sábado, 27 de febrero de 2021

A VECES EL AMOR: EL CINEASTA FRENTE AL ESPEJO

El último largometraje de José Víctor Fuentes, presentado en el Festival de Cine MiradasDoc, se ofrece al espectador como una película autobiográfica que se desliza hacia la ficción, aunque también podríamos leerla al revés, como una comedia romántica que se nutre de los diarios filmados del director. 


José Víctor confiesa que su película va de alguien que se parece a él, pero se presenta ante la cámara como quien va a desnudarse y contar su vida, o por lo menos una parte crucial de su vida, de cómo la paternidad se le presenta como el fin de algo y el principio de otra cosa que no sabe qué es. Desde un principio, José Víctor establece un pacto con el espectador. A partir de ahora tienes que creerte que lo que te doy a ver es toda la verdad y nada más que la verdad. Y sin embargo, no esconde las cartas. Un cartel inicial nos avisa con una cita de Carl Gustav Jung, el padre de la psicología analítica y la interpretación de los sueños: “Quien mira hacia fuera, sueña. Quien mira hacia dentro, despierta”.  Si abres los ojos, sueñas. Si los cierras, ves la realidad. ¿Es A veces el amor una ensoñación del cineasta?



La película da comienzo, encomendándose a la cita, con los ojos abiertos y, al mismo tiempo, con los ojos cerrados. Con los ojos abiertos nos ofrece un mundo de palomitas y celofán, vívidas imágenes que nos cuentan una historia mil veces contada, la del chico que conoce chica, se enamoran perdidamente, tienen un hijo y viven un amor de película, entonces el chico pierde a la chica y finalmente…

Entonces va y se escucha el runrún del proyector. Vale, no se escucha. Se oye tan solo con los ojos cerrados. Si cerramos los ojos, vemos otra película, la película que discurre por debajo. Aunque no es necesario que cerremos los ojos, esta otra película también se ve y se oye. 


Gregorio Martín Gutiérrez, en su texto “Entre el reflejo y la sombra. Estrategias del yo en el cine”(Cineastas frente al espejo, T&B Editores, 2008), cita al teórico Béla Balasz en un texto pionero aparecido en 1931, donde predijo que en el futuro los cineastas tendrían la posibilidad de registrar su día a día y plasmar su subjetividad a lo largo de muchos años. El cine autobiográfico se ha desarrollado con plenitud y gran libertad, adoptando estrategias muy diferentes, gracias al trabajo paciente de directores como Jonas Mekas, David Perlov, Alain Cavalier o Nani Moretti, en una fértil mezcolanza de ficción y autenticidad. 

Dentro del cine autobiográfico encontramos el diario filmado, el cine–ensayo, la confesión o el autorretrato. Es precisamente en el cruce de estos dispositivos donde podemos fijar las coordenadas de la película de José Víctor. En la ficha técnica se la define como un Diario Fílmico y un Documental Creativo, pero también encontramos en ella el autorretrato y la confesión a cámara.

Podríamos decir que A veces el amor es un film de metraje encontrado, ese otro cruce fértil entre el cine documental y el cine experimental, solo que el material fílmico encontrado ha sido rodado por el propio director durante varios años, en formatos distintos. El procedimiento, no obstante, es similar, pues se trata de visionar muchas imágenes y entresacar aquellas que sirvan para hilvanar un relato. Una autobiografía no es sino una ficción del yo. Para estructurar el material, se intercalan intertítulos como jalones de una narración incipiente.  


Hay dos partes muy diferenciadas. En la primera se recopilan fragmentos de una vida a partir del cine doméstico que tanto José Víctor como Virginia han ido grabando durante varios años en diversos formatos, una selección de imágenes de viajes, escenas caseras, divertimentos, en las que predominan los primeros planos y las selfies. A mitad del metraje el tono del film cambia por completo y se hace más autorreflexivo. Abundan ahora los planos de José Víctor hablando a cámara y prácticamente desaparecen los demás personajes. La película se pliega sobre sí misma y las inocentes imágenes del principio se ponen en duda. 

