Con el proyecto "De sal y lava" la productora y distribuidora Digital 104 ha pretendido recuperar algunas de las películas del cine canario de los últimos 50 años, películas un tanto olvidadas que merecen ser proyectadas en pantalla grande, entre las que destaca El Salto del enamorado de Jorge Lozano VandeWalle, un film de 58 minutos rodado en Single 8 en 1979 ambientado en el siglo XIX.
Esta actividad, que tiene lugar en el Centro Insular de Cultura del Cabildo de Gran Canaria, resultó seleccionada en el Concurso de Proyectos 2025 del CCA Gran Canaria, y consiste en la proyección de cortos y largos agrupados por décadas, así como en encuentros con algunos de los creadores más significativos. El día 11 de noviembre podrán conversar con Jorge Lozano VandeWalle, prolífico cineasta que a través de su productora Palma Films llegó a realizar más de cien películas en distintos formatos, Super8, Single 8, 16mm, vídeo y digital.
En el año 2006 colaboré en uno de los Cuadernos de Filmoteca Canaria, dedicado a su persona, con un análisis de este mediometraje. Transcribo aquí aquel artículo con motivo de esta necesaria proyección, dado el desconocimiento actual de su obra.
EL SALTO DEL ENAMORADO
El salto del enamorado, de Jorge Lozano, forma parte de un ambicioso proyecto de adaptación cinematográfica de cuentos y leyendas palmeras, con la intención de extenderlo a leyendas de otras islas. Este proyecto se materializó parcialmente con la recreación de “La pared de Roberto” y “El salto del enamorado”, historias recopiladas que el escritor Antonio Rodríguez López había recogido en el siglo XIX de la tradición oral y que, años después, Lolo Fernández descubrió en la prensa de la época, entre las cuatro paredes de la hemeroteca de la Sociedad Cosmológica, y que dieron lugar a las películas La pared de Roberto (1977), rodada en súper 8mm, y El salto del enamorado (1978—1979), en el formato Single 8 de Fuji. Más tarde, Palma Films se aventuró en el tema de la conquista con la producción de Aysóuraguán en 16 mm. pero esta iniciativa no tuvo continuidad, ya sea por cansancio o porque el esfuerzo y entusiasmo que habían puesto en el proyecto, propio del voluntarismo de los amateurs, no tuvo el apoyo institucional que requería, tan solo una pequeña contribución económica de la Caja de Ahorros Insular de La Palma y del Cabildo Insular de La Palma en El salto del enamorado y en Aysóuraguán, además del apoyo inestimable de un grupo de personas que se definían como amigos de Palma Films y que respaldaban todas sus producciones.
Jorge Lozano despliega, con una poderosa puesta en escena, la sucesión de acontecimientos que llevaron a un joven pastor de Puntallana a una muerte espantosa, a causa de una mujer de clase acomodada que despreciaba sus amores. El trabajo en el guion de varios amigos allegados a Palma Films, Lolo Fernández, Miguel González, Miguel Cabrera y Maribel Arrocha, responsable de los diálogos, adapta la versión de la leyenda que fijó Antonio Rodríguez López, marcada por la ideología patriarcal del siglo XIX caracterizada por la presentación moralizante de mujeres “malas”, encarnaciones de la naturaleza, propensas a confundir a los hombres y conducirles al infortunio, y sitúa la acción en el momento en que fue transcrita la leyenda, a falta de un mayor conocimiento de la época en la que sucedieron los hechos.
El rodaje comenzó un día del mes de febrero de 1978 y se prolongó hasta el mes de febrero del siguiente año, con las intermitencias propias de este tipo de producciones y rodajes de fin de semana. La primera secuencia en el plan de rodaje establecido era la del entierro y, aunque estaba avisada la población de Puntallana, no aparecieron más que un puñado de chicos atraídos por la curiosidad de un rodaje que prometía un buen entretenimiento. La secuencia se rodó con aquellos jóvenes voluntarios, aunque unas semanas más tarde, y ya con la participación de los residentes del Hogar de Pensionistas de Santa Cruz de La Palma, se pudieron repetir las escenas con la verosimilitud necesaria.
La recreación de la época fue un proceso laborioso, y gracias al hábito conservador de los palmeros, que guardan en sus casas espaciosas multitud de recuerdos de sus ancestros, se desempolvaron trajes antiguos y sus complementos, joyas y aderezos, los collares, sortijas y pendientes que observamos en las mujeres del film. Un coleccionista de antigüedades, que prestaba trajes con los que vestir a las mascaritas del Carnaval se avino a dejarles un par de vestidos para la ocasión. También se adquirieron telas para la confección del traje de novia de la protagonista, con el añadido de unos minúsculos botones perlados para el cierre del vestido. La recreación fidedigna de los sabrosos dulces palmeros, a base de miel y almendras, las rapaduras y los alfajores de la fiesta de la secuencia final, con el concurso del grupo de Coros y Danzas de Santa Cruz de La Palma y el más recientemente creado grupo folclórico Echentive de Fuencaliente, en un afán de plasmar lo más exactamente posible una fiesta popular en el pasado, con sus trajes típicos que La Palma ha conservado mejor que ningún otro lugar, y alguna que otra chica del equipo que aportó vestidos de época.
