jueves, 9 de marzo de 2017

DUETO: UN CORTO CON VOLUNTAD DE INTERVENCIÓN

Hace unos días Manuel Rebollo, director del proyecto Mayores Valores, me invitaba a una proyección de cortometrajes en el Instituto Andrés Bello de Santa Cruz de Tenerife. Iba a ser el día 8, Día de la Mujer, y los cortos se proyectaban para suscitar debate entre alumnos y profesores. En realidad, se trataba de los cortos que se habían realizado en un taller de guión y dirección que yo dirigí hace un par de años, con el alumnado de primer curso de Realización de Audiovisuales del CIFT César Manrique y cuya temática se había centrado en la prostitución desde el punto de vista de la violencia contra las mujeres. Yo le sugerí que proyectasen también Dueto, nuestro último cortometraje, todavía sin estrenar. Me interesaba la reacción de la gente ante una propuesta un tanto arriesgada, más allá de la temática sugerida.



Lo curioso es que cuando llegué al Instituto el único cortometraje que se iba a proyectar era el mío (Natalia, la directora de "No", otro de los cortos, no podía acudir). ¿Es una primicia?, me preguntaban. Pues sí, todavía no lo ha visto nadie. De modo que en la presentación les conté que aquello iba a ser como con las pelis de Hollywood, que primero se prueban con público para ver si funciona, y luego según la reacción de los espectadores, se hace otro montaje o se rueda un final distinto.

¿Qué es Dueto? Un día me senté a escribir. Quería hacer un corto sencillo. Quiero decir rápido de producir y de rodar, después de la experiencia de “Al borde del agua” (un año y medio) y “Del amor y otras necesidades” (rodado hace más de un año y a la espera de la música, todavía sin fecha de estreno).

Seguramente lo tenía todo en la cabeza, porque me senté por la mañana y a media tarde lo tenía terminado. Un guión que era puro diálogo. No, no era un diálogo al uso, se trataba de dos monólogos que se iban alternando. Las confesiones a cámara de un hombre y de una mujer. Dos versiones, dos puntos de vista encontrados, de una historia que acaba en tragedia.



Los alumnos me pusieron algunas pegas, como que la historia tenía una final demasiado abrupto, que no se justificaba, o que allí faltaba, o no lo veían, el maltrato psicológico, otro se preguntaba cómo una mujer se podía enamorar de un tipo como el que allí se describía, en paro y además alcohólico. 

Me fijé en que las alumnas callaban. Me parecía raro. En las sesiones de cine forum que habíamos organizado hace ya algunos años para el alumnado de institutos eran las chicas las que mejor discurrían y expresaban sus puntos de vista. También me fijé en que los alumnos se habían concentrado en el lado izquierdo de la sala de actos y las alumnas en el lado contrario.

Pensé que quizás las chicas sí lo tenían claro, que habían entendido perfectamente la deriva de aquella pareja que en apariencia parecía tan feliz.   Quizás  a los chicos les faltaban más debates sobre eso tan complicado que es la pareja, del rol de cada uno, de los prejuicios, de los estereotipos, del peso de una sociedad patriarcal que nos hace ver y vivir la realidad a través de un filtro distorsionante.

Pero Dueto no es solo esa historia contada a dos voces. Me interesaba reflexionar sobre los límites de la representación. En Dueto son dos actores que, sobre el escenario, interpretan a un hombre y una mujer.



Hay una segunda parte, que consiste en tomas hechas desde un móvil, que la pareja utiliza para hacerse selfis y para representar ante el mundo y ante sí mismos su burbuja de felicidad.



El grado máximo de la representación, el teatro, confrontado al grado cero de la representación, lo que grabamos con el móvil.  Este es el dispositivo fílmico que pongo en pie en Dueto. Lo interesante es cómo el relato oral, sin ninguna imagen externa que lo visualice, va apoderándose del imaginario del espectador, y de cómo las tomas del móvil, a la manera de metraje encontrado, construyen otra historia, una ficción.



Me interesaba mucho cómo lo habían percibido los alumnos.  Como era de esperar, algunos hubieran preferido que la historia se hubiera contado con imágenes y no a partir de textos que producían un efecto teatral cuando los actores lo interpretaban. Uno pensaba que el efecto catártico del final de la primera parte se diluía en la segunda. Otro me sugirió alternar los planos de ambas partes, lo cual no era nada descabellado y así se lo dije, pues también se me había ocurrido proyectar simultáneamente las dos partes en dos o tres pantallas.

Posibles soluciones para un film con voluntad de intervención, capaz de provocar el necesario distanciamiento crítico.

Para llevarlo a cabo pensé enseguida en Miguel Ángel Rábade, con el que había rodado cuatro o cinco cortos y un largometraje. Llevaba casi cinco años sin saber nada de él. Me enteré de que andaba por La Laguna comentando a todo aquel que quisiera oírle que quería, que necesitaba de nuevo volver a escena.

También llamé a Idaira Santana, que andaba estos días montando un espectáculo de music hall y no me dijo que no. Lo curioso de Idaira es que había hecho un curso de teatro clásico en verso y ahora se veía abocada a la comedia más desmedida. Mi cámara ya se había enamorado de su rostro en “Rondó” y en “Al borde del agua”  demostró que era capaz de resolver un monólogo a la primera.

Quería rodar a final de año, en este interregno que se abre entre dos fiestas emblemáticas. La gente del Centro Cultural Aguere me puso todas las facilidades para poder grabar por la mañana en una de las salas. Fuimos allí René Martín, Eduardo Chamorro (al que nos habíamos encontrado por casualidad pateando La Laguna el día antes y le preguntamos si quería ayudarnos), los dos actores y yo.

Ya me había reunido previamente con Miguel Ángel y con Idaira para preparar los textos, intentar comprender a los personajes, buscar el tono, saber hacía donde tenían que mirar en cada momento, suscitar primero las emociones, que fueran surgiendo a la medida que surgían los recuerdos, y después poner las palabras, como en la vida misma.

Para las tomas con el móvil les pasé el aparato, les conté lo que quería y les dejé solos, no me interesaba ningún ensayo previo, ninguna segunda toma, quería pura y sencillamente capturar la espontaneidad, como un fragmento de realidad. Yo ya sabía que era imposible. Eran actores y no dejaron de serlo, aunque apareció un fotógrafo ambulante que les confundió con una pareja y les vendió una foto para el recuerdo, algo incongruente ya que ellos llevaban su propia cámara en el móvil.

Corto austero, abrupto, tan distinto a mis otros trabajos. Sin música.