La Cátedra Cultural Pedro García Cabrera, a través de Jairo López, organiza el jueves 11 de abril en el Espacio Cultural Aguere una mesa redonda con el enunciado Cine de género versus cine de autor, para ello comanda a Eduardo García Rojas, bloguero de pro, que dirija el debate y haga las correspondientes invitaciones para participar en la mesa.
Me imagino que por proximidad (Jairo y yo hemos hecho muchas cosas juntos y desde hace poco somos vecinos), mi nombre sale a colación. Pensarán que yo defenderé el cine de autor a capa y espada. Eduardo me cita como referente entre los “autores” del cine hecho en Canarias.
Al fin vamos a reunirnos Emilio Ramal, Manuel Díaz Noda y Pedro J. Mérida. Como vivimos en un territorio muy pequeñito nos conocemos todos.
Me pregunto qué diablos es eso del cine de autor, más allá de los topicazos de siempre. Mi época de formación coincidió con los nuevos cines europeos. Mi generación creció con la idea extendida de la política de autores puesta en marcha por los cahieristas. Era un axioma irrebatible.
Aunque esos años también fueron los de mi encuentro con el primer James Bond. Vi Desde Rusia con amor desde el gallinero de un cine en Tarragona mientras estudiaba interno en la Universidad Laboral. Así empezó esta relación ambivalente de amor odio con el cine de género y el cine de autor.
En aquella época, confesar a que te gustaba Antonioni te producía el rechazo de la mayoría de tus amigos. Eras un apestado. Los compañeros de clase me pedían mi opinión sobre los estrenos para luego ir a ver las películas que no recomendaba. ¡Ay, los autores! ¡Qué cruz!
Vuelta a ver El eclipse, esa película donde no pasaba nada, me sorprende la agilidad de su montaje, la cantidad de cosas que ocurren. Pasa que no se desarrollan como uno esperaba. El cine de “autor” actual ha desarrollado nuevas estrategias en la duración de los planos, lo que ahora se denomina fragmentos de espacio tiempo. En Gerry de Gus van Sant, o en el Cant del ocells de Albert Serra, dos ejemplos extremos (y que citaría Emilio Ramal), las caminatas de los personajes hacia ninguna parte son dolorosas. Y ni siquiera está Mónica Vitti para ponérnoslo más fácil.
Mientras me dirijo hacia el Espacio Aguere para participar en la mesa, pienso en algo que leí hace poco sobre “Las señoritas de Avignon”, el cuadro que pintó Picasso en 1907 y que se ha convertido en un símbolo del Arte Moderno, una obra inaugural que Picasso mostró a alguno de sus colegas y que estos le aconsejaron que no lo exhibiera porque podía suponerle el descrédito, en un momento en que su pintura tenía mucha aceptación. De modo que Picasso les hizo caso y lo puso contra la pared de su estudio parisino. Y allí se quedó muchos años.
Picasso había hecho algunos bocetos previos, en los que se mostraba a dos hombres junto a aquellas mujeres que se exhibían ante ellos. La intención parecía ser un tanto moralizante, alertar sobre el peligro de las enfermedades venéreas, sobre todo entre el mundillo artístico. De modo que inicialmente el cuadro narraba algo. Pero Picasso tenía la obsesión de hacer algo diferente, trascender la mera representatividad. Así que eliminó a los dos hombres, sometió le cuerpo de las mujeres a una deformación y estilización extremas y añadió un par de máscaras africanas sobre el rostro de dos de ellas.
Las señoritas de Avignon se transformaron, de repente, en otra cosa. ¿qué era aquello tan nuevo que había surgido tras la supresión de los elementos que anclaban el significado de la pintura inicial en un modelo reconocible de la pintura figurativa? Nadie lo sabía. Ni nadie lo supo apreciar entonces.
Godard, a través de Jean Paul Belmondo, le pregunta a Samuel Fuller qué es el cine, en Pierrot el loco. Este le contesta: Emotion.
Las señoritas de Avignon, más allá de sus posibles lecturas, lo que produce es una profunda conmoción a quien se enfrenta a este cuadro. Imagínense en su época.