El valor de verdad, que el espectador había concedido a las imágenes desde el principio, se desmorona. Las imágenes eran verdaderas y la vida fluía en ellas conformando una historia lineal, imágenes tomadas al impulso de la emoción del instante, pero ahora, en esta segunda mitad del film, solo son el recuerdo de algo que fue o sucedió y ya no está. Ese algo que sucedió sigue estando en las imágenes que José Víctor se proyecta en una pantalla doble, mientras se pregunta adonde fue el amor o qué clase de amor fue y qué fue de aquellas vivencias, de aquella plenitud de vida que encuentra a faltar. Esta doble proyección tiene algo de vídeo instalación, pero también de ritual, por la disposición simétrica, el mobiliario y la tenue iluminación. En algunos planos, Virginia está sentada frente a la mesa baja y mira unas fotografías, mientras el pasado se proyecta en las pantallas, como si las estuviera viendo en su cabeza. Las mismas imágenes que al principio rubricaban una presencia y fluían en presente, ahora las leemos como pasado y subrayan una dolorosa ausencia.



Este dispositivo de doble exposición nos introduce en una reflexión metacinematográfica. Mientras la voz en over de José Víctor nos habla del amor romántico y de la paternidad, el flujo de las imágenes, la materia fílmica, se sincera con nosotros y nos cuenta otra historia, la historia de José Víctor con las imágenes.

José Víctor nos dice que la paternidad supuso un antes y un después en su vida, que tuvo que reinventarse. Pero resulta que ya se había reinventado varias veces, pues al principio de su actividad artística había sido el cineasta José Víctor Fuentes, luego firmó como Zacarías de la Rosa, y más adelante fue Zac73dragón, para regresar de nuevo como José Víctor Fuentes.  Y la supuesta historia de amor romántico ya la había rodado en Nueva York al filo del nuevo milenio. En la sinopsis de La chica de la lluvia (The girl of the rain, 2000) podemos leer: “Mientras Pepa caminaba por la calle cubriéndose la cabeza con un periódico para no mojarse, Joey se quedó colgado por ella. No sabemos si de verdad llovía, lo que sí sabemos es que lo que pasó fue excepcionalmente caótico… Y así, entre aplausos y risas vivieron una noche, un día, otra noche, otro día, toda una vida… Así, hasta que Joey se aburrió, decidió no levantarse más de la cama y se quedó dormido… Y Joey, el capullo de nuestra historia, trató de resistirse y recuperar a su amada.”

A veces el amor dispone de una doble apertura. En la primera imagen, un José Víctor desmejorado, con gafas, el pelo revuelto y barba descuidada, se graba un vídeo dirigido a Hansol, su hijo, pidiéndole que no trate de comprenderle, tan solo que no le juzgue. El espectador, tras estas palabras, espera que se nos cuenten, en retrospectiva, los hechos dramáticos que han llevado al protagonista a esta situación. 

Tras la cita de Jung que separa ambos planos, vemos la cámara de vídeo instalada en un trípode, en el centro de un cuarto de baño, dirigida hacia el espectador. Pero esta cámara está siendo grabada por otra cámara que el espectador no ve. Es entonces cuando el cineasta se asoma al interior del encuadre y mira el objetivo, este objeto invisible que media entre el espectador y lo real que encuadra. Es un gesto impostado por lo inútil, porque parece que revisa si está bien encuadrado el plano, cuando lo que hace es mirar su reflejo en el objetivo. En realidad, este gesto le sirve para evidenciar el dispositivo, una cámara que filma otra cámara, el cine dentro del cine. Se toma un buen rato hasta que el vaho de la ducha difumina sus rasgos y el espacio desaparece en la niebla como un fundido en blanco. 




Con la primera imagen abrimos los ojos y se nos cuenta una bonita historia. Con la segunda, más hermética, se nos pide que cerremos los ojos y contemplemos la verdadera película, la relación de José Víctor con el cine.

El niño tiene una cámara de juguete entre las manos, le vemos manipularla, le da la vuelta, su intención era fotografiar a su padre, a un José Víctor que no vemos, pero la cámara le fascina, el objetivo se comporta como un espejo y el niño se mira en él antes que al padre. La cámara es un juguete mágico en el que puede reflejarse y verse de otra manera, desde fuera.



