Podría decir que he terminado el cortometraje (o casi, falta
rematarlo) o que el corto ha acabado conmigo (que también, o casi), pero me
gusta más pensar que el corto se ha hecho a sí mismo, quiero decir que, a
diferencia de mis otros trabajos, donde todo estaba medianamente controlado,
aquí el rodaje entró en crisis varias veces, arrastrando jirones de ideas
preconcebidas que ya no cuadraban, y el corto iba adquiriendo nuevos ropajes,
desvíos que me llevaban a territorios inexplorados y que yo, a posteriori,
debía interpretar, no ya como creador sino como espectador del corto que se iba
haciendo ante mis ojos.
En algún encuentro con cineastas, en la estéril polémica
entre cine de autor y cine de género, se alzaban voces contra aquellos que no
tenían en cuenta al espectador al realizar un corto, lo cual es una falacia
porque uno siempre tiene en la cabeza el qué y el cómo, que es una manera de
enfrentarse a la persona que estará al otro lado.
Pero yo me ponía en plan paranoico y aunque no sorprendía
ninguna mirada dirigida a mi persona, y siempre se hablaba del corto de las
cabras mirando a cámara (un corto de Víctor Moreno que se hizo célebre por la polémica que desató),
intuía que podían estar refiriéndose a alguna de mis películas, si no a todas.
Incluso cuando cité Nube9 como película fallida, mi vecino de mesa se giró
hacia mí y me espetó que había sido la única que había entendido.
Nube9 fue un intento de dialogar con el cine de género,
abordar la ciencia ficción desde la reflexión, tomando prestadas algunas ideas
narrativas, como el viaje a una realidad paralela (un futuro posible) o la
posibilidad de escape para regresar al mundo real, pero manteniendo una
distancia. Iván López lo veía como un inconveniente, al afirmar en su blog que en el corto
los personajes contaban lo que estaba pasando en lugar de dejar que lo hiciera
el propio corto con sus propias herramientas expresivas.
En Al borde del agua también me acerco al cine de género,
en este caso al cine de fantasmas o de terror, del que tomo prestadas no solo
algunas constantes narrativas, como la presencia de una amenaza indefinida,
sino sobre todo me interesan los aspectos formales, los encuadres, texturas, el
juego de luces, que interpelen a un espectador conocedor de las claves
genéricas.
De modo que tanto Nube9 como Al borde del agua sí tienen
en cuenta a este espectador, se sustentan en un diálogo constante, en ir
generando expectativas, mantener la incertidumbre, la búsqueda del sentido
último de las imágenes que se suceden.
Hace años rodé Fantasmas en el Puerto de La Cruz, que no era estrictamente una
película de seres translúcidos, pero sí de almas en pena (dos personajes
aislados que se interrogan sobre sus sentimientos mutuos) que deambulaban por
los salones y pasillos de dos hoteles sin solución de continuidad.
Encerré a mis personajes en un museo en Reflejo en rojo,
en la habitación de un hotel en Nube9, y más recientemente en un jardín en
Del amor y otras necesidades, como espacios puramente cinematográficos que me
permiten acorralar a los personajes y constreñir la acción a lo esencial.
Son soluciones narrativas que tienen su correlato a nivel de
producción, porque permiten concentrar los esfuerzos en una única localización.
Se gana tiempo y eficacia. Se alcanza un buen nivel creativo y colaborativo. Hay
buen rollo.
Para Al borde del agua habíamos previsto el rodaje de un
día en el Club Náutico del Puertito de Guimar, a veinte minutos en coche desde
La Laguna. Unos amigos nos dejaban rodar en su velero. El rodaje prometía una
versión doméstica del camarote de los hermanos Marx. Los técnicos subían a
bordo cámaras, trípodes, focos y grabadores, y las actrices venían con el
vestuario (el decidido y el de por si acaso), mientras que los de producción
llenaban el interior del barco de bocadillos y latas de cerveza. El set era al
mismo tiempo vestuario, cantina, oficina de producción y cabina de control de
la imagen y el sonido.
