El estado de estas cintas es bastante lamentable, aunque han sobrevivido mucho mejor de lo esperado, pues el color no se ha degradado con los años como nos habían hecho creer, mientras que las producciones realizadas en vídeo analógico en la década siguiente se han ido deteriorando a marchas forzadas (los temibles drops, la falta de nitidez, cuando no la imposibilidad de ser reproducidos).
Las bobinas originales de las películas de super-8 se guardan como un tesoro, y solo está permitida su reproducción mediante el telecinado que las diversas filmotecas de todo el mundo están llevando a cabo para su recuperación y conservación posterior.
El sonido se ha llevado la peor parte, pues se trataba de un sonido magnético que se grababa en una cinta de apenas 0,8 mm. que o bien venía de fábrica superpuesta al celuloide, o bien la pegábamos nosotros mismos una vez la película estaba definitivamente montada y efectuábamos la grabación directamene en el proyector.
El sistema de telecinado que adquirió la filmoteca canaria consistía en digitalizar la película fotograma a fotograma y mediante un programa se reconstruía virtualmente el movimiento. El sonido se tenía que reproducir mediante el sistema tradicional con el proyector. Haciendo un poco de memoria, puedo contar cómo se hicieron ambas películas.
Los barrancos afortunados.
créditos artesanales a base de letraset pegadas a una fotografía y luego filmada.
Laly y yo acabábamos de regresar de Barcelona para instalarnos definitivamente en La Laguna, y escribí un guión de inspiración surrealista, donde los acontecimientos estuvieran relacionados de un modo subterráneo.
Comienza el cortometraje con un hombre que se arroja al vacío desde lo alto de un puente. En el fondo del barranco, bajo el puente, una mujer y una niña contemplan el cadáver no de este hombre sino de una cabra. Más adelante, la niña, que vive en una cueva, muere devorada por las ratas. Una explosión derrumba parte de la ladera del barranco y destruye la vivienda de la mujer. Sobre el solar se erige un alto edificio. Más tarde, durante unas obras de acondicionamiento, se descubren varios cadáveres.
Un título explícito,“Los barrancos afortunados”, en clara alusión al eslogan "las islas afortunadas", sugería de entrada una parábola sobre la situación de Canarias: un escaparate para el turismo tras el que se escondían problemas latentes a punto de estallar.
Laly se incorporó conmigo en la producción del cortometraje. Me puse en contacto con los actores del grupo de teatro de sordos "Los ambulantes", con los que había trabajado en el largometraje "La estatua y el perro", basado en la obra teatral de Alberto Omar que había dirigido Eduardo Camacho.
Fernando Fontenla, el protagonista de aquella película, es el personaje inicial que se arroja desde el puente Serrador, aunque fue un muñeco el que lanzamos por los aires (quizás demasiado), en el contraplano que tomamos desde el fondo del barranco.
El único problema era que la cabra se estuviera quieta para que pareciese muerta. Este plano lo rodamos en La Esperanza y fue el padre de Laly quien la sostuvo mientras rodamos la toma. Sorprendentemente, la cabra se quedó inmóvil al oír el suave ronroneo del motor de la cámara.
José Marrero, que trabajaba conmigo en Telefónica, nos facilitó los huesos para la escena del descubrimiento del cadáver. Era aficionado a coleccionar cosas raras. Las fotos de los créditos las hizo en el barranco del Infierno, en Adeje, y las reveló él mismo.
Mientras rodábamos en el fondo del barranco, descubrimos que desde allí se veía la ciudad de otra manera. Había gente que vivía en cuevas, ascendía a la ciudad por escaleras de mano colocadas en los bordes, rompían cañerías para tener agua donde lavarse. Había un tipo que escribía novelas, tenía conectado un tocadiscos y ponía música clásica que se oía por todo el barranco. Contó que vivía de una beca de su país de origen, era sueco o danés, ya no me acuerdo. Aquello sí que era tema para otra película.
El final, con los chicos vendiendo “La tarde” por las calles de Santa Cruz, tiene un aire documental de gran interés, porque se corresponde con una ciudad que ya no existe
La tarjeta de crédito, un film colectivo.
Un año más tarde de la realización de “Los barrancos afortunados” nuestra situación respecto a los cineastas canarios había dado un vuelco importante. La escisión con los amateurs de la asociación tinerfeña, que tenía su sede en el Círculo de Bellas Artes en la calle Castillo de Santa Cruz de Tenerife, era ya irreversible, y en enero constituímos la Asamblea de Cineastas Independientes Canarios (ACIC), con Javier Gómez como ideólogo, en la que nos integramos con colectivos ya consolidados como el equipo Neura y el grupo HP y cineastas de la Cruz Santa, La Orotava y Taco que se mantenían al margen de las disputas capitalinas.