La imagen que vemos más adelante está tomada por un teléfono móvil, una imagen realmente movida en su formato vertical, porque el dispositivo va pasando de mano en mano entre José Víctor y su hijo y ambos se graban uno al otro con un fondo de risas. Grabo y me graban, miro y me miran. Soy yo pero también el otro, yo desde la mirada del otro. Un juego. La voz en over nos confiesa que tener un hijo es como tener otra oportunidad, mirarlo como si se observase a sí mismo de pequeño, la oportunidad de averiguar finalmente quién eres.



Asumida la crisis de identidad, le recomiendan que utilice el cine como terapia. Las imágenes que ha grabado, las películas que ha ido haciendo, son productos de su vida, de su visión de la vida y del propio cine, y necesita asumir su paternidad. Cada película supone una crisis. Y un renacimiento como artista. Las imágenes que grabe a partir de ahora, deberá asumirlas con una mayor responsabilidad, con una conciencia potenciada por el dispositivo. 


El diván del terapeuta se ha instalado en un almacén de películas. Incontables rollos de celuloide, guardados en latas redondas, cubren las paredes de la sala. A modo de caverna de Platón, la realidad está afuera. Lo que se percibe en la oscuridad de la cueva son meras sombras sin el espesor de lo real, al igual que lo que percibimos a través del cine. 

En A veces el amor hay muchas imágenes tomadas en la playa, imágenes de vívida felicidad, impregnadas por las emociones del instante, que dejan su huella en la torpeza del manejo de la cámara, en los súbitos movimientos de cámara tratando de capturar una sonrisa, la intensidad de una mirada, el fuego en un gesto incontrolado, imágenes de la pareja o de la familia recién inaugurada. Cuando, en la segunda parte del film, este fuego se ha extinguido, vemos como fogonazos algunas imágenes a la orilla del mar, en las que advertimos la ausencia de José Víctor. La playa como una frontera, lugar incierto, límite entre la arena y el agua, entre la líquida inconsciencia del océano y la pragmática tierra. En un momento dado, el contraluz es tan intenso que solo vemos la silueta de la mujer y el niño, meras sombras destiladas por el automatismo lumínico de la cámara.


La película se cierra con la misma imagen de apertura de la cámara espejo. El cineasta y su cámara ojo. El vaho que difuminaba la imagen ya se fue. Ya podemos abrir los ojos.

 


miércoles, 17 de febrero de 2021

MANUAL DE INVISIBILIDAD

 Manual de invisibilidad, de Elena de Vera y Domingo J. González, se presenta como un documental que pretende rescatar la memoria del pintor Víctor Núñez Izquierdo, un hombre de la cultura que, como tantos otros, ha sido relegado a los márgenes de la historia del Arte. Tras este aparente documental al uso, se agazapa una reflexión de más alto alcance,  sobre la memoria en general pero también sobre la memoria del cine.


Cuenta Elena de Vera, la promotora de este proyecto y guionista del documental, que no llegó a conocer a su abuelo, al morir todavía muy joven en 1984, cuando ella tenía cuatro años. No obstante, su recuerdo revoloteaba por la casa familiar, en los cuadros desperdigados por la parte alta de la tienda de zapatos que había regentado toda su vida, en la calle Herradores, en San Cristóbal de La Laguna, pero también en las historias y anécdotas que se contaban en el calor de la familia, o en las fotografías que su madre a veces le mostraba, de tal manera que la figura del abuelo parecía corporeizarse y podría decirse que todavía rondaba por la casa. 

Fue precisamente una foto en blanco y negro, reproducida en una de la páginas satinadas de un libro de arte, donde se veía a un grupo de pintores, su abuelo entre ellos, lo que alertó a Elena. Se trataba de un fotografía tomada en una exposición de Nuestro Arte, en la que Víctor Núñez participaba, al ser uno de los fundadores de aquel movimiento artístico. En la fotografía se distingue perfectamente del resto, pues mira frontalmente hacia la cámara, como sorprendido por el flash. El problema estaba en que la foto había sido mal etiquetada y no figuraba su nombre. Esta misma foto, con su equívoco pie, salió reproducida en varios periódicos. La hija del pintor, dolida ante este desliz editorial, expresó sus quejas y en sucesivas ediciones del libro el error quedó solventado. La doliente queja se le quedó grabada a la nieta, discurriendo sobre la causa de la invisibilidad del abuelo, de la que aquel equívoco sobre su imagen era un claro síntoma de un borrado sistemático, aunque quizás no intencionado, de una buena parte de la memoria de un pueblo. 



