domingo, 26 de junio de 2016

LOS ABORÍGENES CANARIOS EN EL ÚLTIMO CORTO DE ARMANDO RAVELO

Este viernes tuvimos en La Laguna una última ocasión para ver el último trabajo de Armando Ravelo, inscrito en su proyecto Bentejuí de llevar al cine el mundo de los aborígenes canarios, después del gran esfuerzo que supuso el rodaje de Ansite, hace ya cuatro años. Mah es un corto más contenido, en el que se nota un dominio de los recursos expresivos y una mejor correlación entre los medios de producción disponibles y el resultado.



Se proyectaba en el Espacio Cultural Aguere, después de haberse exhibido en todas las islas con un gran éxito de público. También en esta ocasión, a pesar de que ya se había proyectado unos meses antes en la misma sala, reunió a casi setenta espectadores, conocedores de la obra de Armando Ravelo. Podríamos preguntarnos, por qué después de tanta aceptación, sigue teniendo tantos problemas para poner en marcha su siguiente proyecto.

En "Mah", los planos aéreos sobre grandes extensiones arbóreas, los movimientos de cámara ascendentes o descendentes por los troncos de los pinos conectan el cielo y la tierra y enfatizan el enraizamiento de esa masa vegetal con los nutrientes del subsuelo.



Nos encontramos en un espacio mítico, habitado por niños, mujeres y guerreros, transitado únicamente por ellos, en tres tiempos separados por algunos años, los suficientes para que podamos hablar de tres generaciones.

Las niñas del primer tiempo, en un prólogo en blanco y negro, aleccionadas por su madre (“este es un mundo de hombres y hay que aprender a defendernos”), las niñas ya mujeres en el segundo segmento, que constituye el bloque principal del relato, donde deben poner en práctica las enseñanzas recibidas, y un tercer momento, diez años más tarde, cuando las hijas de estas mujeres ya deberían haberse desarrollado si esto hubiera sido posible, que se cierra con una admonición lanzada al futuro (y que podrían concernir al propio espectador del film) respecto a las siguientes generaciones de canarios, que contiene tanto una advertencia como una enseñanza.



Así, se establece una cadena que conecta  sin interrupción el pasado prehispánico, que conocemos tan solo por algunas crónicas interesadas, con la generación actual de canarios.

Armando Ravelo, que dedicó su primera incursión relatando una de las historias más cruentas del exterminio y dispersión del pueblo aborigen en la isla de Gran Canaria, decide aquí construir una relato antropológico a partir de algunos de los pasajes más difíciles de encajar desde nuestra mentalidad “civilizada”, sobre el infanticidio femenino obligado por las circunstancias adversas que implican la supervivencia de la tribu.

El principal escollo es cómo abordar el imaginario aborigen con la distancia adecuada. En Canarias se ha intentado mediante el disparate pop (“Crónica histérica: la conquista de Canarias” del equipo Neura en 1972) o comiquero (“La isla del infierno” dirigida por Javier Fernández Caldas en 1998).

Los intentos de un cine serio y realista se han estrellado ante la falta de medios, compensada casi siempre por el entusiasmo del equipo, capaz de proezas tales como llevar a una multitud de jóvenes al interior de las islas para el rodaje de secuencias épicas (el exilio de los palmeros en “Aysouraguan, el lugar donde la gente se heló”, del realizador palmero Lozano Van de Walle rodado en 16mm. en 1981)

Pero es en la figuración (el casting, el vestuario, los tatuajes, las armas, los utensilios), en la representación de la vida cotidiana y en el lenguaje, donde se juega la verosimilitud de la ambientación. Para ello, el imaginario fílmico acude en ayuda tanto del equipo artístico como del espectador, que identifica el pueblo aborigen con las películas ya vistas de otros pueblos prehispánicos y avala el realismo de la representación por su semejanza.

El precedente ilustre es la coproducción italiana española con aires de peplum “Tirma” (1954), dirigida por Paolo Moffa, donde los indígenas se representaban como indios mohicanos, y se acudía al mito de los amores entre capitanes intrépidos y hermosas doncellas aborígenes (como en Pocahondas).

