martes, 30 de abril de 2024

UNA CASA EN EL PUEBLO, EL LUGAR DE LA MEMORIA

Domingo J. González y Elena de Vera firman el guión de Una casa en el pueblo, una delicada obra de artesanía sobre el paso del tiempo.Si en su anterior largometraje centraban su interés en la familia de Elena de Vera, rescatando la memoria de su abuelo, un pintor injustamente relegado a los márgenes de la historia del arte en Canarias, en esta ocasión es la familia de Domingo González la que protagoniza su nuevo trabajo documental, mediante un doble recorrido desde lo particular a lo general, de la vida familiar a la casa donde pasaban los veranos, de la casa al pueblo de Vilaflor, su historia y sus historias, para luego regresar a la casa y de nuevo  a las personas que la habitaron.



Como ya enuncia el título, la casa es la protagonista. La cámara se sitúa en su interior en la imagen inaugural del relato: la puerta se abre y la luz alumbra sus rincones, una mano prende la luz eléctrica, personajes que irrumpen en la casa, levantan el plástico protector de los muebles, barren el suelo de cemento, arrastran las hojas caídas del patio, les vemos a través de las cortinas, reencuadrados por las puertas, entran y salen de cuadro en su ir y venir por la casa. Tras este prólogo, se nos da a ver la casa desde el exterior. Estamos frente al número 6 de una calle, es una casa de tejas antigua, pequeña, envejecida, con un portalón de hierro pintado de verde que da al patio, junto a casas más modernas.




Finalizado el verano, en una de las escenas más bellas del film, la casa permanecerá cerrada, sumida de nuevo en la penumbra. Fuera de la casa, pero también en el fuera de campo de la película, la vida prosigue. Solo escucharemos el viento y la lluvia sobre el tejado o los sonidos de una alegre fiesta que se desarrolla extramuros. 


Se sobreimprime el título y escuchamos la voz del narrador, interpelando a una segunda persona: “Aquí, en esta casa, pasaste todos los veranos de tu infancia, nunca se les ocurrió dejar de venir, ni cuando se hicieron mayores ni cuando empezaron a viajar, ni siquiera cuando la familia empezó a crecer de nuevo, primero con tu abuelo y con tu abuela, después solo con tu abuela”. El film comienza justo cuando la abuela ya no está, murió el año anterior, pero la vida debe seguir, Domingo siente que es ahora, desde la pérdida, cuando debe hacer la película y recrear la vida como era.


Un cine de la nostalgia, o una mirada hacia atrás, una mirada reflexiva, sobre aquellos que fueron y ya no son. Domingo, enfrentado al espejo del ahora, decide que aquel niño que fue ya no es él. Su mirada, la mirada de la película, va a ser una mirada objetiva, la de un documentalista que trata de entender un pasado que es y no es ajeno.


En la puesta en escena de este tiempo ido, parecería que la película se inscribe en este cine de vacaciones, el tiempo de la felicidad, búsqueda del tiempo perdido, y en efecto Domingo J. González se atiene a las formas del llamado cine familiar, el de las películas caseras que aquellos que dispusieron de equipos de super8, e incluso mucho antes de aquellas cámaras que se hicieron tan populares, rodaban los momentos de felicidad, el juego de los niños, los baños en la playa, los cumpleaños, el intercambio de regalos en Navidad y Reyes, o los juegos en la nieve, como atestigua la recogida de cintas que llevó a cabo la Filmoteca de Andorra hace ya muchos años, y que ahora las filmotecas han otorgado su valor como testimonio del pasado.





En Una casa en el pueblo se recogen los rituales del verano, un tiempo sin tiempo, o por lo menos un tiempo que fluye más despacio. El tiempo del pasado es un tiempo sin imágenes, o más bien de escasez de imágenes, y por ello Domingo González decide recrearlas. De este modo, el espacio de la casa se llena de imágenes y de sonidos, sombras oscilantes proyectadas sobre las paredes,  el leve movimiento de una cortina, voces, la música de una radio. En la propia casa se aprecian las huellas del tiempo, cuadros en las paredes, una virgen con su niño, un angelito, un corazón de Jesús, objetos, libros y muebles que nos hablan de los gustos y de las creencias de los que las habitaron. 





