Tenía una gran curiosidad por ver este largometraje de Raúl Jiménez. Estoy en un taller de guión en el instituto de San Benito, con el objetivo de ayudar al alumnado de 1º de Bachillerato a elaborar el guión de una película a rodar en los barrios cercanos al instituto. Precisamente en algunas de las localizaciones donde transcurren los hechos narrados en el film de Raúl, e igualmente con el protagonismo de jóvenes como ellos, afectados como tantos otros por los devastadores efectos de una crisis que parece no terminarse nunca.
En una video entrevista que le hizo José Alberto Delgado, Raúl explica que la idea le surgió allá en el año 2006, la de hacer un film sobre tres muchachos, un proyecto que abandonó durante varios años para retomarlo añadiéndole más personajes y situaciones, hasta convertirse en un film coral, donde el protagonismo de los muchachos iniciales iba a quedar diluido.
El guionista y director abandona muy pronto el punto de vista de los chicos, dejando el protagonismo al barrio y sus aledaños, la visión de los bloque de viviendas, de los espacios ajardinados que los circundan, las ventas de toda la vida, ferreterías, baretos, y oficinas y despachos de pequeñas empresas de la construcción venidas a menos y oficinas de empresas multinacionales decididas a comerse lo que queda del mundo, pero también los campos abandonados que se extienden más allá de las últimas casas habitadas, los edificios derruidos en cuyo laberinto de muros desvencijados y llenos de pintadas los personajes más marginales se reúnen y han terminado por convertir en su hogar.
Eduardo García Rojas ha celebrado la existencia de este largo casi como un milagro en su blog El Escobillón. A diferencia de otros cineastas canarios, cuyas preocupaciones estéticas y narrativas acostumbran a ser ajenas al aquí y ahora de Canarias, lo que más le sorprendía era su adscripción a un cine social, con personajes muy reconocibles, a quienes les ocurre lo que a la mayoría de los españoles ahora mismo, la búsqueda de un trabajo (el padre), de un objetivo en la vida (tanto el de los jóvenes sin un horizonte como el del jubilado sumido en tristeza), o del reconocimiento dentro de un grupo (el delincuente que no quiere perder una posición de poder, el vendedor a domicilio que quiere destacar).
Sin embargo, a lo largo de los años, sí ha habido otros cineastas que, en un momento de su trayectoria artística, se han detenido para reflexionar sobre el contexto en el que vivían. Fue durante los años 70, antes y durante la transición, cuando esta reflexión se hizo más acuciante, y ahora mismo, con la crisis actual, vuelve a parecer pertinente colocar el contexto sociopolítico en primer plano.
Sin ir más lejos, cortometrajes como “El último golpe” o “Slum Boys”, realizados por un jovencísimo Adrián León Arocha, se sumergían en el mundo de la marginalidad de los jóvenes, contado en primera persona, mientras que “Ruido”, de Daniel León Lacave o “Vulnerables”, de Iván López, narraban las historias de varios personajes con el convulso telón de fondo de las protestas colectivas.
“Muchachos” se rodó durante casi dos años, sin ningún tipo de subvención pública ni privada (se pidió pero no se concedió). ¿Cómo se llevó a cabo en estas condiciones? Pues haciendo lo que todos, tirar de los amigos, convencer a nuevos colaboradores, contagiarles nuestro entusiasmo.
Lo primero que hay que decir es que la película funciona, que los personajes son creíbles, gracias a la coherencia en la interpretación de los actores, tanto la de los más jóvenes e inexpertos como la de los más maduritos y con ya una trayectoria en cine y teatro a sus espaldas. Se resuelve así el prejuicio del habla canaria, que tanta polémica provocó hace unos años, pues se consideraba que el acento era un problema para la credibilidad de los personajes.
Vi la película en el TEA con unos amigos y a la salida, todos sin excepción, comentaban lo bien que se lo habían pasado, lo corta que se hacía la película, las risas en algunas situaciones particularmente cómicas.
Y no obstante, yo me empeñaba en ponerle pegas a la película. La música me había irritado, la película en sí resultaba demasiado amable dado el tema que tocaba, y sí, todo esto ocurre a nuestro alrededor, pero yo veía una sucesión de anécdotas que no iban más allá de los lugares comunes, de lo ya sabido, ¿para qué insistir tanto en seguir al personaje del padre de familia en sus esfuerzos por encontrar trabajo?