La ayuda de las crónicas (Gadifer de la Salle, Lacunense, Abreu Galindo, Gómez Escudero…) y bocetos (pienso en los dibujos de Torriani) son una fuente válida e indispensable para la puesta en escena de un relato que se desarrolle en la época prehispánica, estudios que se acompañan de los últimos descubrimientos en los yacimientos así como el estudio comparativo con otros pueblos, y que ha llevado a diversas teorías e interpretaciones.

Otra opción es acudir a la estilización más extrema, como en “Iballa” el mediometraje que dirigí en 1987, una coproducción de Yaiza Borges y TVE en Canarias, rodada sobre el escenario del Paraninfo de la Universidad de La Laguna a base de largos planos secuencia con la cámara montada en una grúa, decorados planos y diálogos recitados.

Ravelo opta por encomendarse a las dos corrientes, a la realista y a la de la estilización. Intenta que los personajes resulten creíbles, mediante un casting exquisito, la utilización de pinturas corporales, escenas de lucha bien coreografiadas y diálogos en amazigh (lengua reconstruida a partir del bereber).

En el lado de la estilización, Ravelo contrapone planos muy amplios del bosque, que empequeñecen a los personajes, con primerísimos planos de los mismos (cuando los guerreros se pintan y se preparan para la violencia, en especial), así como un uso de la banda sonora continuado que acompaña todo el metraje, siempre en primer plano, modulando la emoción, grave en los planos aéreos del bosque, íntima en las relaciones entre las mujeres, estentórea con los guerreros y la escena de lucha y dramática acompañando los gritos de dolor de la protagonista.



El uso del amazigh, a pesar de que añade verosimilitud al relato, nos distancia del mismo. Los rostros de los personajes, con sus pinturas, pasan a convertirse en máscaras, representando no a individuos sino a determinados tipos sociales: la madre, el guerrero, la hija, el hijo.



Este efecto de distanciamiento ayuda a la comprensión de los factores que intervienen en el drama y que competen a cada uno de los actantes, donde cada uno defiende sus razones. De los consejos maternales del comienzo hasta el deseo de venganza de una de las hijas existe un hilo narrativo, una épica brechtiana (punteada por los fundidos en negro), que el espectador puede seguir sin perderse ni dejarse llevar por falsos sentimentalismos. 

Pero donde más interviene la estilización es en el tratamiento del paisaje, que pasa de ser un simple bosque, con sus pinos, pájaros y un riachuelo, para representar un espacio mítico, no tanto por lo que la cámara fotografía sino por lo que queda fuera del encuadre. No hay un poblado (en todo caso, el interior de una cueva), no vemos las cosechas (pero sí se habla de ellas), nunca vemos el mar (y estamos en una isla).

En el interior del cortometraje solo existen dos espacios, el bosque (transitado por todos), y el espacio de las mujeres (la boca de la cueva en la ladera del monte, vedado al hombre).  Porque esta es la historia que se cuenta, de cómo las mujeres deben crearse un espacio para ellas para defenderse del hombre, cuando las leyes que estos imponen tratan de arrebatarles lo que les es más querido.

Esta estilización está inscrita ya en el propio título, cuando las tres palabras que designan a la madre (MAH) se descomponen para construir un símbolo, una especie de U y cuatro rayas verticales, que remite a la maternidad (la cueva útero, el flujo menstrual, la lluvia que hace germinar la tierra).



Por otro lado, al elegir este pasaje cruel entre tantas historias que preceden y vertebran la larga y agónica historia de la conquista, desoyendo los relatos elegíacos de un pueblo que vivía feliz y acorde con la naturaleza,  Armando Ravelo se aleja de la concepción clásica de la selva como lugar incontaminado, el Edén añorado y mil veces mitificado por poetas y vendedores de paraísos turísticos, para asomarse, casi de puntillas, a una cultura radicalmente distinta a la nuestra y para señalar, de algún modo, que cuando estalla una crisis, la barbarie está a la vuelta de la esquina.
  





lunes, 20 de junio de 2016

SAN RAFAEL EN CORTO: UNA MUESTRA HETEREOGÉNEA

El equipo en peso de Gran Angular se traslada a Tenerife para mostrar el palmarés de la XI edición SREC (San Rafael en Corto). Este año se inscribieron 500 cortometrajes, se mostraron 200 durante una semana y el público seleccionó 18, que son los que el sábado pasado se exhibieron en el Espacio Cultural Aguere.

