sábado, 22 de octubre de 2016

RODAR UN CORTO NO ES ALGO TAN SENCILLO

Podría decir que he terminado el cortometraje (o casi, falta rematarlo) o que el corto ha acabado conmigo (que también, o casi), pero me gusta más pensar que el corto se ha hecho a sí mismo, quiero decir que, a diferencia de mis otros trabajos, donde todo estaba medianamente controlado, aquí el rodaje entró en crisis varias veces, arrastrando jirones de ideas preconcebidas que ya no cuadraban, y el corto iba adquiriendo nuevos ropajes, desvíos que me llevaban a territorios inexplorados y que yo, a posteriori, debía interpretar, no ya como creador sino como espectador del corto que se iba haciendo ante mis ojos.



En algún encuentro con cineastas, en la estéril polémica entre cine de autor y cine de género, se alzaban voces contra aquellos que no tenían en cuenta al espectador al realizar un corto, lo cual es una falacia porque uno siempre tiene en la cabeza el qué y el cómo, que es una manera de enfrentarse a la persona que estará al otro lado.

Pero yo me ponía en plan paranoico y aunque no sorprendía ninguna mirada dirigida a mi persona, y siempre se hablaba del corto de las cabras mirando a cámara (un corto de Víctor Moreno que se hizo célebre por la polémica que desató), intuía que podían estar refiriéndose a alguna de mis películas, si no a todas. Incluso cuando cité Nube9 como película fallida, mi vecino de mesa se giró hacia mí y me espetó que había sido la única que había entendido.

Nube9 fue un intento de dialogar con el cine de género, abordar la ciencia ficción desde la reflexión, tomando prestadas algunas ideas narrativas, como el viaje a una realidad paralela (un futuro posible) o la posibilidad de escape para regresar al mundo real, pero manteniendo una distancia. Iván López lo veía como un inconveniente, al afirmar en su blog que en el corto los personajes contaban lo que estaba pasando en lugar de dejar que lo hiciera el propio corto con sus propias herramientas expresivas.

En Al borde del agua también me acerco al cine de género, en este caso al cine de fantasmas o de terror, del que tomo prestadas no solo algunas constantes narrativas, como la presencia de una amenaza indefinida, sino sobre todo me interesan los aspectos formales, los encuadres, texturas, el juego de luces, que interpelen a un espectador conocedor de las claves genéricas.



De modo que tanto Nube9 como Al borde del agua sí tienen en cuenta a este espectador, se sustentan en un diálogo constante, en ir generando expectativas, mantener la incertidumbre, la búsqueda del sentido último de las imágenes que se suceden.

Hace años rodé Fantasmas en el Puerto de La Cruz, que no era estrictamente una película de seres translúcidos, pero sí de almas en pena (dos personajes aislados que se interrogan sobre sus sentimientos mutuos) que deambulaban por los salones y pasillos de dos hoteles sin solución de continuidad.

Encerré a mis personajes en un museo en Reflejo en rojo, en la habitación de un hotel en Nube9, y más recientemente en un jardín en Del amor y otras necesidades, como espacios puramente cinematográficos que me permiten acorralar a los personajes y constreñir la acción a lo esencial.

Son soluciones narrativas que tienen su correlato a nivel de producción, porque permiten concentrar los esfuerzos en una única localización. Se gana tiempo y eficacia. Se alcanza un buen nivel creativo y colaborativo. Hay buen rollo.

Para Al borde del agua habíamos previsto el rodaje de un día en el Club Náutico del Puertito de Guimar, a veinte minutos en coche desde La Laguna. Unos amigos nos dejaban rodar en su velero. El rodaje prometía una versión doméstica del camarote de los hermanos Marx. Los técnicos subían a bordo cámaras, trípodes, focos y grabadores, y las actrices venían con el vestuario (el decidido y el de por si acaso), mientras que los de producción llenaban el interior del barco de bocadillos y latas de cerveza. El set era al mismo tiempo vestuario, cantina, oficina de producción y cabina de control de la imagen y el sonido.


