jueves, 14 de mayo de 2015

SUEÑOS PARA UN CINE POSIBLE. LO ÚLTIMO DE DAVID DELGADO

Con resonancias de “La caída de la casa Usher” de Jean Epstein y del Rosellini de “Te querré siempre” y “Stromboli”, el último trabajo de David Delgado Sanginés se presenta como una de las películas más hermosas y enigmáticas del panorama audiovisual de Canarias.

Imágenes extraídas de "Los sueños al viento"

Si Pillipo, el personaje sobre el que pivota toda la película, afirma que “las piedras son poéticas”, David Delgado edifica su mundo poético con la materia visual y sonora filtrada por su particular mirada, que transmuta los objetos inanimados en vida y los elementos naturales (las nubes, las palmeras, las ramas de los árboles) en monstruosas criaturas amenazantes.

Todo empezó de un modo casual durante una de las dos estancias en Lanzarote para el rodaje de su anterior documental. Alguien le hablo de un personaje peculiar que vivía en la Villa de Teguise, en una casa cuyo jardín estaba repleto de figuras esculpidas en piedra de lo más extraño. Picado por la curiosidad, David y su equipo visitaron al artista, un hombre que iba a cumplir los 80 años, al que los lugareños consideraban fuera de sus cabales.

Un año más tarde, David Delgado, Pedro García y Melchor López empezaban su aproximación al personaje y a los ángeles de piedra que custodian su particular castillo.

De izquierda a derecha Pillipo, Melchor López y Pedro García



Como en su documental sobre Stipo Pranyko, David se acerca con sigilo y observa la casa, los objetos cotidianos y las esculturas, y al propio Pillipo, como si hubiera llegado a un país extranjero, regido por otra lógica. David se figura que quizás la propia casa es producto de la mente efervescente de Pillipo, al que vemos sentado junto a la puerta de entrada durante casi todo el film, encuadrado o medio escondido entre dos de las esculturas.


Pillipo traspasa por dos veces el umbral de la puerta, pero la cámara de David se queda fuera, pudorosa, sin querer desvelar el misterio.

Como en el film silente de Jean Epstein, David huye al final alejándose de la casa, despavorido, como si hubiera intuido aquello que la casa esconde, en un plano de belleza crepuscular, digno del imaginario de Poe.

La mirada de David es al mismo tiempo una mirada arqueológica, como si este mundo petrificado constituyera los restos de una existencia anterior, muy lejana en el tiempo. Las figuras yacentes de un hombre y una mujer nos traen de inmediato la imagen de los dos amantes que la lava de Pompeya inmortalizó.

La cámara de David fotografía a Pillipo y mantiene los planos dejando que el tiempo transcurra. Pillipo, el hombre, el artista que fue, es un misterio a desvelar. A David solo le interesan sus sueños, porque Pillipo es un hombre que sueña. Y para ello se acerca a su rostro, a sus ojos. Pero es un acercamiento inútil. La cámara no puede penetrar en su mente, en su imaginación creadora.

En uno de los muros está dibujado un ojo. No dejan de ser unos brochazos de pintura sobre la superficie de la casa. Pero el montaje nos dice que este es el ojo simbólico, la puerta por la que David podrá penetrar el misterio. Las imágenes religiosas, las de la madre y el niño, la ermita, las cruces, el pozo, remiten a un sentido profundo, a lo mágico y ancestral.


Y así, de la misma forma que con el montaje ha aislado el ojo, la mirada de David deconstruye y aísla las formas de las figuras de piedra, para luego ensamblarlas de nuevo y obtener nuevos significados, bien reconstruyendo las figuras a partir de sus piezas que ha ido mostrando de un modo seriado (la chupa de un niño balanceándose, un ojo, la manita ligeramente crispada, la boca abierta, por fin el niño entero) o encuadrándolas para conferirles una tenue narratividad (los ángeles custodios dándole la espalda, ignorándole).







Pillipo habla de sus sueños, afirma que son sueños de la imaginación, sabe que son sueños. Sueña con una mujer muy guapa y se despierta. Sueña que va montado en una palangana y se despierta. La cámara de David indaga en su rostro, en sus silencios, como si quisiera sorprenderlo en el momento de soñar.