Contemplar esta selección de cortometrajes de menos de seis minutos tenía un doble interés. Por un lado, poder pulsar las preocupaciones estéticas y narrativas de los cortometrajistas canarios, y por otro ver por donde andaban los tiros en cuanto a los intereses y gustos del público.


Esperaba una gran afluencia de público, sobre todo entre los cortometrajistas de la isla, algunos de cuyos trabajos se mostraban ese día. Al llegar me encontré con una larga cola de gente joven que me afirmaba en mis expectativas, pero en un momento dado todos ellos desaparecieron tras la puerta de una de las salas de la planta baja, donde se representaba una obra de teatro. Me asomé con timidez en la sala 3 y la encontré vacía. Vamos a esperar unos minutos, decían los desolados organizadores, a ver si llega alguien.

Esta muestra se realiza en Vecindario, en el municipio de Santa Lucía de Tirajana, una población que se ha expandido en los últimos años a lo largo de la carretera que comunica las Palmas de Gran Canaria con el sur de la isla, gracias al crecimiento del sector servicios y al desarrollo comercial. A pesar de hallarse a 35 kilómetros del centro cultural de la isla, ha conseguido poner en marcha un proyecto cultural autóctono, gracias al empuje del asociacionismo juvenil y a la participación social. 

El teatro Víctor Jara, un edificio que alberga varias salas donde se desarrollan todo tipo de eventos culturales, cursillos y diversas actividades, dispone de un envidiable espacio, en forma de anfiteatro, para la exhibición de teatro, danza, y cómo no, de cine, con un aforo que permite la asistencia  de más de mil espectadores.




Es en la sección oficial de cortometrajes, cuya duración nunca puede sobrepasar los 6  minutos, donde diariamente los espectadores eligen sus cortos preferidos. Como no hay premios en metálico, los organizadores se comprometen a exhibir los mejores cortos, según el público, por las islas. Esto es el catálogo.

En la sesión del martes, por ejemplo, se proyectaban algunos de los cortos que más premios habían obtenido en el concurso de rodajes exprés La Laguna Acción, que se había llevado a cabo unos meses antes, el musical “Nice song” de Lamberto Guerra y la hilarante “M.M.U.” de Gabriel García, donde los elementos del mobiliario urbano, buzones, papeleras, semáforos, expresaban sus quejas. Pues bien, el público se decantó ese día por un corto intimista de Esteban Calderín rodado en Gran Canaria, un corto satírico de Sergio Taño rodado en el norte de La Palma y un corto dramático de Daniel Suárez rodado en Alemania y hablado en alemán.

¿Existen públicos diferentes? ¿Influye que aquellos cortos se hubieran grabado en una isla distinta del lugar donde se desarrolla la muestra? ¿O fue que en La Laguna el público mayoritario estaba más o menos relacionado con los diversos equipos de rodaje que competían entre sí?

Lo que sorprende es la gran variedad de tonos, narrativas, estilos visuales y géneros cinematográficos en los 18 cortos que integran el palmarés de este año, a tres por día de los dieciocho o diecinueve cortos que se exhibían en cada sesión. Como la duración se limita a 6 minutos, muchos de los cortos presentados fueron realizados en los concursos de cine exprés que han proliferado por las islas, a la sombra del Festivalito de La Palma, y que surgieron justo cuando el Festival que impulsó el cine de guerrilla tuvo que suspenderse por falta de apoyos.

Se trata, pues, de unos cortos rodados en pocos días (dos o tres e incluso en 24 horas según las normas de cada concurso), sin tiempo para pensar, organizar o disponer de lo necesario, con un casting sobre la marcha, y en una limitación de espacio (a veces el propio municipio). Estas limitaciones determinan unas opciones narrativas y temáticas que pueden llevar a la contención o al desbordamiento.

Una contención que se deja sentir en los tres minutos escuetos que dura “Medianoche”, el corto de José Medina, donde una chica busca las palabras precisas para no herir a su pareja, intentando decirle que deberían dejar de vivir juntos. En un primer momento, parece que está hablando a través de la distancia por medio de un dispositivo digital, pero es la imagen de su compañero en la pantalla de la tableta la que le permite no encararse directamente con él al utilizarla como una barrera. En un instante, en lo que dura un plano, emergen una serie de consideraciones muy actuales sobre la pérdida de lo real en las relaciones humanas, donde la virtualidad puede unir o separar, permitir la comunicación o entorpecerla.