A mí me interesaba más qué pasaba con estos tres chicos perdidos en medio de este panorama tan desolador, por qué se iban de excursión y qué pasaba allí.
Era como si, en un determinado momento, al guionista le hubieran interesado más los otros personajes y ya no hubiera sabido qué hacer con ellos.
Raúl Jiménez y Fátima Luzardo llevan varios años con un proyecto de talleres de cine en barrios de La Laguna, donde cada uno abordaba la creación cinematográfica desde ángulos complementarios, Raúl el estrictamente técnico y de lenguaje y Fátima en el trabajo con los actores, desde detrás de la cámara y desde la propia carne del intérprete.
De los talleres me imagino que han surgido estos jóvenes actores que aquí se estrenan, y también la posibilidad real de poder abordar una producción tan compleja como “Muchachos”. En su ejecución, puedo imaginarme a Raúl y a Fátima continuando su colaboración pero ahora ya no en el banco de pruebas de los talleres sino en el proyecto real de un largometraje.
Y mientras Raúl seguía con la producción de su film, en el rompecabezas logístico de encontrar los días propicios para continuar un rodaje discontinuo en el tiempo, Fátima Luzardo hacía lo propio con un proyecto suyo muy personal, donde también Raúl aportaba su tiempo como operador de cámara, y también de una manera intermitente.
“La nada cotidiana”, el largometraje de Fátima Luzardo, constituye la otra cara de “Muchachos”, su opuesto.
Ambas cintas abordan la vida cotidiana en una ciudad de provincias, con un enfoque social de dar visibilidad a concretos efectos de la crisis. Una pone el acento en el aspecto documental y la otra adopta la estrategia de una ficción de corte clásico. Una se distancia mediante planos generales, alejándose de los personajes concretos, y la otra filma los rostros y no rehúye la eclosión de las emociones. Una se apoya en la imagen, en la concatenación poética de los planos, la otra en el buen hacer de los actores, en la narrativa. Fátima, en su film, procura que sus actores no actúen, y en la de Raúl, potencia la interpretación.
Son dos conceptos distintos del cine, donde documental y ficción son los dos ingredientes primigenios del cine que cada uno mezcla a su antojo, dando predominio a uno u a otro en cada caso. A mí me hubiera gustado que Raúl hubiera echado mano de la forma de mirar el mundo de Fátima, buscando incomodar al espectador antes que complacerle, dejando más cabos sueltos a sus historias cruzadas, confiando más en las imágenes, en los silencios, un cine que cuenta con el espectador para recomponer el mundo a partir de indicios.
En este microcosmos que Raúl Jiménez retrata, destaca el personaje marginal que compone Miguel Ángel Batista, primero envalentonado y más tarde dejando al descubierto su vulnerabilidad. Su presencia en el film, su amistad con un chico de buena familia al que quiere atraer al otro lado, demostrándole en cada momento quien es el amo, reconstruye un camino lleno de contradicciones y matices, de los que carece la mayoría de los personajes.
Un film que tartamudea en su búsqueda del tono justo, basculando entre un cine naturalista (las comidas familiares, las conversaciones entre los chicos) y el esperpento (en este sentido, magnífica la elección de Juan Puelles y de Antonio de la Cruz, improbables vendedores a domicilio).
Como ejemplo de lo primero, la secuencia inicial de los chicos acercándose a la casa en ruinas y su diálogo con un personaje marginal, que les invita a jugar a las palabras, y que ayuda a definir el carácter de cada uno de ellos.
En cuanto al tono de comedia excéntrica, la magnífica secuencia de los vendedores a domicilio, recorriendo los pasillos exteriores de un bloque de viviendas, en un percutante montaje de planos, desde la cercanía de una puerta cerrándose ante sus narices a planos cada vez más alejados, expresando sin palabras y con una gran economía expresiva (el ruido de las puertas cerrándose sobre un silencio que la amplitud del plano agudiza), el sinsentido de una actividad empresarial ilusionante para tantas personas sin trabajo.
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