Para simplificar, los amateurs entendían el cine como una actividad artística y los Independientes abogábamos, de una manera muy ingenua, por un cine que además se propusiera cambiar el mundo. Pero para ello, y en esto nos separamos de otros cineastas más militantes, que realizaban un cine de denuncia más directo, era necesario replantearse los modos mediante los cuales el cine se había convertido en un medio alienante que adormecía a la sociedad, impidiéndola que fuese consciente de su realidad.
Tras la reciente muerte del dictador había que consolidar una democracia y para ello era fundamental que participase el pueblo e impedir que lo manipulasen.
Para ello eran necesarias dos estrategias fundamentales: acabar con la autoría de los filmes (no existe un autor sino que las películas son el producto del trabajo de un colectivo de trabajadores de la cultura), y romper el efecto de realidad (la identificación con los personajes, la esquizofrenia del plano contraplano en los diálogos…)
Juan Puelles propuso adaptar el cuento de Koczinky. Se decidió respetar el texto del cuento en su integridad, cuya lectura iba a constituir la banda sonora del cortometraje. La idea era mantener en negro las partes más narrativas del texto y poner en escena tan sólo los momentos más ideológicamente comprometidos, mediante pocos planos muy depurados y en modo alguno realistas.
Una tarjeta de crédito encima de una mesa, una mano temblorosa intentando cogerla y, finalmente, la mano del hombre entregándosela, constituía de por sí toda una declaración de intenciones. En otra secuencia, la cámara describía una sucesión de apetecibles vestidos que podían ser adquiridos de manera inmediata gracias al aura de la tarjeta, mostraba en un lugar preeminente la máquina registradora y terminaba en el cuerpo cosificado de la mujer en el lugar del maniquí.
El rostro voluptuoso de la mujer acercándose a la cámara y saliendo de cuadro certificaba el proceso de seducción y sometimiento que la tarjeta de crédito había efectuado sobre la mujer. Más allá de la estructura voluntariosa dentro de los cánones de un cine deconstuctivo en boga en los años setenta, quedan los pasquines de los partidos que se presentaban a las primeras elecciones democráticas del país, adheridas a las paredes de las calles de Santa Cruz de Tenerife, o las referencias en un diario hablado de la existencia del grupo independista MPAIAC.
Charo Guimerá, amiga de Laly, hizo el papel femenino y Manuel Tauroni, uno de los cineístas amateurs del Círculo de Bellas Artes, cuyo cine más comprometido le había acercado a las posiciones de la ACIC, el masculino. El plano final se rodó en el apartamento que Javier Gómez tenía en el edificio América en aquella época. La secuencia inicial del coche creo que se rodó por Barranco Hondo, pero el interior de la casa se rodó en el casco histórico de La Laguna, en un inmueble perteneciente a un familiar de Alberto Delgado. La tienda de ropa, con la caja registradora antigua, se hallaba asimismo en el actual casco histórico de La Laguna.
Yo mismo grabé la voz en over, en realidad lo que hice fue leer el texto íntegro del cuento de la forma más aséptica posible, sin entonación, ralentizando el ritmo al final.
Durante un encuentro de cineastas en un hotel en Maspalomas, se nos ocurrió proyectarla y desató una gran polémica, pues para algunos amateurs de Gran Canaria aquello no era cine.
Dirigir un corto, no ya a cuatro manos sino a ocho, plantea tanto a nivel teórico como en el orden práctico de la puesta en escena sinnúmero de dificultades, sobre todo cuando no se lleva a cabo, como fue en nuestro caso, una distribución racional del trabajo. Pero, que yo recuerde, no se planteó ninguna discusión ni se cuestionó ninguna de las decisiones que se fueron tomando ni antes, ni durante ni en el montaje final del corto, como si todos los que colaboramos en la puesta en imágenes del cuento de Koczinky estuviéramos íntimamente de acuerdo en ciertas premisas del cine “que había que hacerse” y parcipásemos de una sólida comunión ideológica.
Tampoco recuerdo muy bien si todos estuvieron durante todos los días del rodaje. Alguien proponía la colocación del trípode para un determinado punto de vista y allí se quedaba la cámara y todos tan contentos. Como yo era quien manejaba la cámara seguro que estuve allí y tomé algunas de las decisiones, tanto en relación con la fotografía como también de la puesta en escena, pero la experiencia fue tal que todos y cada uno de los directores de “La tarjeta de crédito” seguro que piensan que la autoría es suya.