Contención figurativa en el nuevo corto de Agustín Domínguez rodado en el campamento de refugiados en Tindouf, con los niños sahauríes de la escuela. En “Soy pequeñito” Agustín Domínguez filma a los niños quietos y mirando a cámara, como para una fotografía, y narra la historia como un cuento mediante imágenes de una gran simplicidad, que funcionan como alegorías sobre la solidaridad, tanto individual como colectiva. El niño recorriendo la montaña, la selva, el desierto o el río (magnífica la imagen de la palangana y el paraguas en medio del patio), que no debe tener miedo a pesar de su pequeñez porque siempre habrá alguien a su lado que lo cuide y que lo guíe, nos lleva directamente a la idea de un pueblo chico que necesita la solidaridad de otros pueblos. 





Este corto se realizó durante la celebración del Festival Internacional de Cine del Sahara (FISÁHARA), con el cual la Agrupación Cultural Gran Angular, organizadora de San Rafael en Corto, lleva colaborando durante los últimos siete años. Algunos de los cortometrajes realizados en la Escuela de Cine del Sáhara se han exhibido en el Teatro Víctor Jara, en los ciclos sobre Cine y Solidaridad que acompañan las sesiones del Festival y constituyen una parte importante del mismo.




Otro corto cuya contención narrativa, de apenas un minuto, resulta fulgurante es “Blanco y negro”, de Guillermo Groizard, que juega con la frontalidad para oponer el mundo ficticio de los sueños (representado mediante el género musical), al mundo real (tomar una simple decisión), en el que el rostro de la actriz, mirando a cámara, resulta muy turbador.

Esta relación entre el mundo real y las expectativas que nos hacemos del mismo es el tema de “Hashtag”, el corto de Óscar Santamaría, con la actriz y también realizadora Marine Discazeaux, que interpreta a una estudiante de Erasmus insatisfecha por su destino en el interior de la isla de Gran Canaria, lejos de las apetecibles playas. Para que su frustración no se trasluzca en las redes sociales construye un imaginario capaz de engañar a sus amistades mediante un simple truco visual.


La preocupación por lo virtual, ese mundo futuro en el que ya vivimos, es visto como una pesadilla en “Digital Detox”, de la cual es inútil intentar escabullirnos. Gabriel García opta por el humor absurdo para contarnos la historia de un pobre adicto a los dispositivos digitales que trata de sobreponerse mediante la lectura de un libro de autoayuda. La abstinencia le lleva a convertirse en un sectario que huye de la proximidad de los móviles como de la peste, que le persiguen incluso en el fondo de una piscina, recorrida por un nadador que se sumerge para hacerse una selfie, en uno de los momentos más divertidos del cortometraje.



Es un humor sin aristas, que se desborda en el histrionismo de los actores y de las situaciones, que encontramos en “Estaría guapo”, el corto sarcástico y manierista de Sergio  Taño, que mezcla el blanco y negro con las escenas imaginadas en color (de nuevo la oposición entre lo real y lo ficticio). Encuadres imposibles, aceleramiento de la imagen, forzamiento del color, encubren la imposibilidad de una vuelta atrás para recuperar la vida pastoril de los antiguos canarios, una felicidad filtrada por la falacia del presente. 

Un presente visto con pesimismo, tanto por los jóvenes realizadores como por el público que ha valorado estos cortos, y que se comprueba una vez más en el corto postapocalíptico “Casita” de Pablo Fajardo, que nos sitúa en un mundo arrasado donde lo peor que puede sucederle a alguien no es ser el único ser vivo del planeta, sino que tenga que compartir su soledad con su propia madre, que sigue viviendo en la cotidianidad insulsa anterior sin apercibirse de lo absurdo de su situación.