Poco a poco, sin prisas, Elena de Vera fue recogiendo migajas de esta memoria obliterada, hasta ir componiendo un tapiz en el que adquirían relieve las distintas facetas de aquel hombre, el empresario que regentaba una conocida tienda de zapatos, el bullanguero familiar que veraneaba en La Punta y elaboraba su propio vino en una finca de los Baldíos, ahora abandonada, el artista que se reunía con otros pintores y fundaba con ellos movimientos artísticos como Nuestro Arte en los años 50, o el gestor cultural que desde el ayuntamiento lagunero trataba de animar la enrarecida vida de la postguerra.

Elena le planteó Domingo González, su pareja y miembro del colectivo de cine Digital 104, la posibilidad de recoger en un documental aquel trabajo previo de investigación. Había, pues, que recopilar todos los datos y buscar una estructura que les dieran coherencia, como un rompecabezas en el que acaban encajando las piezas. Domingo había rodado un modesto corto documental unos años antes, en el que ya buceaba en la memoria familiar, en aquel caso la suya, y se volcó en el proyecto de Elena, grabando ya imágenes para el futuro documental, como el derribo de la casa familiar en La Punta, que el abandono de muchos años había erosionado.


Manual de invisibilidad se inscribe dentro de lo que Érik Bullot denomina el cine post-mortem, al detectar que desde hace algunos años la muerte es el motor de la narración, y no su final, como había sido la norma del cine hasta este momento. Las ficciones comienzan con la muerte de alguien, o con un momento traumático que trunca la vida de alguien, personajes que han perdido la memoria o incluso que no saben que están muertos. La narración inicia un trayecto inverso hacia el pasado, en la búsqueda de una explicación que dé sentido a una vida, o se diversifica en posibles vidas pasadas o futuras, como en este magnífico libro de Paul Auster, “1,2,3,4” que reconstruye cuatro posibles vidas de una persona a partir de un acto azaroso de su vida. El cine post-mortem podemos identificarlo igualmente en la proliferación de documentales sobre cantantes, la mayoría muertos prematuramente en el cénit de sus carreras, o sobre actrices de cine. El cine, afirma Érik Bullot, es una invención post-mortem (este es el título del libro), ya que desde el momento en que se filma un fragmento de vida, este instante ha dejado de existir, y la capacidad del cine, su perturbadora magia, consiste en que, en la repetición del visionado, la muerte ha dejado de ser irreversible.

Podemos ver Manual de invisibilidad como un proceso de exhumación, definido como el acto de exponer a la luz lo olvidado. La cámara filma a Elena de Vera en el momento de extraer fotografías de las cajas donde la familia las mantenía guardadas, sacar documentos de carpetas depositadas en los archivos municipales, descubrir cuadros almacenados en habitaciones deshabitadas, desempolvar macilentos recortes de prensa de exposiciones y eventos culturales de lugares insospechados. Y una vez expuestos a la luz, volver a enterrar todos estos recuerdos, cerrar las cajas, devolver los archivos a su lugar, embalar los cuadros.





Vemos a Elena de espaldas, sentada en un escritorio, abriendo las carpetas y observando las fotos, los recortes de prensa, las cartas personales, los dibujos de su abuelo. Este lugar, a pesar de que es un rincón de la casa, adquiere un carácter museístico, una impresión que confiere la distribución simétrica del mobiliario de estilo neoclásico a ambos lados de la mesa de escritorio, y un cuadro de Víctor Núñez en la posición central del encuadre.


El film se abre con unos planos de detalle: un rodillo impregnado de pintura blanquea un muro, un taladro agujerea la pared, entonces vemos que unas manos cuelgan un cuadro en un lugar destacado de la casa. Este momento iniciático tendrá su eco en la sala de exposiciones al final del documental, donde veremos los cuadros llenando las paredes, expuestos para ser contemplados. Terminado el acto, los cuadros se retiran de las paredes y se protegen con plásticos, a continuación vemos la sala vacía, las paredes desnudas y blancas, preparadas para la siguiente exposición. Se ha cerrado el ciclo, recordamos en este momento el plano inicial del rodillo blanqueando el muro, borrando las huellas. Al pintar de nuevo los muros, se oculta su historia.