Restos diurnos de la mujer de su sueño ha quedado grabada en el muro, como si el muro fuera papel fotográfico. El encuadre lo mantiene en segundo plano, detrás del rostro de Pillipo. Junto a él, desperdigados por la pared, más restos del pasado, jirones de fotografías y hojas de las revistas con modelos que posaron en el paradisíaco jardín, ecos de otras vidas.


Sobre la pantalla blanca de uno de los muros de la casona se balancean las sombras de los árboles. Pillipo reflejado en un espejo. Son fantasmas del cine, que también se sueña.

Esa quietud deliberada, ese dejar la cámara encendida mientras no pasa nada, consigue sus frutos. El sonido del viento se va haciendo omnisciente y en un momento dado somos conscientes de que algo ha pasado. Sobre la inmovilidad de la piedra y del encuadre pequeños objetos van tomando vida propia. Primero es una lechera que se balancea en la mano de la estatua, luego es una pequeña flor mecida por el viento, un tercer encuadre más amplio nos ofrece un prado repleto de florecillas silvestres.

La vida surge incontenible entre las figuras deformes. La voz de Pillipo no coincide con los labios. Grandes bloques en blanco y negro son sacudidos por planos aislados de vivos colores. A la imagen de un perro de piedra le sigue el plano de un perro real, como si la vida surgiese del sueño y no al revés. Primero vemos el sueño, después Pillipo nos habla de él.




Conversaciones anodinas se alternan con secuencias inquietantes. Se habla del matrimonio, del arte como mercancía (“el verdadero artista no entiende de dinero”), de la creación como algo perfecto (“el cielo le hace falta a la tierra”), de la necesidad de los ángeles, de un dios humano al que le dan un vaso de agua.

En uno de los sueños Pillipo se siente el más sabio de los hombres. Ya no necesitaría del contacto de sus iguales. Viviría en lo más profundo de una cueva. ¿Cómo sería esta cueva?, le pregunta David.

En una de las secuencias más logradas, el hombre (avatar de Pillipo, pero también de David Delgado) transita por un paisaje desolado. Hemos visto una iglesia, donde los hombres y mujeres son siluetas contra un altar incandescente. El rumor de la iglesia, de las voces quedas y el crujido de reclinatorios y bancos y de pasos amplificados por la bóveda, sustituye al soplido interminable del viento y acompaña como fondo sonoro los pasos del hombre al acercarse a unas ruinas y descender hasta el fondo de un pozo. Un camello es un ser soñado. El brocal del pozo es un círculo perfecto. El hombre es ahora el sabio del sueño.






Brochazos rojos y negros, como un latigazo de color. El miedo. La sangre. La muerte. Una suave panorámica sobre la pintura nos revela la imagen de una calavera.




En una operación inversa, la vida que florecía entre las piedras ha dado paso a la fosilización de la vida. Centenares de caracoles han ido cubriendo las cruces de piedra del cementerio y las imágenes de santos que protegen las tumbas. Fósiles de caracoles. Partes del estatuario mortuorio, que Pedro García fotografía.





Junto a la cripta crece una palmera, como un ser extraño, monstruoso, que se retuerce y hace esfuerzos por surgir de la tierra. La palmera, los árboles como arañas, los arbustos espinosos, son un sueño que crece en un paisaje de piedra.



Y el hombre, en otro sueño o la continuidad ininterrumpida del anterior, desciende hasta las profundidades de la cripta, hasta que se hace la oscuridad más absoluta. Y entendemos que, por fin, David Delgado ha hallado una forma de entrar en el misterio, en el mundo desquiciado o quizás no tanto del otro, del artista sabio que prefiere la soledad a estar de cháchara por el mundo insípido de los mortales, el ermitaño al que le da pena dios, porque él ha sabido crear todo un mundo propio, protegido por sus ángeles custodios de la curiosidad de turistas y lugareños que se pasean más allá de los muros del jardín, en una calle por la que transitan coches y peatones, ajenos al misterio que Pillipo guarda celosamente.



