No sé qué se puede hacer en un corto de 1 minuto, o de dos o tres minutos, pero está de moda. En literatura el equivalente podría ser el haiku. En un haiku se condensa en pocas palabras toda una visión de las cosas, es un contenedor de vida comprimida que al abrirlo se expande de forma explosiva. ¿Intentan algo semejante los cortometrajistas cronometristas?
La primera sesión de LPA Films, dentro del 14ª Festival Internacional de Cine, en Las Palmas de Gran Canaria, se abría con un corto cortísimo, “Baise moi, por favor”, donde una chica buscaba la provocativa cinta del mismo nombre en un vídeoclub y esto provocaba un pequeño malentendido con el chico que la atendía. La actriz resolvía muy bien la embarazosa situación y el corto exhalaba una cierta frescura que encandiló a los espectadores, muchos de los cuales estaban metidos en eso del cine y habían presentado sus propias obras a la competición.
Al mismo tiempo se presentaban los cortos “express” que se habían rodado en la ciudad de Las Palmas en apenas un día, así como los cortos “de guerrilla” que se habían rodado en la ciudad de La Laguna, en la isla de enfrente, unos dentro de la sección LPA Filma y los otros en el Festival La Laguna Plató de Cine, pero todos realizados bajo los presupuestos de cine rápido, ligero y divertido, y siempre teniendo a la ciudad respectiva como telón de fondo o de protagonista de todas las historias que contar.
Curioso que Zacarías de La Rosa saliese al patio de las redes sociales para desvincularse de la idea, porque a muchos les sonaba el nombre de Jose Víctor como promotor de XXX Rueda, cuando en la década anterior se desarrolló una simpática experiencia alrededor de El Festivalito, un festival chiquito como la isla en la cual eclosionó una manera de entender el cine novedosa, con eslóganes afortunados y tirón de jóvenes realizadores como lo está siendo Podemos en otro ámbito.
En La Palma Rueda prevalecía la filosofía de “cine exprés, cine rápido, cine urgente, cine inmediato, cine de guerrilla… cine” y se desmarcaban del cine tradicional abrazando lo que ellos llamaban el cine digital, no solo una tecnología que acabaría desplazando al celuloide en poco tiempo, sino otra manera de contar, una estética que iba a facilitar el tan deseado encuentro con lo real.
Y la idea tampoco era novedosa, en los sesenta otra revolución tecnológica permitió repartir las ligeras cámaras de 16mm. a todo aquel nuevo realizador que quisiera compartir su propia mirada sobre el mundo. Pero aquello era Nueva York, y fue en aquella ciudad imposible donde surgió y se expandió el llamado Nuevo Cine Americano, bautizado así por un joven Jonas Mekas que sigue rodando todavía. Curioso que Jose Víctor recale de vez en cuando en esta ciudad para desarrollar su propio concepto de cine libre, donde se recogen las ideas de los actores y demás participantes en un cine colectivo y que ya ha cristalizado en dos largometrajes.
Pero yo hablaba del cine breve, del cine de las plataformas virtuales, donde nadie se detiene más de un minuto en cualquier información y solo se contemplan las primeras dos fotos de cualquier álbum o se leen los titulares de los artículos compartidos y no más de cinco segundos de un vídeo, porque de lo que se trata es de un rastreo ultrarrápido para poder compartir lo más epatante y empujarlo en un remolino viral que tras viajar a la velocidad de la luz saltando de un continente a otro regresa como un boomerang. Suicida el que cuelgue un vídeo de más de diez minutos, a no ser que se trate del vertiginoso plano secuencia con centenares de participantes que todo el mundo pretende emular.
¿Dónde queda la poesía del haiku, su verdad oculta que estalla ante nuestras narices y nos deja anonadados frente a nosotros mismos, extasiados de tanta belleza y pensativos, compartiendo esa verdad que nos ha sido revelada? ¿Cuándo un corto nos procurará el placer del descubrimiento, la apertura a una nueva mirada ante las cosas?
Notofilmfest, movilfest y demás festivales de la brevedad han conseguido el adormecimiento de la mirada, creando sin pretenderlo un precario subgénero (¿quién se acordará de cualquiera de estas piezas dentro de unos años?) cuya figura predominante es el diálogo entre dos personas y una pirueta final que cuestiona subvirtiendo todo lo visto para el regocijo del mirón rastreador de lo viral (el nuevo tipo de espectador zombi).
El Festivalito impulsó a muchos de los realizadores actuales, que han sido barridos por el hambre devoradora de los nuevos jóvenes que han invadido las calles de Telde, Gáldar, Las Palmas de Gran Canaria y La Laguna. Quizás sigan creyendo en un cine “fresco, rebelde e inspirador”, un cine “sin artificios, sin alfombras rojas, sin máscaras ni corazas”, como se podía leer en el Decálogo del Festivalito, un cine de la calle, que pretende todavía “contar historias que no hayan sido contadas, y de diferentes maneras de contarlas y mostrarlas”.
Lo curioso es que aquella ingenuidad de los jóvenes realizadores de la década pasada se reproduce en los jóvenes que están surgiendo de los talleres de cine de los barrios y de los institutos. Un ciclo que se repite con resultados semejantes, como si la experiencia de aquellos guerrilleros del cine utópico no pudiera calar en los más jóvenes y se repitan los errores y se caiga de nuevo en la mediocridad y el estereotipo, o peor, en la superficialidad del cine liviano que no leve, en la emulación de un cine caduco que se nos impone y triunfa en las multisalas, en la reducción de unos pocos filmes cuando creíamos que teníamos acceso a toda la historia del cine.
Y no obstante, qué grande es hacer cine.
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