viernes, 31 de mayo de 2013

LA CIUDAD HABITADA DE FÁTIMA LUZARDO

Lanadacotidiana, primer largometraje de Fátima Luzardo, se abre con un primer plano de una cámara fotográfica dirigida hacia el espectador. Escondido tras ella distinguimos los rasgos del actor Winslow Iwaki. Así, de entrada, el film se ofrece cono una mirada en primera persona que, a su vez, pretende cartografiar el mundo.



Una voz cálida en over, la de la propia Fátima Luzardo, describe la ciudad mientras vemos edificios, ropa tendida en las azoteas y porteros eléctricos en los zaguanes de los bloques de edificios. Esta descripción poetizada, recitada de una manera lánguida y pausada, duplica la afirmación subjetiva del film que ahora empieza a desplegarse para dejar paso a las imágenes y a los sonidos de la ciudad, dejando que sean ellos la materia sensible, los colores y las texturas, los que hablen a partir de ahora sin más mediaciones.

Primero la ciudad, después las personas que la habitan. El film se construye a base de planos fijos, a veces vacíos, que son ocupados a los pocos segundos por los personajes del film, o bien estos personajes abandonan el plano y este se queda vacío durante un tiempo considerable, quedando ante nuestros ojos unas sillas, objetos cotidianos, carteles, fachadas, farolas, árboles mecidos por el viento, el cielo, el mar, la ciudad vaciada, convertida en pura forma, en una imagen.

En la primera secuencia, vemos al personaje de Winslow caminando por una acera. La cámara es ahora una cámara en mano que sigue al personaje y se ciñe a sus movimientos. Winslow es a partir de ahora, como si plano de apertura del film no lo hubiera dejado meridianamente claro, el elemento conductor, fijando con su cámara fotográfica aspectos y personajes que de otro modo hubieran quedado en el anonimato de la ciudad.

Durante este plano en movimiento se cruzarán varios personajes. Una persona mayor se siente desvanecer y varias personas acuden a auxiliarla. Algunas de estas personas las reencontraremos más adelante. El propio Winslow se involucra en la acción, dejando de ser el personaje pasivo y mirón, dejando ver la postura moral de la directora del film respecto a sus personajes.

Todo hace entrever que el film va a tener un carácter coral, donde varios personajes se cruzan durante el relato. El canon nos dice que al final todos los hilos van a confluir en un momento dado. Pero Fátima Luzardo construye su historia justo al contrario: los personajes se cruzan al principio para luego disgregarse.

Hay un tema subyacente, que es el de la enfermedad y la muerte. Los hombres y mujeres que habitan la ciudad van y vienen y al final desaparecen. Queda la ciudad, a la espera de otros hombres que la habiten. El personaje de Winslow contempla la ciudad desde un mirador y otro hombre, tan solitario como él, se sienta a su lado y trata de establecer una comunicación en un inglés elemental. Uno y otro comparten una pérdida. Alguien estuvo allí antes que ellos y vio la ciudad, quizás con otros ojos. La mirada no puede ser más que una mirada nostálgica.

El rostro del actor elegido para sustituir la mirada subjetiva de la directora del film es un rostro exótico, que amalgama rasgos orientales y africanos. Marca la distancia precisa a la que expone la mirada del espectador frente a su film. “La ciudad parece más pequeña desde lo alto”, comenta aquel personaje desde el mirador de la cumbre. El film como una miniatura.

El personaje, además, habla inglés, es ajeno a la ciudad que retrata. Busca en los rostros una complicidad, como en la escena del café, donde la mujer fotografiada a través del cristal es consciente de que es observada y le sonríe. En un momento dado, se sorprende reflejado en un cristal al hacer una foto y su gesto de desconcierto le traiciona.

La ciudad como receptáculo de emociones, que los primeros planos sostenidos sobre los actores van anclando y acumulando en la disparidad de historias cruzadas. No importan tanto las frases como ese batiburrillo constante, una amalgama de voces y sonidos que constituyen el fondo sonoro del film.



La única música que oiremos es una música diegética, aquella que constituye el fondo ambiental de la ciudad. Pero al igual que las emociones, también la música es capaz de trascender las propias imágenes que la sustentan. Así, la música retumbante y plañidera de la Semana Santa abandona a los capuchinos para sobrevolar sobre la noche en la ciudad, acompañando el trayecto del tren urbano, ocupado por sombras anónimas, que la cámara sigue mediante un movimiento panorámico y que termina encuadrando la sombra de los bloques de viviendas punteados por las luces equidistantes de las farolas.

En otro momento, otro de los personajes solitarios que pueblan el film, y que luego veremos que ensaya con un grupo de música, se sienta en una silla para rasgar la guitarra. Tras este encuadre de habitaciones simétricas, tomado prestado de “La soledad” de Jaime Rosales, la cámara sale al exterior para filmar a otros personajes, mientras seguimos escuchando la música de la guitarra.

Esta obsesión por la imagen, por las resonancias de sentido que ofrece, se duplica en la secuencia de la exposición de pintura. La escena se inicia con Winslow en medio de la habitación de una casa abandonada, de paredes de bloque y puertas desvencijadas. El personaje camina y la cámara le sigue, abandonando aquel fondo deprimente para descubrirlo en una sala repleta de personas que hablan entre sí y observan unos cuadros colgados en los muros de la sala de exposiciones.

La imagen de la habitación desvencijada era solo esto, una imagen. Una imagen que nos sobresalta al ponerse en contacto con otras que la contradicen, que son su reverso. La secuencia termina con un plano semejante. Pero ahora es una personaje femenino el que se halla superpuesto a la imagen de la casa abandonada. La cámara realiza un sutil pero insistente movimiento de acercamiento al rostro de la mujer, sellando fondo y forma.

El film se cierra con un plano de una piscina que uno del los personajes cruza hasta salir del encuadre, dejando así definitivamente vacía la imagen de la ciudad, una imagen que es ahora líquida, como la superficie de un espejo que la cámara de Fátima Luzardo, actriz y fotógrafa también ella, se ha atrevido, pudorosamente, con un cuidado exquisito, traspasar.