Como en “La invención de Morel”, aquel relato de Bioy Casares, donde una grabación holográfica captura las almas de unos turistas y, al reproducirla, podrán revivir eternamente lo acontecido durante una semana, los niños de antaño se materializan en la casa con sus risas y sus juegos, una emanación de la propia casa, celosa guardadora de aquellas semanas de felicidad, rituales envejecidos que conviven con los rituales del ahora, hacer café, una comida comunitaria, dar de mamar a un niño, leer libros, rastrear emisoras en una radio de pilas, rituales que se repiten todos los veranos, jugar a cartas, componer un puzzle, matar moscas sobre la mesa del patio, rituales cuya función es detener el tiempo, fijarlo en unas pocas imágenes que finalmente se proyectarán delante de toda la familia. El tiempo del film, un tiempo cíclico, es también un tiempo detenido, no hay relojes ni calendarios que marquen o fijen el paso de las horas y de los días.





Sin embargo, la cámara no interactúa con los personajes sino que los muestra, no es la cámara subjetiva del cine casero en permanente movimiento sino que analiza en la búsqueda de un sentido. Hay un gusto por los encuadres, por dar a ver momentos punzantes de una vida, aparentemente anodinos, capaces de trascender ese cine familiar inocuo y hacerse inmortal. Así, cualquier espectador se verá reflejado y sentirá que apela a su propio rincón de la felicidad, a sus íntimos recuerdos. El recuerdo es una ficción, un relato que vamos elaborando, se nutre de los recuerdos de otros, de las emociones de otros recreadas en la pantalla. También yo me he sentido aludido, también guardo en mi memoria el lugar mítico de mis vacaciones en familia donde transcurrió la infancia y parte de la juventud, una casa en un pueblo de la costa, pasando las horas en esa laxitud del verano.


Y sin embargo, el film se plantea como un melodrama, la trágica conciencia de la irreversibilidad del tiempo, a partir de la ausencia definitiva de la abuela, al marcar un antes y un después. Y ahora qué, parece decirnos Domingo J. González, los veranos ya no serán como antes. O quizás sí. Los fantasmas de los habitantes de la casa siguen habitándola, o seguirán habitándola mientras la casa aguante. Habitarán, ahora, en el propio film.





El espacio de la casa es asimismo contenedora de otras posibles historias, historias del pueblo que podrían haber sucedido en la casa, ¿por qué no? El patio como espacio mítico en el que convergen todas las historias, la del falsificador de pinturas de Constable, el asesinato del marqués Alonso Chirino o el libro que escribió Emeterio Gutiérrez Albelo mientras ejercía de maestro del pueblo.  





Personas del pueblo leen en el patio, frente al espectador, pasajes de libros donde viajeros y exploradores, a partir de su experiencia, hablan y describen el pueblo en diferentes épocas. Imágenes de cineastas amateurs, tomadas en diferentes momentos del siglo XX, en distintos formatos, super8 y vídeo analógico, metraje encontrado en la Filmoteca Canaria, como el film Vilaflor de Juan Puelles, y en las casas de familias del pueblo, visibilizan un lugar que apenas ha cambiado a lo largo del tiempo, a diferencia de la mayoría de los municipios de la isla, asediados por el turismo de masas, el pueblo más alto de España, un pueblo que alberga a un santo, a pocos minutos de las cañadas del Teide. 






El patio como lugar de la memoria familiar, el de las comidas comunitarias, el lugar donde se tejen las historias, transmitidas de generación en generación a través de las mujeres, historias que proceden de aquellos tiempos sin imágenes. Es en la segunda parte del film cuando se da voz a la madre y a las tías de Domingo, anécdotas y costumbres olvidadas, formas de vivir del mundo rural ya en extinción, huellas, más huellas vivificadas por la voz, por el leve movimiento de las hojas, el temblor del aire, la luz cambiante. 






También a la abuela se le concede un espacio para mostrarse. En los márgenes de los escasos testimonios visuales emergen rostros familiares, la abuela de Domingo todavía joven en un videoclip de Los Sabandeños y Alfredo Kraus, apenas visible al fondo del encuadre, la niña junto a los lavaderos, en una azarosa filmación de un viajero anónimo, es su madre, imágenes congeladas en la moviola en su ir y venir hacia adelante y hacia atrás, en esa búsqueda incesante de sentido del montaje cinematográfico, su crucial función, burlar el paso inmutable del tiempo.  







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