La minúscula ermita de San Bartolo de La Galga, donde se supone que ocurrieron los hechos, resultó inservible para el rodaje, repleta de objetos imposibles, pero sobre todo por su fachada recientemente intervenida sin criterio que resultaba poco auténtica. Esto obligó a desplazarse al equipo artístico hasta Breña Baja, donde tuvieron que adecentar la ermita del Socorro, tapizaron los reclinatorios, sustituyeron la lámpara eléctrica por una antigua de velas y cortaron la alta hierba que había crecido en el patio, sin la ayuda de grabados de la época, sino basándose en lo que contaban los mayores, en la verdad de los objetos olvidados que emergían de baúles y trasteros, en la oscuridad de los rincones más recónditos de las casas.
La Casa Luján, una quinta de veraneo del siglo XIX, en el antiguo casco urbano de Puntallana, ahora restaurada y convertida en Museo Etnográfico, fue el escenario perfecto para situar a la protagonista en sus justas coordenadas sociales, en contraposición a las laderas salvajes y barrancos escarpados en los que vive el cabrero.
Al visitar la página web de Puntallana, los parajes de la leyenda constituyen los hitos de la visita turística del municipio y así se publicita la playa de Nogales: “un kilómetro de fina arena negra junto al impresionante acantilado que fue testigo de un temerario salto al abismo en nombre del amor, tal como cuenta la Leyenda del Salto del Enamorado”.
A la playa de Nogales solo se podía acceder por mar, y el muñeco que arrojaron en la escena final se quedó allí abajo por un tiempo, hasta que un pescador lo halló por casualidad creyendo que se trataba de un cadáver acuchillado por las rocas. La peluca estuvo hasta hace poco colgada en la pared de un bar como recuerdo de aquel lance, tal como recuerda Jorge Lozano.
También estuvo a punto de precipitarse al vacío la protagonista, detrás del ramo de flores que deja caer. El propio salto del enamorado está trucado, los planos se rodaron un poco más lejos, pero el montaje nos restituye una sensación real de peligro, con las tomas del agua rompiéndose al fondo.
Para la escena onírica del encuentro de los amantes, se tuvieron que desplazar al otro extremo de la isla, a la playa del Guirre, yendo hacia el sur desde Puerto Naos, de más fácil acceso. Pero lo más impresionante es el tupido bosque de laurisilva del Cubo de La Galga y sus cabocos, estas oquedades de voz portuguesa que se encuentran en lo más profundo de sus barrancos, y que tan bien le iban a otra de las secuencias soñadas por el cabrero, perdido finalmente en el laberinto de su deseo en el caboco del Caracol.
Un prólogo un tanto excesivo, casi 12 minutos, nos presenta a la mujer mayor. La idea de la muerte se enseñorea de esta primera parte. El patio de la casa delimita un espacio interior, cerrado, que confina a la mujer en la inmovilidad de un tiempo ya clausurado. Una procesión de enlutados desfila por delante de la puerta, cura, monaguillos y el triste tañido de las campanas, la oblonga caja del cadáver avanza con los pies por delante. A la llamada de la muerte, la mujer responde con su rostro devastado, y son sus ojos los que la cámara encuadra, los que la arrastran en pos de la comitiva fúnebre, en un ritual de muerte que se repite periódicamente y que la persigue obsesivamente. Luego, en el cementerio, al hincar la cruz sobre el túmulo, un montaje rápido nos la asocia con el astia del cabrero, clavándose en la dura roca, buscando el asidero de la vida frente a la cruz que nos abraza a la muerte.
Una marcha nocturna de hombres con antorchas es el nexo que nos transporta al pasado. Esta secuencia nos introduce de lleno en el mundo mágico del cabrero, estableciendo las bases para una estética del paisaje que será parte consustancial no solo de esta película, sino también de la concepción formal que Jorge Lázano aplica en el resto de su filmografía. La llama de la antorcha es apagada en la tierra, en una nueva rima (la cruz, la lanza) y ahora se nos presenta el cabrero, entrando en la ermita.
Las antorchas prehispánicas del afuera (donde reina la noche y anidan los deseos) son sustituidas por las velas acogedoras del lugar sagrado. La llama de sus anhelos, que arde en sus ojos enamorados, se fija en el bello perfil de la doncella que reza a su lado. Un juego de planos y contraplanos y ligeros desenfoques nos sitúan de modo sutil en la primera de una serie de ensoñaciones del joven pastor, que la ve transfigurada en una novia. Pero un violento contrapicado del monaguillo, y un primer plano que nos muestra a ras de suelo la fatal caída del anillo de compromiso, nos devuelven a la realidad de una mujer que, en el círculo protector de sus amigas, muestra un profundo desdén hacia el muchacho.
