Dentro de dos años la película El ladrón de guantes blancos celebrará su centenario 1926-2026. Mientras tanto, la aventura cinematográfica de José González Rivero, entusiasta gestor y exhibidor del Teatro Viana y del Teatro Leal de La Laguna y promotor de la primera productora de cine en el archipiélago con visión de futuro, ha suscitado el interés de varios cineastas de lo digital, apropiándose de sus imágenes para realizar varias obras con distintos objetivos. Es el caso de Eduardo Rivero, que presentó en los multicines Tenerife el paso abril El sueño del ladrón, tras su paso por el Festival Internacional de Cine de Las Palmas y el interés suscitado en el Festival de Málaga el año anterior.
La película se presenta como cine expandido, un término acuñado en 1970 por Gene Youngblood, el primero en considerar el video como una forma de arte. El propio Eduardo Díaz empezó su camino en el mundo audiovisual en Cataluña con la creación de vídeos que exploraban diversos campos de la creación, desde piezas abstractas, denuncias sobre el turismo de masas o reflexiones sobre el sexo, la política y el psicoanálisis, piezas que han sido exhibidas en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, en la Casa Encendida y en la fundación Tapies.
Eduardo comparte el sueño de Rivero, su entusiasmo por las imágenes de un ladrón enmascarado, un sueño que se frustró en la persona de Rivero al recibir un disparo en el bar del hotel Aguere, una muerte nunca esclarecida, como una prolongación del universo ficticio de la película, el género policiaco que tanto admiraba. Un sueño que nace con el cine y se expande gracias al video. El propósito de Eduardo es expandir este sueño y hacerlo llegar a la sensibilidad del público actual, contagiar su entusiasmo por aquellas imágenes que descubriera hace años, en aquella proyección memorable en el Cinematógrafo Yaiza Borges, tras la búsqueda de las bobinas olvidadas, su exitoso rescate y la correspondiente restauración en un laboratorio de Madrid.
Cine de apropiación de imágenes ajenas, para utilizarlas como base para contar otras historias, como el corto de Dailo Barco, que incidía en lo extrafílmico de aquel rodaje, el desgarro político que planeaba sobre la muerte del cineasta y la desaparición de uno de los actores, o simplemente para hablar de uno mismo. Eduardo Díaz, en cambio, lo único que pretende es dejarnos ver la película en su totalidad, todos y cada uno de los planos en el orden debido, para contarnos la misma rocambolesca historia del robo de un valioso collar durante un baile de sociedad.
Con la misma voluntad de hacer llegar una obra maestra del pasado a la nueva generación de espectadores, Gus Van Sant rodó en 1998 una nueva versión de Psicosis, una versión radical, pues rodó de nuevo todos y cada uno de los planos de la película de Hitchcock de forma idéntica, encuadre y tamaño del plano, ahora en color, pues existía una creciente aversión al cine en blanco y negro.
Eduardo Díaz no necesita grabar de nuevo la película, se hace con los permisos, visita la Filmoteca Canaria en varias ocasiones, y recupera todo el metraje existente, en estos momentos en una fase de restauración para devolverle los teñidos originales, realizados artesanalmente por Rivero en el laboratorio donde también revelaba los rollos de película.
Eduardo Díaz sueña su película en versión panorámica, con el encuadre dividido en tres partes, dándonos a ver tres imágenes al mismo tiempo, como si viéramos tres películas a la vez, un procedimiento, el de partir la imagen en dos o más imágenes, tan de moda en el cine de los 70, del que la televisión se ha apropiado en sus telediarios y magacines, donde podemos ver al entrevistador y al entrevistado al mismo tiempo que imágenes punzantes de la actualidad repetidas hasta la náusea. Quizás también viera en el Cinematógrafo Yaiza Borges, en el ciclo de clausura, una de la joyas del cine mudo, la imponente Napoleón de Abel Gance, que en los minutos finales se desplegaba en tres imágenes tricolores como la bandera francesa, un alarde técnico y narrativo para el año 1927, la Polyvisión, un año más tarde del Ladrón, para mayor gloria del emperador galo.
Si bien Eduardo recurre algunas veces al procedimiento narrativo desplegado por Abel Gance, al priorizar la pantalla central, mientras que las imágenes laterales reforzaban el significado de aquello que se narraba, las posibilidades del video le llevan a combinar las tres imágenes con resultados distintos, dejando algunas veces tan solo una de la imágenes, a veces la de la izquierda, en otras la del centro, o apagándolas del todo o de una en una, procedimiento modulador del ritmo interno de este sueño del ladrón.
Reconducir el ritmo propio de una película muda, salpicada de carteles explicativos de larga duración, con sus morosos desplazamiento de los personajes y el juego de miradas entrelazadas, para adecuarlo a la forma de mirar de un espectador actual, avezado a comprender de manera instantánea complejas interacciones de los personajes mediante procedimientos narrativos complejos, era una tarea complicada.
Lo que en el film de Rivero se sucede en continuidad, un plano detrás del otro reconstruyendo una acción determinada, en Díaz se suceden simultáneamente, de tal manera que un film de más de hora y media se queda en unos escuetos setenta minutos. Ahora vemos casi al mismo tiempo la acción de bajar unas escaleras, subirse a un coche y alejarse éste por la calle, que antes necesitaba de tres plano sucesivos. En otras ocasiones, el coche ascendiendo por una carretera en un plano lejano es flanqueado por imágenes de las montañas circundantes. También, de vez en cuando, incluye las imágenes actuales de los edificios emblemáticos donde se filmó la película.
Ritmos visuales, modulaciones, combinatoria de imágenes sobre la pantalla, desapariciones paulatinas, puntuaciones que separan bloques narrativos, sucesión de imágenes en la combinatoria del montaje tan similar a la música. Eduardo le pide al compositor tinerfeño Niki Weber Collins sumarse a la locura con una música rockera, una música que se pudiera tocar en vivo durante una proyección, nada de un piano solitario sino guitarras, platillos, sonidos percutantes, tocados a partir de varias melodías sobre la imagen, reforzando momentos de tensión, persecuciones, peleas, y momentos de reflexión, efusiones amatorias, miradas cruzadas.
La locura de ambos va más allá y la imagen central es escoltada por las imágenes en color de algunos de los instrumentos que se escuchan. También añaden gritos y lloros femeninos. Al reflexionar el detective, en las imágenes laterales vemos la pipa en color, también el collar es grabado con sus colores, para reforzar su importancia en la futura acción robatoria. Y la bobina perdida del robo también es filmada de nuevo con una figuración actual, remendando las costuras de un film maltratado por el tiempo.
(Este artículo fue publicado inicialmente en el suplemento "El perseguido" del Diario de Avisos)