Antes de llegar a la sala de exposiciones, los cuadros han tenido que hacer un largo recorrido, tanto mental como físico. En una bella secuencia, cargada de simbolismos, Elena recorre una y otra vez el pasillo de la parte alta de la casa, escuchamos el taconeo de sus zapatos sobre la madera del piso, desaparece por el fondo y aparece de nuevo con un cuadro en las manos. Los va colocando en el suelo, a ambos lados del pasillo, apoyados en los muros. Son cuadros grandes y pequeños, corresponden a los movimientos artísticos contemporáneos que servían de guía a los pintores vanguardistas en el páramo cultural  de los años cincuenta y sesenta.  La voz en off nos explica que Víctor Núñez coqueteó con varios estilos, desde el realismo de los comienzos hasta el modernismo incipiente, el surrealismo o el simbolismo posterior, en búsqueda de un estilo propio. Los cuadros en el pasillo son los jalones de este camino tortuoso y al mismo tiempo pletórico de la creación.


En el film se alternan estos actos de exhumación, la extracción y puesta en valor de las imágenes y los documentos, con escenas cotidianas llenas de vida, de niños jugando y gente despreocupada paseando, disfrutando del buen tiempo, que la cámara filma en La Punta, al borde del mar, donde Víctor Núñez poseía una vivienda. También vemos a Elena, su nieta, trabajando en la zapatería. La vemos en la trastienda, extrayendo una caja de zapatos de una estanterías repleta de cajas idénticas, como ataúdes en miniatura. 


Hay una pulsión continua vida muerte, que se expresa en la antinomia dentro fuera. En muchas ocasiones, se nos muestra el exterior a través de la abertura de una ventana, encuadrado dos veces, por el marco de la ventana y por el propio encuadre del cine. Este paisaje, el que Víctor Núñez vería desde estas mismas ventanas, acabaría en la naturaleza muerta que es un cuadro. En un momento del film, vemos la ciudad de La Laguna sumida en el sudario de una niebla espesa que difumina sus perfiles, una ciudad que se desvanece en el recuerdo. En otro momento, la ventana en la casa de La Punta se asoma a una naturaleza desbocada, de olas gigantes y espuma, como si el propio mar erosionase no solo las paredes de las viviendas con su sal sino también su memoria.


La propia materia del cine se va erosionando con el tiempo. En el documental se incrustan imágenes del pasado, en formatos de vídeo analógico y de película super8, dentro de la pátina hiperdefinida en 4K del cuerpo del film, desvelando la historia del cine como una narración inconclusa de desmemoria, que debemos ir actualizando. Recuperar películas antiguas es también una actividad arqueológica. Existen muchas historias del cine, como diría Godard. Los rollos de super8, que Elena encuentra en un cajón olvidado y lleva a digitalizar, han encapsulado momentos de alegría sepultados por el tiempo. El tomavistas, manipulado por manos inexpertas, se mueve de un lado a otro, intentando capturar el instante. Apenas se disciernen los rostros. Al ampliar la imagen, los motivos se convierten en formas y colores abstractos. Cuanto más atrás en el tiempo, las imágenes se van disolviendo en la desmemoria.



La casa guarda también recuerdos propios. Al filmar las habitaciones, al mostrar los muebles en desuso, los cuadros y objetos de decoración que nadie ha tocado en los últimos años, recupero la memoria de escenas de otros films que rodamos en la casa. Una casa que ha servido de plató en otros muchos rodajes. Una casa convertida en un museo. Elena, de espaldas, mira los cuadros. Este momento ya fue. Hemos dejado de escuchar las risas, el crujido de la madera al paso de los actores y del equipo técnico, regresa el silencio y cae la noche.

Elena invoca el fantasma de su abuelo a través del cine. En un acto de justicia poética, reivindica la memoria de los artistas olvidados, enfrentando el elitismo aristocrático de la comunidad artística, que destaca unos pocos pintores, relegando al resto a un pie de página. A nuestro paso, vamos dejando huellas. Las huellas se van emborronando. El nitrato del celuloide antiguo arde, los colores pierden su brillo, los DVD de repente ya no se abren, una tormenta solar repentina borra todos los discos duros. La brocha pinta de nuevo los muros de blanco.