La segunda ensoñación ocurre poco después, tras un arduo descenso hasta la playa. Y allí la ve, un punto blanco en la oscuridad de la arena negra, flanqueada por paredones verticales y dentados, amenazantes, de la lava petrificada. Es una figura fantasmal que se deshace en cuanto él se acerca, imagen de amor pero también de muerte. Se le presenta al pastor como una entidad natural, un primerísimo plano de los ojos, con la sobreimpresión de agua que lo subraya, pero es también un eco de aquellos ojos extraviados que veíamos al principio, fijos quizás en las olas rompiendo junto al cuerpo destrozado del cabrero.
El mundo salvaje, inhóspito, masculino, al que pertenece el pastor, se contrapone al espacio doméstico de la casa, donde las mujeres realizan sus tareas reglamentadas. El primero es el mundo natural, de espacios abiertos, dominado por las líneas inclinadas de las quebradas y los barrancos; la casa encierra, por el contrario, bajo su forma geométrica, un universo de deseos domesticados por la costumbre. Reencontramos aquel patio del comienzo, pero la fotografía es ahora luminosa y las mujeres realizan sus tareas acompañadas del alegre rumor del agua de la fuente. La mujer y el agua vuelven a estar asociadas, aunque en un contexto diferente.
Es junto a la fuente central donde el pastor sorprende a la mujer, a través de la abertura de la puerta que comunica los dos ámbitos, y que el montaje paralelo de las escenas confronta a nivel del relato. La mujer está acariciando una paloma, que sujeta con ambas manos. Luego la suelta y la paloma sobrevuela los muros de la casa y se funde con la naturaleza. Estas ansias de libertad de la mujer (la hemos visto un momento antes junto a un pájaro enjaulado) se personifican en la paloma, que es ya a partir de ahora la mujer metamorfoseada, iniciando un ciclo de transformaciones de ida y vuelta que ocupa gran parte del metraje del film y que constituye el centro de otra de las ensoñaciones del cabrero: se sueña a sí mismo tumbado en un claro del bosque y la ve en un plano invertido, para luego perseguirla por el bosque umbrío en una secuencia de claras reminiscencias románticas, donde juegan los pies que apenas rozan el suelo, mil y un reflejos en la tela del vestido en movimiento, tan blanco como el plumaje del ave, zonas de luz y de sombra en lo profundo del caboco, rumor de agua en el laberinto de la cueva, primeros planos de la mujer arrobada, extática, de nuevo un ente del bosque, que se transforma nuevamente en paloma cuando él, en el último momento, la alcanza. De las manos de él a las manos de ella, y de ahí a su rostro, un rostro de piedra. Cierra ella la puerta, evacuándolo del encuadre, impidiendo que con la mirada pueda seguir haciendo que el relato avance.
Comienza pues el último bloque, que adquiere una formalización diferente. Si hasta ahora el film reformulaba estéticamente el gusto por lo fantástico y lo maravilloso propios de la leyenda, a partir de este cierre que la puerta significa a nivel de relato hay un cambio manifiesto de registro. Si el prólogo estaba contado desde los ojos extraviados de la mujer y la primera parte se configuraba a partir de la mirada fabuladora del pastor, esta segunda parte se pretende objetiva y distanciada, más cercana al documental etnográfico con la puesta en escena de la fiesta popular.
Es alrededor de la ermita donde el enfrentado mundo de los hombres y las mujeres se conjuga, pero manteniendo siempre las distancias. Los hombres beben y las mujeres charlan en corrillos, y el único momento en que cruzan unas palabras es a través de la música ritualizada del sirinoque, danza exclusiva de La Palma de origen prehispánico, donde parejas enfrentadas y al ritmo del tambor se lanzan coplas improvisadas a modo de piques, una forma ritualizada de enamorar o de pelear, diciéndose aquello que no se atreverían a decir en condiciones normales. Es esa peculiaridad de "las relaciones" que Jorge Lozano aprovecha para trenzar el drama que se avecina, retándole ella a saltar tres veces sobre el abismo apoyándose en la lanza que el cabrero utiliza para desplazarse por los barrancos, con la promesa del amor correspondido.
El film se precipita en su final, el punto álgido del relato que justifica el extravío de la mujer del inicio y da pie al enunciado de la leyenda y del propio film, el triple salto en el vacío, encomendándose a Dios, a la Virgen y a la Amada, lema por cierto que se halla inscrito en el escudo heráldico del municipio de Puntallana. Cuenta la leyenda que fue un castigo divino por la blasfemia contenida en la triple invocación, pero el film elude tal sugerencia, situado como está en el mundo natural y sus simbolismos, el agua, el fuego, el día y la noche, el bosque umbrío, que se erigen en verdaderos protagonistas de la trama.
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