia la solventan algunos realizadores actuales, organizando por su cuenta proyecciones con sus cortos en lugares inverosímiles, pero no resuelve la difusión de las películas rodadas en las décadas anteriores, que se van quedando alojadas en los discos duros de los ordenadores o en inestables nubes que podrían desaparecer por los caprichos de las compañías. En estos momentos tan solo están obligadas a ser depositadas en el Archivo General aquellas películas que hayan tenido algún tipo de ayudas o subvención pública, para su conservación y difusión.
Lo que ocurrió fue que yo me adelanté a la petición de los cortos a la filmoteca y le pasé algunos de los míos de aquella década, al tenerlos yo en mejores condiciones pues había restaurado el sonido hacía poco tiempo. Al advertir que no se podía disponer de los otros filmes decidieron proyectar La estatua y el perro, cuya duración es de 55 minutos y permitía un debate holgado posterior.
Eduardo Camacho (izq) y Alberto Omar (dcha) con uno de los actores
A mí me pareció una buena ocasión para desempolvar la película y traer al presente una forma de hacer cine que ha quedado para la arqueología del cine, un cine artesanal que exigía un buen conocimiento de fotografía y cierta habilidad manual en el manejo de los materiales. Los rollos se enviaban a revelar fuera de las islas y se tardaba una semana en recibir por correo los rollos revelados. Era entonces cuando, en un completo silencio, se visionaba el material pata saber si algunas tomas habían quedado desenfocadas, subexpuestas o sobreexpuestas, lo que implicaba rodar los planos de nuevo.
Cincuenta años separan los nuevos espectadores digitales de aquel cine de la materialidad, un cine que algunos añoran y otros lo descubren con algo de sorpresa impostada y le añaden un aura de la que antes carecía. Es un cine vintage, y los defectos de entonces, las rayaduras, las solarizaciones, los súbitos cambios de color, se ven ahora como signos de identidad. Se regresa al formato cuadrado, a los colores Kodakcrome, asociados ahora a lo familiar, a un pasado soñado.

Eduardo Camacho creando los títulos de crédito
Ver de nuevo La estatua y el perro supone enfrentarme a este pasado aureolado, teñido de nostalgia, fue un tiempo para mí de cambio, un cambio sustancial que determinó fijar mi residencia en Tenerife de manera permanente, en medio de un cambio político y social un tanto convulso. 
A los pocos meses de mi llegada ya había rodado un corto con la colaboración de Teo Ríos y había decidido hacer mi particular versión de una obra teatral de un grupo de sordos que se estaba ensayando en el Círculo de Bellas Artes y que su estreno en Lanzarote inauguraría el centro de Arte El Almacén. La obra partía de un libreto del escritor y también director teatral Alberto Omar, y el grupo lo dirigía de un modo visionario Eduardo Camacho, un hombre singular en el panorama artístico tinerfeño que posteriormente sería decano de la Facultad de Bellas Artes.
Una de las características más notables de aquel montaje teatral, que lo hacía único (solo existía un grupo en Rusia nos contaba Eduardo), era la inclusión de la voz de los sordos como materia dramática, una voz extraña a la que no estamos acostumbrados, que en forma de gritos incomodaba al espectador de la obra, allá donde se representase (Arrecife, diversas poblaciones de la isla de Tenerife, Barcelona, Palma de Mallorca, Polonia...)


Tengo que decir, desde la perspectiva que me confieren los años, que mi película no representa en modo alguno el cine que se hacía en las islas en aquella década del super8.  Fue una película singular y lo sigue siendo, una experiencia única que sobresaltó a los espectadores de entonces, acostumbrados a otro tipo de cine, con críticas contradictorias en la prensa, que la veían como excesivamente teatral (José Chela, en La Tarde), o por el contrario la consideraban un poema visual (Ángel Joaniquet, Mundo Diario), o, desde una óptica de la izquierda, una obra ambigua y al mismo tiempo rupturista (Javier Gómez, Hoja del Lunes, 2 de junio de 1975).


Acertadamente o no, decidí mantener la gestualidad de los actores en la obra y el vestuario diseñado por Pepe Dámaso, trasladando la acción a escenarios naturales que subrayasen el carácter metafórico de la obra, como una coreografía sobre las relaciones del poder y la libertad, la guerra y el sometimiento del hombre a leyes injustas.


Para ello elaboré un guión en el que se desmenuzaba cada escena, indicando tan solo la localización que había elegido para el rodaje de la misma. Una vez allí, me dejaba fluir por las posibilidades que me ofrecía cada escenario. Yo mismo llevaba la cámara, disponía a los actores en la localización, sus movimientos y mediante planos secuencia cámara en mano decidía sobre la marcha las entradas y salidas de los personajes en el plano y su relación siempre cambiante con el escenario.
En el fondo, lo que yo pretendía era conseguir, con los medios cinematográficos a mi alcance, los frenéticos movimientos de cámara, el montaje repetitivo y percutante de algunos planos, una banda sonora permanente compuesta por ruidos de tráfico e industriales asincrónicos con la imagen y las voces y los gritos de los actores, restituir la fuerza de la obra, la presencia de los sordos vociferantes a pocos metros del espectador.

Tenía curiosidad en cómo se recibía esta película, cuarenta y cinco años después de su estreno en el Círculo de Bellas Artes. Algunas personas ajenas al mundillo del cine se quedaron atrapadas por las bellas imágenes del film, después del desconcierto inicial.
Hay algo carnavalesco, advierto yo ahora, en la presencia un tanto grotesca de los actores con pelucas de colores, caminando por las calles de Santa Cruz de Tenerife y haciendo reverencias a una chica cubierta con una desbordante túnica verde que representa la estatua de la libertad.  Las cintas de color rojo que sugerían la sangre adquieren por momentos una grandeza irrisoria gracias a encuadres pictóricos que podrían llevarnos a pensar en una videocreación. 

Rodaje en El Médano
Me sigue gustando la secuencia de la guerra, rodada en unos edificios en ruinas del barrio de Los Llanos, donde ahora se ubica el auditorio, rodada en un par de planos secuencia recorriendo las ruinas con movimientos oscilantes, siguiendo a la pareja y recorriendo el espacio simbólico ocupado por los demás personajes símbolo.
Del grupo de amigos que nos acompañaron, con los que rodamos algún corto de vez en cuando, escuché un par de comentarios que me hicieron reflexionar. Uno de ellos, a modo de broma, exclamó que parecía que todos los que habían participado en el film estaban fumados, lo que me llevó a pensar en el aspecto lisérgico y alucinatorio de una época en la que se experimentó una mirada nueva sobre el mundo y que produjo extrañas novelas, montajes teatrales y películas que consumía nuestra generación. Seguramente, aquello que hacíamos nosotros quedaba marcado por aquellas obras, impregnado por la sensibilidad del momento.

Otra de las impresiones que rescaté ese día fue la continua sensación de oprobio que se experimentaba durante la proyección, un malestar profundo que se desprendía de la obra, como un comentario implícito al sometimiento de una dictadura inacabable que no nos dejaba vivir, y que de alguna forma se cuela en la manera en que Eduardo Camacho dirigía a los actores y en el movimiento a veces desesperado, inacabable, de la cámara alrededor de los personajes, en el sonido torturante de pilones y taladradoras, de cláxones y motores sobre la imagen desnuda de unos actores en medio de una ciudad abandonada.