La muestra de cortos que cada año promueve el Vicerrectorado de Relaciones Universidad y Sociedad de la Universidad de la Universidad de La Laguna, y que produce, gestiona y organiza la productora Digital104, es siempre un buen motivo para radiografiar el estado del cortometraje en nuestro país. Un estado que, dicho de buenas a primeras, es más bien exangüe y empobrecedor y que nos obliga a la reflexión.
La visión de El barco pirata, el espantoso cortometraje que se llevó el Goya este año, es ya un dato para el escalofrío. Más cuando es distinguido como el mejor cortometraje exhibido en la MIDEC 2012. En la elección desconozco si influyó el brillo conferido por los miembros de la Academia de Cine o por convencimiento propio de las personas del jurado.
En el caso de la Academia, es por todos sabido que en la concesión de los premios se da una extraña mezcla de amiguismo y oportunismo, y que gana quien consigue más votos de amigos y conocidos. Un perverso método que pasa por democrático y que inunda los concursos de toda índole en la red, donde quien más quien menos ha recibido la petición de darle a un “me gusta” a una determinada obra y que beneficia a fin de cuentas a la web en concreto (más anunciantes) y permite mayores ganancias en la bolsa a los lobbies del ciberespacio.
El barco pirata es una zafia comedia de roma puesta en escena y sonrojante historia que transcurre durante la noche de los Reyes Magos y recuerda el peor cine español.
No pude ver todos y cada uno de los cortos pero sí la mayoría. Eran todos subvencionados por las diversas comunidades y exhibían un poderío en la puesta en escena digno de mejores causas. Ambientada una durante la segunda guerra mundial en Rusia y hablada en ruso, imitando otra las texturas del cine mudo para describir una carrera de caballos en un hipódromo muy concurrido o reproduciendo un rescate en alta montaña por miembros de la guardia civil.
Otros eran cortos intimistas que nos sumergen en dramas familiares, diversas soledades y encuentros concertados en el anonimato de la gran ciudad.
¿Qué cuentan todas estas historias? ¿Qué nos dicen de sus autores, del mundo en el que viven? Dentro de diez, veinte años, ¿nos dirán algo retrospectivamente del tiempo en el que estuvieron hechos?
En general, se corresponden al corto de manual: contar una historia con final sorprendente. La conversación que sostiene un hombre mayor con su expareja por el móvil que seduce a los pasajeros durante el trayecto de un autobús, prendidos por una historia que se desarrolla veraz frente a ellos, no es más que una falaz puesta en escena para pedirles dinero. La supuesta historia bélica de un soldado atrapado no es más que una paranoia inducida por un videojuego. Una entrevista de trabajo se transforma en un juego perverso donde se invierten los roles de dominación dominado.
Pocas cosas se salvan del naufragio. El sutil juego actoral en Morir cada día, que transcurre durante una cena familiar, y donde se sugieren las causas de la quiebra de las relaciones mediante las miradas y una planificación cuidadosa. La difícil convivencia de dos adolescentes inadaptados en un instituto americano, rodado a la manera del cine independiente y acogiéndose a los tics, signo de la modernidad, de un Gus van Sant. La delirante mezcla de un dibujo animado, inspirado en Woody Allen, que convive en el mundo real y es sometido a un psicoanálisis donde asume su peculiaridad.
La muestra se exhibió por primera vez en una sala de cine, en condiciones óptimas de proyección, con una presencia moderada de jóvenes espectadores que acudieron al Espacio Cultural Aguere movidos por la curiosidad de conocer los trabajos de otros jóvenes y que salían satisfechos.
Supongo que en España se hacen otro tipo de cortometrajes, realizados por otros jóvenes que seguro que ven otro tipo de cine, más allá del cine americano, y que saben que otro cine es posible. Los cortometrajes que hemos visto estos días se parecen demasiado al adocenado cine español, como si sus guionistas y directores estuvieran haciendo méritos para conseguir la preciada meta del largometraje.
No se trata tan solo de tener una buena idea y disponer de un buen guión. Es más bien una cuestión de dominio de la puesta en escena, del virtuoso conocimiento del poder de la composición del encuadre cinematográfico. Hacer cine no consiste en una plana transcripción de un guión, en narrar pura y sencillamente una historia sino en la búsqueda de imágenes potentes que queden prendidas en la imaginación del espectador.
Estas muestras de cine se retroalimentan de manera perversa. Se sale con la impresión de que este es el mejor cine que se hace, y que este es el cine que hay que seguir haciendo. Como es el cine que más premios recoge, los jóvenes aspirantes a cineastas imitan estos modos y aspiran a sus vez a amasar premios y galardones con cortos impactantes y sin alma.
El mundillo del cine, como el de la televisión, atrapado en el falso círculo vicioso de "producimos lo que el espectador quiere ver - el espectador sólo puede ver lo que producimos".
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