Las primeras imágenes de “Oculto en el corazón” nos revelan de inmediato que estamos ante un nuevo trabajo del prolífico director Esteban Calderín, tanto por el clasicismo de su fotografía (esos colores pastel característicos ) como por el aspecto de sus actrices, casi siempre las mismas, y el mundo de los sentimientos que recorren su extensa filmografía, quizás aquí en uno de sus trabajos más cortos. También en este enfrentamiento de caracteres ante una situación luctuosa (el ex de una y amigo de la otra lucha entre la vida y la muerte en la cama de un hospital), se nos expone una visión pesimista de la vida, donde prima la inevitabilidad de la muerte.

La idea de la muerte y un excesivo pesimismo impregnan las imágenes tanto de “Invisible” como de “Karaoke en Tokio”, y ambos trabajos se ubican en los extremos de la contención y el desmelenamiento. 

El corto que Daniel Suárez rueda en una población alemana revela en su voz en over tanto un pesimismo esencial, inherente a la naturaleza humana, como de crítica social (el homeless envilecido, apaleado y asesinado alegremente por un par de descerebrados racistas), mientras que el compositor frustrado del corto de Daniel Sainz llega al suicidio tanto por la incomprensión de las mujeres (algo habrá hecho, digo yo, para merecer tal desprecio), como por la de los dueños del cotarro en el mundo de la música.



Daniel Suárez en “Invisible” se impregna del consuetudinario distanciamiento de determinado cine alemán (la frialdad en la fotografía, la profundidad semántica), mientras que “Karaoke en Tokio” refleja el clima convulso y febril del Festivalito de La Palma, que lleva a todos los actores a la sobreactuación.  

Me sorprende gratamente “Oasis”, firmado por Txetxu de La Portilla, que se anuncia como videoclip, pero que transita por el imaginario del cine de piratas, y transmuta la isla de Gran Canaria, gracias a unos simples pero efectivos trucajes, en un territorio mágico, ofreciendo una mirada primigenia del paisaje canario.

Pero la gran gozada del Catálogo se encuentra en la pieza de Adrián León Arocha, ya un poco lejana en el tiempo, que rodó en un vagón de metro en Madrid en un único plano secuencia en 2013, y que se propone como un corto documental, social y musical, por decir algo sobre una pieza inclasificable, entre lo real y lo ficcional, la performance y la puesta en escena, en la que se mezclan sin que podamos discernirlo figurantes preparados y usuarios del metro de Madrid, y que Adrián titula de manera reveladora “Madrid Subway wagon claps”.

Ya Daniel León Lacave, que suele rodar en Madrid en viajes relámpago de fin de semana, me había advertido de la dificultad de rodar en las estaciones de metro, cuando no cuentas con los permisos pertinentes.

De modo que puedo imaginarme a Adrián estudiando el terreno como un general ante la batalla, intentando prever cualquier eventualidad. Desconozco qué parte se debe a la previsión y cuál es fruto del azar, y prefiero quedarme con mis impresiones que conocer el truco que desmontaría toda mi teoría.

Lo cierto es que el plano secuencia se inicia en el arcén, con la cámara siguiendo a una chica al subirse al vagón y termina dos estaciones más adelante saliendo del metro detrás de la misma chica. En este intervalo se desarrolla una escena cotidiana que todos hemos presenciado más de una vez, la actuación de un par de artistas que tratan de ganarse unas perrillas para, en palabras del que lleva la voz cantante (metafórica y literalmente), invertir en Mercadona. El corto se presenta como un fragmento de vida robado, pero lo maravilloso es saber que detrás hay un equipo de rodaje que permanece invisible en todo momento.

También es importante conocer la trayectoria artística de este joven realizador, que hizo sus pinitos en esto del cine siendo un adolescente,  y que tras unos comienzos en el cine testimonial, muy plegado al suelo, sobre las pandillas de jóvenes en los barrios marginales de Las Palmas de Gran Canaria (“El último golpe” o “Slum boys” rodados en 2008 y 2009 respectivamente), ha ido derivando hacia un cine más experimental en el lenguaje (la extraordinaria “Triángulo” en 2010, en el Festivalito), pero buscando los resortes de un modo de vida relacionado con la música, en especial el hip hop.



miércoles, 1 de junio de 2016

LOS DÍAS VACÍOS DE DANIEL LEÓN LACAVE

La sala del TEA estrena cada fin de semana una película de calidad, avalada por premios en festivales internacionales. Coincidiendo con el día de Canarias, ha programado Los Días Vacíos, el segundo largometraje del cineasta Daniel León Lacave, adscrito al movimiento del Cine Leve. Al mismo tiempo, la Televisión Canaria ha emitido estos días una larga lista de producciones canarias, tanto de ficción (“La senda” de Miguel Ángel Toledo,  “Muchachos” de Raúl Jiménez, “Slimane” de José Alayón ) como documentales (“Bregando historias”, el estreno de “Playing Lecuona”), casi todas en horario prime time, así como la emisión de los cortometrajes del Catálogo de este año, casi a medianoche como ya es costumbre.