 Hay que pagar por saber, el conocimiento no es impune. David, nos narra, consigue salir de la tumba en el último momento. Un plano subjetivo desde su interior, con el cielo recortado por los límites de la tumba, nos lleva a la poética cinematográfica del terror. David huye, asciende con esfuerzo hacia la cumbre, como Ingrid Bergman en Stromboli, en busca de la redención, o de una respuesta.



martes, 5 de mayo de 2015

LA LAGUNA PLATÓ DE CINE 2015

Leo en el Palmarés de la segunda edición de La Laguna Plató de Cine, organizada por Centrífuga Producciones (responsable también de los festivales Naturman y de Cine Gastronómico en la ciudad de La Laguna), que han participado 227 personas en más de treinta rodajes simultáneos durante tres días, a lo largo y a lo ancho del municipio de La Laguna.

  

No era una idea original, pero Sergio Negrín, director de esta experiencia, recogió el relevo y lo puso en marcha en La Laguna. Sin su esfuerzo y el de sus colaboradores no existirían las treinta y cuatro piezas que se pudieron ver en el Espacio Cultural Aguere, rodadas de un modo totalmente altruista, por amor al cine. 

En los años 70, en Barcelona, Acción Super8 organizaba encuentros de un día, en los que al cabo de 24 horas de recogían las bobinas de super8 que se habían rodado, sin que la acción quirúrgica de la edición digital hiciese desaparecer las costuras de las tomas. Había que rodar en continuidad, construyendo el cortometraje mientras se rodaba. El revelado posterior en el laboratorio desvelaba la película sin posibilidad de vuelta atrás.

En la primera década de este siglo, en la pequeña isla de La Palma, El Festivalito puso en movimiento La Palma Rueda, el germen de tantos encuentros en las diversas geografías de las islas. Aquellos que participaron en aquella locura pertenecen ya a otra generación respecto a los que ahora se presentan por primera vez, jóvenes aprendices de cineastas que apenas habrán oído hablar de aquel encuentro anual de una semana porque apenas tendrían 9 o 10 años. Hace unos años escribí sobre El Festivalito en la Revista Cuadernos del Ateneo: El Festivalito, un festival del borde.

Al recoger uno de los premios, uno de los directores sugirió que este tipo de actos no debían limitarse a la convocatoria anual, sino que debían ser encuentros periódicos, pues ese domingo por la tarde, si no se hubiera reunido toda la peña en la sala 3 de los antiguos multicines Aguere, o en el patio de la Casa Vino Norte, casi una corrala, alrededor del gran comediante Darío López desvelando los premios, nos encontraríamos en casa pegados a la tele o al móvil, amarrados a la cotidianidad que nos desgasta lentamente y no disfrutando de la camarería que surge cuando un grupo de amigos comparte el mismo objeto de deseo, hacer cine.



Gente que se reúne para hacer surgir algo de la nada, ordenar el caos de la vida, aspirar a que la mirada sobre el mundo sea otra, domesticar el tiempo, dejarse llevar por el entusiasmo compartido, por la montaña rusa de las emociones, por el vértigo insensato de la creación.

Y sin embargo, surge en todas estas historias contadas en apenas 3 minutos, de un modo más o menos velado, algo de la realidad en la que vivimos, los desahucios, la necesidad de los jóvenes de buscarse la vida fuera, la violencia entre hombres y mujeres, el desamor que nos desarma. Dani León Lacave comentaba hace poco, no sé si en su blog “Algo parecido al cine” o directamente en facebook, que los jóvenes directores canarios creaban a espaldas de su realidad y evitaban enfrentarse a la creciente injusticia social de nuestro tiempo.

Pues bien, los tres cortometrajes presentados en la modalidad de menores de 18 años, planteaban a cuerpo descubierto algunas de las lacras que ellos perciben quizás con mayor amargura o que les concierne más directamente, el embarazo no deseado, la violencia injustificada, el engaño sentimental, con una puesta en escena descarnada que los más mayores evitaban con subterfugios varios, apoyándose en las convenciones de género, en especial de la comedia y el melodrama, o con la dulcificación de las formas que la estética del videoclip impregna muchas de las propuestas presentadas y que les arrebatan el alma.