En la época de Godard, el cine clásico, el cine de los grandes estudios que habían producido tantas obras maestras, había muerto. Los críticos de cine de Cahiers de Cinema, cuando se ponen a dirigir sus películas, experimentan un profundo duelo por el cine desaparecido y la necesidad de poner en pie otro cine.
El cine de la modernidad establece desde el principio un diálogo con la tradición, con la narrativa clásica que añoran, y un compromiso con el futuro del cine.
Picasso, en Las señoritas de Avignon, se nutre de una pintura de El Greco para copiar la postura de alguna de sus putas y reproduce el mismo fondo. Picasso, parece decirnos, se siente un eslabón dentro de la evolución de la pintura, y nos invita en su viaje hacia nuevas percepciones.
Desde ahora, la pintura (y el cine), ya no van a ser ventanas a través de las cuales poder ver el mundo. La pintura (y el cine) constituyen un mundo.
Los cahieristas descubrieron que en el cine clásico había miradas personales. Así que invitaron a algunos directores para que hablaran de su manera de hacer cine. Vieron en el interior de los artesanos del cine, gente que hacía muy bien su trabajo y que nunca se habían preocupado de su estatuto como cineastas, a verdaderos autores. John Ford cuenta el estupor que le causó sentirse así aupado a una nueva categoría.
¿En qué consistía eso de ser un autor? En una impronta, nos dirá luego Manuel Díaz Noda en el debate, en algo que los distingue de otros.
Los nuevos autores (ahora los autores son ellos, los cahieristas), han perdido la inocencia. Hacen cine sintiendo que deben extender sobre el tapiz de su cine un algo que los diferencie de los demás. Y mientras narran una historia, reflexionan sobre lo que hacen. Cada película es al mismo tiempo dos películas radicalmente distintas: en una se cuenta una historia y en la otra se cuenta cómo se cuenta una historia. Como en el código genético, donde cada célula, mientras se va multiplicando para constituir un nuevo ser, posee las instrucciones para llevar a cabo su tarea.
De ese modo me voy acercando al Espacio Aguere, antes un multicine con cuatro salas, y antes de eso uno de los muchos cines que poseía la ciudad de La Laguna. Si antes disfrutábamos de las películas con total inocencia, ahora el mismo local alberga mesas redondas sobre qué le ha ocurrido al cine, si el cine se ha muerto ya definitivamente, como en cada década se ha ido anunciando prematuramente, o si ahora el cine se ha expandido (en una más de sus transmutaciones históricas) en múltiples modos de acceso y de disfrutarlo, mientras tanta gente en tantos lugares empuñan cámaras digitales y se pregunta qué puedo hacer con una cámara para cambiar le mundo (de la imagen).
Mediado el debate, una mujer que forma parte del escaso pero ferviente público que nos ha escuchado con paciencia desde la oscuridad de las primeras filas de la sala, confiesa que, a medida que nos escucha, se va sintiendo más confusa sobre qué películas son “de autor” y sobre quién es el autor (el antiguo productor de Hollywood, ya desaparecido, algunos directores, el guionista de las series actuales de televisión). Los críticos se empeñan en descubrir nuevos autores, uno suben y otros bajan.
Otra persona del público se preguntaba, con gran perspicacia, si el espectador no sería uno de los autores del film.
Manuel Díaz Noda comentó que el tema de los géneros se remontaba a los griegos. Acogerse a las reglas de juego ayuda al espectador a situarse. Todas las narraciones posibles se condensan en un puñado de mitos. Entonces, ¿qué hacer?
Cuando nos bajamos del estrado, saludamos a la gente y nos fuimos a tomar unas cervezas.
Que manera de marear la perdíz ¿no?
ResponderEliminarCine de autor es aquel cine en el que sus creadores disponen de total libertad a la hora de crear su película.
Por eso el sobrenombre "autor vs género" carece de sentido, ya que si un cineasta hace una película de género con total libertad e independencia, sin estar consicionado por imposiciones externas normalmente impuestas por una productora, está haciendo cine de autor.