Para cada encuadre había que movilizar a todo el mundo, mandarlos subir a cubierta y estarse calladitos. Era, por necesidad, un equipo mínimo. Este primer (y a priori único) día de rodaje Leonor Cifuentes se encargaba de maquillar a las demás y estableció conmigo la línea del vestuario. Nada de ayudantes. En los sucesivos rodajes, las actrices acudían maquilladas desde casa y del vestuario se encargaba cada una.

A mediodía, a falta de un par de secuencias, a Judit la llamaron del trabajo para una sustitución urgente. La idea era rodar lo que faltaba a la semana siguiente. Pero empezaron a no cuadrar las disponibilidades de cada uno. Las semanas se convirtieron en meses. Llegó el mal tiempo. Pasó el invierno. Rodamos otra película. La gente se fue distanciando, había siempre otras prioridades.

Les pasé los planos que habíamos rodado a unos amigos (había hecho un montaje provisional), y me animaron a intentar acabarla, aquello prometía, me aseguraron. Así que empecé a plantearme qué hacer con aquel material y cómo completar el corto con otro equipo. Si Buñuel había rodado una película con dos actrices interpretando el mismo personaje, ¿por qué no iba a intentarlo yo?

Así empezó a dominarme esa historia de mujeres que viven en un barco en vez de en tierra firme, y el corto inició su andadura por su cuenta. Yo iba detrás, apuntalando los cambios a medida que se producían, buscándoles un sentido y no al revés.


El casting fue un quebradero de cabeza, porque las posibles candidatas, al poco tiempo de hablar con ellas, se veían forzadas a cambiar de planes, así como también los posibles directores de fotografía, que encontraban trabajo de buenas a primeras o justo ese día participaban de jurado en un festival de cortos. En una ocasión, cuando ya lo teníamos todo bien atado, hubo amenaza de tormenta, llovió y tronó y nos quedamos en casa. Era como un proyecto maldito, y yo me hundía cada vez más.


Marcamos un día, yo ya había hecho tantos cambios en el guión que no sabía qué película estaba haciendo, pero tomamos la decisión porque René se marchaba a Madrid, quizás definitivamente, y era ese día o nunca. Hasta unas horas antes no supimos con quién contábamos. Pero Judit ese día tampoco podía, así que rodamos todo lo que tenía sonido y pospusimos, de nuevo, el final del rodaje.





Cuando vi el material, casi me da un pasmo. No se parecía en nada a lo que se había rodado un año antes. Fue entonces cuando el cortometraje me gritó al oído, tío, es que no te enteras, ¿te has olvidado de la regla de oro del Cine Leve?  La verdad es que nunca había oído hablar de esa regla de oro, y es que en el Cine Leve no hay reglas. Solo intuición. Y la intuición me decía que tenía dos cortos, o un corto en dos partes, y que ambas partes contaban la misma historia solo que de manera diferente. 


Pocos días después me di cuenta de que estaba haciendo una película de fantasmas y que en el mismo espacio del barco coexistían varias historias solo que en tiempos distintos o en dimensiones paralelas y que todas convergían hacia un mismo final.

Necesitamos otro domingo para poner punto final a tanto desasosiego. Rodadas las tomas imprescindibles para el montaje previsto, me demoré improvisando algunos planos en este gozoso momento que siempre acontece, un instante de enaltecimiento creativo, cuando la luz es perfecta y uno encuentra sin pensarlo encuadres que sabes que van a encajar a la perfección en el montaje final aunque no sabes todavía donde, y ni a los actores ni al cámara tienes que decirle nada porque todo funciona de manera orgánica como un todo. Es en estos momentos cuando el director ya no se siente como un ilustrador del guión, como diría Hitchcock, sino un artífice que maneja las formas como el pintor o el escultor en su taller, ajeno a horarios y cortapisas.

de izq a dcha.: Judit Klejn, Facu Pérez, Josep Vilageliu, Laly Díaz, Idaira Santana, Laura Gómez y Néstor Rial (equipo del fragmento "Nocturno")