El último largometraje de José Víctor Fuentes, presentado en el Festival de Cine MiradasDoc, se ofrece al espectador como una película autobiográfica que se desliza hacia la ficción, aunque también podríamos leerla al revés, como una comedia romántica que se nutre de los diarios filmados del director.
José Víctor confiesa que su película va de alguien que se parece a él, pero se presenta ante la cámara como quien va a desnudarse y contar su vida, o por lo menos una parte crucial de su vida, de cómo la paternidad se le presenta como el fin de algo y el principio de otra cosa que no sabe qué es. Desde un principio, José Víctor establece un pacto con el espectador. A partir de ahora tienes que creerte que lo que te doy a ver es toda la verdad y nada más que la verdad. Y sin embargo, no esconde las cartas. Un cartel inicial nos avisa con una cita de Carl Gustav Jung, el padre de la psicología analítica y la interpretación de los sueños: “Quien mira hacia fuera, sueña. Quien mira hacia dentro, despierta”. Si abres los ojos, sueñas. Si los cierras, ves la realidad. ¿Es A veces el amor una ensoñación del cineasta?
Entonces va y se escucha el runrún del proyector. Vale, no se escucha. Se oye tan solo con los ojos cerrados. Si cerramos los ojos, vemos otra película, la película que discurre por debajo. Aunque no es necesario que cerremos los ojos, esta otra película también se ve y se oye.
Gregorio Martín Gutiérrez, en su texto “Entre el reflejo y la sombra. Estrategias del yo en el cine”(Cineastas frente al espejo, T&B Editores, 2008), cita al teórico Béla Balasz en un texto pionero aparecido en 1931, donde predijo que en el futuro los cineastas tendrían la posibilidad de registrar su día a día y plasmar su subjetividad a lo largo de muchos años. El cine autobiográfico se ha desarrollado con plenitud y gran libertad, adoptando estrategias muy diferentes, gracias al trabajo paciente de directores como Jonas Mekas, David Perlov, Alain Cavalier o Nani Moretti, en una fértil mezcolanza de ficción y autenticidad.
Dentro del cine autobiográfico encontramos el diario filmado, el cine–ensayo, la confesión o el autorretrato. Es precisamente en el cruce de estos dispositivos donde podemos fijar las coordenadas de la película de José Víctor. En la ficha técnica se la define como un Diario Fílmico y un Documental Creativo, pero también encontramos en ella el autorretrato y la confesión a cámara.
Podríamos decir que A veces el amor es un film de metraje encontrado, ese otro cruce fértil entre el cine documental y el cine experimental, solo que el material fílmico encontrado ha sido rodado por el propio director durante varios años, en formatos distintos. El procedimiento, no obstante, es similar, pues se trata de visionar muchas imágenes y entresacar aquellas que sirvan para hilvanar un relato. Una autobiografía no es sino una ficción del yo. Para estructurar el material, se intercalan intertítulos como jalones de una narración incipiente.
Hay dos partes muy diferenciadas. En la primera se recopilan fragmentos de una vida a partir del cine doméstico que tanto José Víctor como Virginia han ido grabando durante varios años en diversos formatos, una selección de imágenes de viajes, escenas caseras, divertimentos, en las que predominan los primeros planos y las selfies. A mitad del metraje el tono del film cambia por completo y se hace más autorreflexivo. Abundan ahora los planos de José Víctor hablando a cámara y prácticamente desaparecen los demás personajes. La película se pliega sobre sí misma y las inocentes imágenes del principio se ponen en duda.
El valor de verdad, que el espectador había concedido a las imágenes desde el principio, se desmorona. Las imágenes eran verdaderas y la vida fluía en ellas conformando una historia lineal, imágenes tomadas al impulso de la emoción del instante, pero ahora, en esta segunda mitad del film, solo son el recuerdo de algo que fue o sucedió y ya no está. Ese algo que sucedió sigue estando en las imágenes que José Víctor se proyecta en una pantalla doble, mientras se pregunta adonde fue el amor o qué clase de amor fue y qué fue de aquellas vivencias, de aquella plenitud de vida que encuentra a faltar. Esta doble proyección tiene algo de vídeo instalación, pero también de ritual, por la disposición simétrica, el mobiliario y la tenue iluminación. En algunos planos, Virginia está sentada frente a la mesa baja y mira unas fotografías, mientras el pasado se proyecta en las pantallas, como si las estuviera viendo en su cabeza. Las mismas imágenes que al principio rubricaban una presencia y fluían en presente, ahora las leemos como pasado y subrayan una dolorosa ausencia.
Este dispositivo de doble exposición nos introduce en una reflexión metacinematográfica. Mientras la voz en over de José Víctor nos habla del amor romántico y de la paternidad, el flujo de las imágenes, la materia fílmica, se sincera con nosotros y nos cuenta otra historia, la historia de José Víctor con las imágenes.