Pensaba titular esta entrada del blog mirando hacia atrás sin ira, apelando a la nueva mirada del Free Cinema sobre la sociedad, como respuesta al estado catatónico del cine británico después de la guerra mundial, aquellos angry men que se sintieron obligados a mirar el mundo cara a cara, y dar visibilidad a la clases populares.

El free cinema se llenó de personajes que trataban de reaccionar en una sociedad abúlica, acomodada. En “Los días vacíos” Daniel León Lacave se remite a su propia experiencia como uno de los jóvenes de la llamada generación Ni-Ni (ni estudia ni trabaja), sumidos en un nihilismo que les impedía comprender en qué mundo se encontraban.

Dos son las cuestiones a las que debía dar respuesta. Una atañe al llamado realismo social, al cual parece adscribirse este segundo largometraje del cineasta “leve” Daniel León Lacave. El otro, tanto o más peliagudo que este, es la representación de la juventud en el cine. Después de merodear por distintos géneros (la comedia desmedida, el cine histórico, el cine de compromiso, la metaficción  o el cine de ultratumba),  se decide por lo más difícil.

El realismo es un campo de minas porque, qué es lo real, cómo lo represento. En el cine, arte de la apariencia, lo real es siempre un simulacro, una representación.

Hace un año y medio, en septiembre de 2014, escribí en este mismo blog sobre el reciente estreno de su primer largometraje “Crónicas del desencanto”.  Pensaba entonces que después de aquel film de difícil encaje en el panorama del cine isleño, todos esperábamos que lograse superar sus luchas internas para ofrecernos un cine de mayor calado, más equilibrado, y no tanto una respuesta emocional a sus propios estados de ánimo. Dani replicó que cuando ya no tuviera nada que contar de sí mismo, de lo que sentía o de lo que pensaba, se retiraría del cine, porque de alguna manera el cine es ese medio que lo conecta con la vida.

En “Los días vacíos” Daniel se mira a sí mismo desde la distancia. Han pasado ya algunos años y la crisis se ha recrudecido, los desgraciados milieuristas de hace una década son vistos ahora como unos privilegiados. Son pocos los que siguen cobrando un sueldo respetable y no han tenido que abandonar el país o mendigar los pocos y eventuales puestos de trabajo que nos ha dejado el austericidio.
“¿Por qué se quejan los jóvenes?”, exclama la madre del protagonista, “nosotros sí que lo pasamos mal”. Lo cierto es que en los 90 empezaba a ser difícil para los jóvenes encontrar un buen trabajo, pero todavía la sociedad vivía en la burbuja de España va bien y lo que hay que hacer es pedir créditos y rodearse de las comodidades que uno se merece.

La película está dedicada a “Nosotros, los que éramos entonces”. Muchos espectadores, de distintas generaciones, se han sentido identificados con el protagonista en su peculiar descenso a los infiernos, a medida que veía reducirse sus expectativas en la vida. No hay resquemor en esta mirada, el lapso temporal transcurrido ha limado la ira (el free cinema hablaba en tiempo presente), es más bien una mirada agridulce, aunque el film vaya pasando de la comedia al drama, midiendo muy bien los tiempos.

El alter ego de Daniel León Lacave en el film trabaja en la barra de un bar como camarero, pero Dani el cineasta no pudo acudir al estreno de su largometraje en Tenerife porque era viernes y no podía abandonar su puesto de trabajo en el bar donde sirve copas. La situación apenas ha cambiado en cuanto a sus condiciones de vida, alterna trabajos esporádicos con estadías en el paro. El paso de los años, el recrudecimiento de la crisis, ha conseguido abrir los ojos a los jóvenes ensimismados de entonces, la sociedad ha ido cambiando y hay una mayor implicación social.