La ciudad de San Cristóbal de La Laguna, Patrimonio de la Humanidad, se llena durante tres días de grupos de jóvenes que se olvidan por un momento de las convenciones del cívico urbanita, y se saltan las normas ante la mirada indulgente de los paseantes habituales, y saltan y corren, se ríen como colegiales y juegan como niños, perseguidos por artilugios varios que captan el sonido y la imagen de todo aquello que se organiza (o no) delante de sus ópticas insaciables. Y la gente de repente mira o se aparta, dejando que los actores se abracen, giman o rían sin pudor alguno.



Un agotado Sergio Negrín me cuenta, realimentado por la droga dura del entusiasmo compartido, algunas anécdotas de estos tres días inacabables, la ciclista que se para frente al stand y, todavía sorprendida, se declara actriz y en el mismo instante un director acude con prisas en busca de una actriz disponible y allá va ella, guárdenme la bici. O el que imprudente se presta a editar un corto, y le dicen sí pero tiene que ser esta noche.

Y entre los directores que acuden preparados, con una idea bien amueblada en la cabeza, apoyados por sus técnicos más fieles, y los noveles que saltan a la plaza sin tener la menor idea de la composición de los planos o en la gestión del contraste de la luz y la sombra (defectos menores frente a la impericia narrativa de algunos cortos), se extiende todo un abanico de opciones posibles que el azar llevaba o no a buen puerto.

Hace unos días estuve un rato con Daniel León Lacave, que había venido desde Las Palmas para una proyección de su largometraje leve en el Puerto de La Cruz, organizada por Iván López . Estaban además Lamberto Guerra, recién aterrizado de Madrid, y Alicia Rodríguez, recuperándose todos en una tasca lagunera, y Lamberto le proponía a Iván hacer una secuela del corto musical que ambos perpetraron en una de las ediciones de El Festivalito, donde habían realizado la hazaña de congregar a una multitud de actores en las calles de Santa Cruz de La Palma con la ilusión de bailar como en “Las señoritas de Rochefort” de Jacques Demy, que a su vez era un homenaje a los musicales americanos. “Es que allí ni siquiera la voz coincidía con los labios” se lamentaba uno, “hay que hacerlo mejor” afirmaba el otro. Así que no me sorprendió que Lamberto se descolgara, con la colaboración de Iván, con un nuevo musical, en el que Lamberto canta una canción primero en playback y finalizando en directo.  “Escribí la letra y se la tarareé a Jonay Armas que estaba en Madrid, me cuenta Lamberto, y por la noche me enviaba los arreglos musicales”.  Así surge “Nice song”. 

Habría que destacar la generosidad de los actores que participaban, pertenecientes a grupos de teatro locales,  que se prestaban para que cualquier cineasta, novel o más o menos conocido, mayor o menor de 18 años, pudiera completar un casting improvisado. O la solidaridad de los técnicos y cineastas, que se prestaban conocimientos y experiencia unos a los otros, en una rueda de colaboraciones cuyo diseño podía seguirse en los títulos de crédito de los cortos.



En la sala de proyección se repitió el llenazo de la primera edición, con un público joven vociferante, con risas y aplausos y gritos (“que empiece ya”, coreado por decenas de voces, que ya había olvidado de otros tiempos), y que me retrotraían a las sesiones de cine del pueblo donde veraneaba de niño. Fueron dos largas horas en las que los treinta y cuatro cortos presentados, más un par de extras, se fueron desenrollando ante nuestros ojos, uno tras otro sin solución de continuidad, como si se tratase de un film de episodios bajo el lema “Todo por amor” en el que se hubiera invitado a un grupo nutrido de cineastas, un par de ellos procedentes de la isla hermana (“en Gran Canaria no pasa esto, cada cineasta va a lo suyo”, comentaba un sorprendido Armando Ravelo, que había cogido el avión para participar).