José Víctor nos dice que la paternidad supuso un antes y un después en su vida, que tuvo que reinventarse. Pero resulta que ya se había reinventado varias veces, pues al principio de su actividad artística había sido el cineasta José Víctor Fuentes, luego firmó como Zacarías de la Rosa, y más adelante fue Zac73dragón, para regresar de nuevo como José Víctor Fuentes. Y la supuesta historia de amor romántico ya la había rodado en Nueva York al filo del nuevo milenio. En la sinopsis de La chica de la lluvia (The girl of the rain, 2000) podemos leer: “Mientras Pepa caminaba por la calle cubriéndose la cabeza con un periódico para no mojarse, Joey se quedó colgado por ella. No sabemos si de verdad llovía, lo que sí sabemos es que lo que pasó fue excepcionalmente caótico… Y así, entre aplausos y risas vivieron una noche, un día, otra noche, otro día, toda una vida… Así, hasta que Joey se aburrió, decidió no levantarse más de la cama y se quedó dormido… Y Joey, el capullo de nuestra historia, trató de resistirse y recuperar a su amada.”
A veces el amor dispone de una doble apertura. En la primera imagen, un José Víctor desmejorado, con gafas, el pelo revuelto y barba descuidada, se graba un vídeo dirigido a Hansol, su hijo, pidiéndole que no trate de comprenderle, tan solo que no le juzgue. El espectador, tras estas palabras, espera que se nos cuenten, en retrospectiva, los hechos dramáticos que han llevado al protagonista a esta situación.
Tras la cita de Jung que separa ambos planos, vemos la cámara de vídeo instalada en un trípode, en el centro de un cuarto de baño, dirigida hacia el espectador. Pero esta cámara está siendo grabada por otra cámara que el espectador no ve. Es entonces cuando el cineasta se asoma al interior del encuadre y mira el objetivo, este objeto invisible que media entre el espectador y lo real que encuadra. Es un gesto impostado por lo inútil, porque parece que revisa si está bien encuadrado el plano, cuando lo que hace es mirar su reflejo en el objetivo. En realidad, este gesto le sirve para evidenciar el dispositivo, una cámara que filma otra cámara, el cine dentro del cine. Se toma un buen rato hasta que el vaho de la ducha difumina sus rasgos y el espacio desaparece en la niebla como un fundido en blanco.
Con la primera imagen abrimos los ojos y se nos cuenta una bonita historia. Con la segunda, más hermética, se nos pide que cerremos los ojos y contemplemos la verdadera película, la relación de José Víctor con el cine.
El niño tiene una cámara de juguete entre las manos, le vemos manipularla, le da la vuelta, su intención era fotografiar a su padre, a un José Víctor que no vemos, pero la cámara le fascina, el objetivo se comporta como un espejo y el niño se mira en él antes que al padre. La cámara es un juguete mágico en el que puede reflejarse y verse de otra manera, desde fuera.
La imagen que vemos más adelante está tomada por un teléfono móvil, una imagen realmente movida en su formato vertical, porque el dispositivo va pasando de mano en mano entre José Víctor y su hijo y ambos se graban uno al otro con un fondo de risas. Grabo y me graban, miro y me miran. Soy yo pero también el otro, yo desde la mirada del otro. Un juego. La voz en over nos confiesa que tener un hijo es como tener otra oportunidad, mirarlo como si se observase a sí mismo de pequeño, la oportunidad de averiguar finalmente quién eres.
Asumida la crisis de identidad, le recomiendan que utilice el cine como terapia. Las imágenes que ha grabado, las películas que ha ido haciendo, son productos de su vida, de su visión de la vida y del propio cine, y necesita asumir su paternidad. Cada película supone una crisis. Y un renacimiento como artista. Las imágenes que grabe a partir de ahora, deberá asumirlas con una mayor responsabilidad, con una conciencia potenciada por el dispositivo.
El diván del terapeuta se ha instalado en un almacén de películas. Incontables rollos de celuloide, guardados en latas redondas, cubren las paredes de la sala. A modo de caverna de Platón, la realidad está afuera. Lo que se percibe en la oscuridad de la cueva son meras sombras sin el espesor de lo real, al igual que lo que percibimos a través del cine.
En A veces el amor hay muchas imágenes tomadas en la playa, imágenes de vívida felicidad, impregnadas por las emociones del instante, que dejan su huella en la torpeza del manejo de la cámara, en los súbitos movimientos de cámara tratando de capturar una sonrisa, la intensidad de una mirada, el fuego en un gesto incontrolado, imágenes de la pareja o de la familia recién inaugurada. Cuando, en la segunda parte del film, este fuego se ha extinguido, vemos como fogonazos algunas imágenes a la orilla del mar, en las que advertimos la ausencia de José Víctor. La playa como una frontera, lugar incierto, límite entre la arena y el agua, entre la líquida inconsciencia del océano y la pragmática tierra. En un momento dado, el contraluz es tan intenso que solo vemos la silueta de la mujer y el niño, meras sombras destiladas por el automatismo lumínico de la cámara.
La película se cierra con la misma imagen de apertura de la cámara espejo. El cineasta y su cámara ojo. El vaho que difuminaba la imagen ya se fue. Ya podemos abrir los ojos.