Volar hasta Madrid, con cualquier motivo, es siempre una oportunidad para visitar el museo del Prado.
Es un jueves por la mañana, todavía no han abierto y ya varias colas se enroscan ciñéndose al perímetro del gran edificio. Pregunto y nadie sabe para qué son las colas, lo importante es colocarse detrás de alguien y espera a ver qué pasa.
La mayor parte de las colas son engullidas por la gran entrada nada más abrirse las puertas y yo me encuentro subiendo los escalones sin saber a dónde me llevan. El Prado, como todos los grandes museos, es un laberinto de salas, pasillos y escaleras con sus líneas de fuga, a los que se han ido superponiendo las diferentes ampliaciones del recinto.
Mi sistema para recorrer el museo no tiene nada de racional, voy directo hacia un par de obras que precisen de un buen rato de contemplación minuciosa. En el trayecto me dejo seducir por una imagen, casi siempre en claroscuro, al fondo de una sala y hacia allí me dirijo.
Pasamos junto a la nueva Mona Lisa, y frente a ella me detengo unos instantes, atraído por el revuelo mediático, sintiendo la lozanía de la muchacha (o la de la tela, como recién lavada), que te mira, como la otra, si te desplazas arriba y abajo. Poca gente había todavía. Por lo menos, me dije, a ésta sí te puedes acercar, la del Louvre en cambio se esconde temerosa tras un cristal blindado, y es a ti a quien ves, reflejado en el espejo.
Esta vez hago nuevos descubrimientos en pinturas de autores desconocidos, o en cuadros de pintores encumbrados que me parece que no encajan en lo que uno ha leído sobre ellos. Me ocurre con una pequeña pintura de Rubens, en la que los diminutos personajes (unos labriegos tirando de un carro) en la parte inferior del cuadro son la excusa para destacar la magnificencia del paisaje, y que denotan una sensibilidad romántica avant la lettre, lejos de la carnalidad de sus mujeres que le han dado la fama.
Más adelante me siento atraído por una variante del nacimiento de Venus de un pintor francés del que no he retenido el nombre. Muestra a la mujer desnuda tendida en la playa, de espaldas al espectador, mientras la ola que la fecunda llena por completo la tela, impidiéndonos ver el paisaje que se extiende más allá. La mujer, en pleno goce, gira la cabeza y mira con descaro al espectador (ya lo hacía la maja desnuda goyesca), mostrando el camino que va a llevar hacia uno de los signos de identidad del cine pornográfico.
El final del viaje a través de las salas era, sin lugar a dudas, Velázquez. Y allí, de nuevo enfrentado al misterio insoluble de las Meninas, atrapado por la imagen especular de los reyes, mi mirada recae en el hombre de negro que, encuadrado por la puerta abierta al fondo de la tela, me increpa con la mirada, suspendido en el trance de subir o bajar un pequeño tramo de escaleras, en la duda de no saber muy bien qué hacer, a donde dirigirse, si entrar en el cuadro o desaparecer del espacio visible, hacia esta luminosidad que se vislumbra más allá, indicio de un espacio exterior que confiere mayor existencia al interior del taller de pintura representado (y hace más realista al cuadro)
¿Quién era este hombre, protagonista casi absoluto del cuadro, en el centro mismo del punto de fuga de la composición, destacándose sobre el rectángulo más luminoso de la misma? Me remito, allí mismo, a un pintor que se halla cerca de nosotros copiando uno de los cuadros de Velázquez, conocedor como nadie de los secretos del Prado, no por casualidad lleva más de cuarenta años pintando dentro de sus salas, y nos cuenta que fue un hombre que, veinte años atrás, había denunciado a Velázquez a la Inquisición. Entonces, ¿por qué le da tanto relieve, para qué destacarlo?
Le digo que el gesto de su brazo me recuerda el mismo gesto del pintor en el momento de llevar el pincel a la tela, pero él me contradice, fíjate, me dice, está sosteniendo una cortina. Entonces, ¿a quién mira? Si los reyes reflejados en el espejo están donde ahora estoy yo, entonces don José Nieto les mira y espera de ellos alguna indicación. Pero no me cuadra.
Le digo que el gesto de su brazo me recuerda el mismo gesto del pintor en el momento de llevar el pincel a la tela, pero él me contradice, fíjate, me dice, está sosteniendo una cortina. Entonces, ¿a quién mira? Si los reyes reflejados en el espejo están donde ahora estoy yo, entonces don José Nieto les mira y espera de ellos alguna indicación. Pero no me cuadra.
Ya en casa, de regreso a La Laguna, investigo en la red y descubro que se trata de José Nieto Velázquez, a cargo de las tapicerías reales y servidor de la reina, que no es, a pesar de su apellido, pariente del pintor. Pero me encuentro con una reflexión reveladora, que me da, de algún modo, la razón, a partir de un análisis de Michel Foucault y de la perspectiva en general. Destaca el autor del artículo la existencia de dos Velázquez (de ahí la elección inusitada del tal José Nieto), a ambos lados del espejo. Uno de ellos es el que pinta, el otro, con un gesto que se hace eco del otro, es el que mira, el que reflexiona. Diego Velázquez se desdobla en esta pintura, iniciando el camino de la pintura moderna, aquella que reflexiona sobre sí misma.
(Otra revelación inusitada: el espejo no refleja a los reyes sino un fragmento de la tela que Velázquez pinta. Otra variante: nunca hubo una sesión de pintura con los reyes, Las Meninas es un cuadro que refleja ideas, no reproduce situaciones. El misterio continúa)
Perfecta la descripción de esa mañana en el Prado.
ResponderEliminarEs como si yo también hubiera estado allí.
Que interesante y apasionante esta descripción y sobre todo la reflexión que te ha sugerido! Gracias por compartirla.
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