El film se abre con un prólogo que nos sitúa en el tiempo: el final de la mili, cuando las perspectivas de futuro se abren con todo sus promesas intactas. Está resuelto mediante un único plano secuencia, la cámara se acerca de modo imperceptible al grupo de muchachos, al final la cámara retrocede, alejándose de ellos, para regresar a la posición inicial.

Desde este plano inaugural, sabemos ya cuál va a ser la respuesta del cineasta ante las dos cuestiones enunciadas.  En las antípodas de aquella cámara desbocada de su anterior largometraje, con sus incesantes desenfoques y el mareo de la cámara en mano, aquí se opta por un estilo contenido, observacional, que dará prioridad a los planos amplios.

Sus jóvenes van a ser personas normales, sin psicopatías ni traumas infantiles que los aboquen a soluciones desesperadas, nada de comportamientos suicidas o jóvenes intoxicados por la droga y obsesionados por el sexo, que pululan por el universo del cine sobre la juventud. En una entrevista en el blog La noche intermitente, Dani asume que su película será más aburrida que otras cintas españolas de parecida temática, como “Las historias del Kronen” sobre los excesos de la clase alta, o “Barrio” que denunciaba la situación de las clases marginales. No, “Los días vacíos” habla de los jóvenes de clase media, una clase sin tanto pedigrí, pero que es la que más ha sufrido con la crisis actual.


Escribió este guión hace ya diez años, cuando todavía tenía puesta la fe en poder realizar películas con un presupuesto holgado, antes de que el Cine Leve le hiciera abrir los ojos a la realidad y pudiera dirigir tantos cortos y estos dos largometrajes con la libertad de quien cree en lo que hace y lo disfruta, sin preocuparse por los dineros, donde menos es más y lo importante es hallar la mejor alternativa para cada problema que se presenta (Axioma: lo que se encuentra siempre es mejor que lo que se dejó atrás).

La semilla de “Los días vacíos” está en “Ruido”, ese rotundo cortometraje donde una pareja dirime sus problemas en medio de una manifestación y los gritos de la muchedumbre ahogan las voces de la pareja.

El joven protagonista de Los días vacíos intenta resolver sus problemas sin darse cuenta de que a su alrededor están sucediendo cambios vertiginosos que le incumben. Lo real irrumpe en su vida a través de la pantalla de la televisión. Lo real se nos aparece con la apariencia desdramatizada de los telediarios, una apariencia devaluada respecto al aparente realismo de las imágenes del film, como si pertenecieran a dos realidades distintas, separadas por la pantalla del televisor.

El protagonista habita el mundo de los sentimientos y los dramas humanos, los de los otros, se desarrollan en un olimpo lejano. En la textura del film se confrontan ambos mundos, mostrándose el televisor, siempre encendido, como un objeto cotidiano, integrado en las rutinas familiares. Será solo al final cuando las imágenes catódicas se muestren en primer plano,  unas imágenes que interpelan tanto al espectador como al joven protagonista.



Dani no le hace ascos al género y asume con pulcritud los estereotipos obligados: por un lado los espacios de la discoteca o las caminatas nocturnas sin rumbo, solo o con el imprescindible amigo, los miradores sobre la ciudad de la que uno se siente excluido, los espacios familiares donde se desarrollan los dramas propios de la rebeldía juvenil (¿quién no recuerda “Rebelde sin causa”?).  

Por otro lado no faltan los flashbacks, las ralentizaciones ni las secuencias construidas a partir de una canción que las comedias de Hollywood entronizaron y ahora encontramos por todos lados.  
Pero aquí la rebeldía no adquiere el carácter transgresor de los dramas juveniles. Es un rechazo instintivo frente a los abusos de autoridad que van jalonando su camino en busca de trabajo. O le provoca un estado abúlico en la casa, ante la avalancha de recriminaciones que le lanzan cada vez que le ven, frases que se repiten sin dejar huella, como si el pobre chico no estuviera buscando este trabajo, como si toda la culpa fuese suya.

Y los flashbacks y las ralentizaciones se repiten como una coda. Imágenes cliché que han impregnado el imaginario colectivo, cimentando una fantasía. Imágenes edulcoradas que se confrontan con las imágenes de lo real de la pantalla del televisor, como si ambas pugnaran por atraer su atención.