Para cada encuadre había que movilizar a todo el mundo,
mandarlos subir a cubierta y estarse calladitos. Era, por necesidad, un equipo
mínimo. Este primer (y a priori único) día de rodaje Leonor Cifuentes se
encargaba de maquillar a las demás y estableció conmigo la línea del vestuario.
Nada de ayudantes. En los sucesivos rodajes, las actrices acudían maquilladas
desde casa y del vestuario se encargaba cada una.
A mediodía, a falta de un par de secuencias, a Judit la
llamaron del trabajo para una sustitución urgente. La idea era rodar lo que
faltaba a la semana siguiente. Pero empezaron a no cuadrar las disponibilidades
de cada uno. Las semanas se convirtieron en meses. Llegó el mal tiempo. Pasó el
invierno. Rodamos otra película. La gente se fue distanciando, había siempre
otras prioridades.
Les pasé los planos que habíamos rodado a unos amigos (había
hecho un montaje provisional), y me animaron a intentar acabarla, aquello
prometía, me aseguraron. Así que empecé a plantearme qué hacer con aquel
material y cómo completar el corto con otro equipo. Si Buñuel había rodado una
película con dos actrices interpretando el mismo personaje, ¿por qué no iba a intentarlo
yo?
Así empezó a dominarme esa historia de mujeres que viven en
un barco en vez de en tierra firme, y el corto inició su andadura por su
cuenta. Yo iba detrás, apuntalando los cambios a medida que se producían,
buscándoles un sentido y no al revés.
El casting fue un quebradero de cabeza, porque las posibles
candidatas, al poco tiempo de hablar con ellas, se veían forzadas a cambiar de
planes, así como también los posibles directores de fotografía, que encontraban
trabajo de buenas a primeras o justo ese día participaban de jurado en un
festival de cortos. En una ocasión, cuando ya lo teníamos todo bien atado, hubo
amenaza de tormenta, llovió y tronó y nos quedamos en casa. Era como un
proyecto maldito, y yo me hundía cada vez más.
Marcamos un día, yo ya había hecho tantos cambios en el
guión que no sabía qué película estaba haciendo, pero tomamos la decisión
porque René se marchaba a Madrid, quizás definitivamente, y era ese día o
nunca. Hasta unas horas antes no supimos con quién contábamos. Pero Judit ese
día tampoco podía, así que rodamos todo lo que tenía sonido y pospusimos, de
nuevo, el final del rodaje.
Cuando vi el material, casi me da un pasmo. No se parecía en
nada a lo que se había rodado un año antes. Fue entonces cuando el cortometraje
me gritó al oído, tío, es que no te enteras, ¿te has olvidado de la regla de
oro del Cine Leve? La verdad es
que nunca había oído hablar de esa regla de oro, y es que en el Cine Leve no
hay reglas. Solo intuición. Y la intuición me decía que tenía dos cortos, o un
corto en dos partes, y que ambas partes contaban la misma historia solo que de
manera diferente.
Pocos días después me di cuenta de que estaba haciendo una
película de fantasmas y que en el mismo espacio del barco coexistían varias
historias solo que en tiempos distintos o en dimensiones paralelas y que todas
convergían hacia un mismo final.
Necesitamos otro domingo para poner punto final a tanto
desasosiego. Rodadas las tomas imprescindibles para el montaje previsto, me
demoré improvisando algunos planos en este gozoso momento que siempre acontece,
un instante de enaltecimiento creativo, cuando la luz es perfecta y uno
encuentra sin pensarlo encuadres que sabes que van a encajar a la perfección en
el montaje final aunque no sabes todavía donde, y ni a los actores ni al cámara
tienes que decirle nada porque todo funciona de manera orgánica como un todo.
Es en estos momentos cuando el director ya no se siente como un ilustrador del guión,
como diría Hitchcock, sino un artífice que maneja las formas como el pintor o
el escultor en su taller, ajeno a horarios y cortapisas.
de izq a dcha.: Judit Klejn, Facu Pérez, Josep Vilageliu, Laly Díaz, Idaira Santana, Laura Gómez y Néstor Rial (equipo del fragmento "Nocturno")