Y así, todos llenando el patio escalonado de butacas, se obligaban a ver no solo las películas propias o en las que habían colaborado sino también todas y cada una de los demás cineastas, confrontando sus trabajos con los de los demás, aprendiendo unos de los otros, celebrando aciertos ajenos y golpes de efecto, aprehendiendo soluciones estéticas impensadas unas horas antes, que la limitación de tiempo y de recursos obligaba a encontrar.

El lema de este año auguraba un sinnúmero de figuras de estilo consensuadas por el cine más rancio, y sí, hubo besos, entrega apasionada de flores, paseos nocturnos, lágrimas y risas, los consabidos giros de cámara alrededor de los amantes (heterosexuales siempre, con una única excepción), pero también hubo deslizamientos conceptuales que dialogaban con el tópico.

“Flor”, de Jonathan González, fantaseaba con las relaciones de un hombre solitario con una muñeca, a la que sacaba a pasear por La Laguna en plan muy romántico. La niña de “Estela”, de Armando Ravelo, se inventaba un personaje que la defendiera del maltratador de sus madre. En M.M.U., de Gabriel García, los integrantes del reivindicativo Movimiento del Mobiliario Urbano, un buzón de correos, un semáforo o un pivote guardacoches, desgranaban sus críticas. En “Wash´s up”, de Vasni Ramos, un tipo sentado en una cafetería discute y se defiende por washap con su novia. En “Laguna Run 2: Redemption”, secuela del corto que Gus Torres presentó el año anterior, un mensaje congregaba a la peña para presenciar una pelea y todo el mundo corría y corría frenéticamente de un sitio a otro. En "Todo por amor", de Miguel Herrera, la promesa de una relación incipiente desembocaba en un final escatológico (lo que hay que reprimir por amor) y levantaba una carcajada general. Muchos de estos cortos fueron saludados con general regocijo.

rodaje de Estela

Sólo dos referencias cinéfilas: un explícito homenaje a Kubrick ("In love with S.K." de Tomás López), y un plano secuencia remedando a Birdman ("Aguerefobia", de Omar Caballero) en el que se seguía a un grupo de personas hablando por los codos (no me enteré muy bien de qué, aunque me imagino que esto no importaba) que después de recorrer un par de calles de La Laguna entraban en el espacio Cultural Aguere y en uno de sus recovecos aparecía el percusionista de rigor, pero que finalizaba con el actor entrando en la sala de proyección y se paseaba por delante de la pantalla ante el estupor general de espectadores y amigos.



El sábado por la tarde tenía un rato libre y me acerqué a la carpa de la organización con mi cámara Sony al hombro a ver si tenía alguna oportunidad de hacer algo. Estaban a punto de desmontar el stand pero me dieron una hojilla para inscribirme. Faltaban diez minutos para cerrar el plazo. Me presentaron a una actriz y pregunté por alguien que pudiera ser su pareja. Estaban terminando de rodar un corto y disponían de una hora para ir a rodar el siguiente. Esperé un rato. La luz declinaba. Tenía ya en la cabeza un par de ideas. Pasaba el tiempo, estuve en un tris de volver a casa. No tenía un sonidista que me echase una mano, todo el mundo estaba en lo que estaba. Me fijé en otra pareja que también actuaba en el corto. Cuando ya se despedían, entre foto y foto, las risas y los abrazos, intercambiándose los números de los móviles, les pedí la colaboración para mi corto y todos encantados y que dónde y de qué iba y que si no íbamos a tardar mucho.




Esta fue mi pequeña contribución, LOVE, un jueguito de montaje intrascendente, por el puro gusto de interactuar con actores desconocidos para mí, dejándome seducir por el pictoralismo de la ciudad peatonal y endomingada,  por la extensa gama de colores de los muros laguneros que se ofrece a la vista del paseante. Primeros planos de los actores en los que trataba de capturar el contraste y la calidez de los rostros sobre la superficie acogedora de las paredes de las casas del casco histórico, en una repetición seriada de las diversas clases de amor, amor a uno mismo, a los demás y a la ciudad, en un despojamiento de cualquier atisbo de narratividad, dejando las imágenes escuetas, sin sonido, porque los rostros se expresan solos y las emociones aturden.