Esta fantasía cinematográfica estaba ya en otro cortometraje suyo, “En el lago azul” (2010), en el que se confrontaba con violencia el nihilismo de una pareja, sentada en un paraje  desolado del extrarradio, con imágenes paradisíacas, inspiradas en el film para adolescentes del mismo título.

En las secuencias de montaje, tan útiles para condensar la acción y hacer avanzar la narración, Dani ensaya estructuras temporales, como ese ambiguo plano del beso al atardecer, mientras el protagonista deambula melancólico junto al mar, que no sabemos si es un flash back o la expresión de un deseo que luego se cumple.



Tras su aparente liviandad, hay un control absoluto de los ritmos, de los encuadres, de los movimientos de cámara, de la puesta en escena. Confiesa Dani que en esta ocasión el montaje se le trabó, añadió y quitó cosas, cambió de lugar otras, rodó nuevos planos.



Dani, antes que cineasta, quiso ser dibujante de comics, y suele hacer story boards para visualizar previamente los planos que desea rodar. Después, ya en el set, se permite el lujo de improvisar con los actores, buscando en los detalles la manera de convertir una situación recreada en lo más verosímil posible.



Este film no es Cine Leve, afirmaban algunos seguidores del cine de Daniel León Lacave, ante el despliegue de localizaciones de todo tipo, ignorando que el Cine Leve es más una filosofía de trabajo, y por lo tanto difícil de definir, y no un cine que se quiere pobre, minimalista.

Una anécdota que aclara esta manera de hacer cine: Dani decidió iniciar el rodaje sin tener cerrada la producción, la idea era ir rodando las escenas a medida que fuera disponiendo de las localizaciones, sin ni siquiera tener el casting completado. Para ello empezó empuñando él mismo su propia cámara. 

Cuando estaban rodando una escena, con Iván Alamo y  Kathy Pulido, pasó por allí Pablo Gallego, que ya le había hecho la fotografía de su otro largo, y les preguntó qué hacían. Sin pensárselo dos veces se apuntó de nuevo, aportando esa maravillosa cámara Sony que filma de noche sin necesidad de focos.

Dani tiene fama de dirigir muy bien a los actores. El lunes, al final de la última proyección (Dani pudo acudir finalmente a Tenerife), nos fuimos a comer algo en la calle de la Noria, frente al edificio del TEA. Estaban algunos de los actores, y también Enzo Scala, que había sido su profesor de interpretación de todos ellos.

Como esta vez la cosa iba de gente joven, Dani había tenido que tirar de actores de menor edad que los que suelen trabajar con él, recién salidos de la Escuela de Actores, que no conocían sus sistema de trabajo, a excepción de Kathy Pulido, que sí había trabajado con él.  Explicaron que al principio se sentían desconcertados, porque no les daba ninguna indicación. Pero ahí está el resultado. 

La acción de la película se desarrolla entre los años 1993 y 2001, con las noticias al principio de la intervención de las tropas españolas en Bosnia y el plano final del atentado de las torres gemelas en NY.


Esa ficticia separación de dos realidades, de lo individual y de lo colectivo, que se condicionan mutuamente, abre también el film a modo de paréntesis. Lo primero que vemos son los rostros de dos jóvenes que descubren, fuera del encuadre, una imagen que les resulta incomprensible y la consideran fea. Los dos jóvenes inician su andadura hacia aquello que comentan y el plano se abre para ofrecernos la visión de una escultura colosal, enroscada sobre sí misma, como el fósil de una animal prehistórico. Se trata de Lady Harimaguada, la escultura de Chirino que se instaló en la avenida Marítima de Las Palmas de Gran Canaria en 1999, y que la ciudad ha adoptado como emblema. La escultura hace referencia a las jóvenes  prehispánicas consagradas al culto, encargadas de la educación en las maguadas, una especie de monasterios.


Es al cobijo de la gran escultura donde los dos amigos dirimen sus penas y se lamentan de su infortunio, sin conocer el significado de la escultura, como también se les escapa la importancia de las guerras, las penurias sin fin de pueblos enteros, como si todo esto no fuera con ellos. Esa escisión entre el yo y el mundo llevó a toda una generación de jóvenes a la confusión y el hastío, al desasimiento político.