“M. Tauroni, un cineasta amateur del pueblo”, así lo definía su amigo y también cineasta Paco Dorta en una entrevista publicada el 19 de enero de 1977 en un periódico local.
El próximo martes, casi cuarenta años más tarde, la Filmoteca Canaria proyecta tres de sus cortometrajes, rodados en super8 y con sus propios medios durante los ratos y fines de semana que les pedía prestados a su familia, en el espacio privilegiado del Teatro Guimerá, en Santa Cruz de Tenerife, a menos de un kilómetro de la sede de la Asociación Tinerfeña de Cine Amateur (ATCA), el primer piso del Círculo de Bellas Artes, ahora abandonado, donde se proyectaban, en medio de un caluroso público y encendidas polémicas, las cintas de los voluntariosos cineastas amateurs.
Fue este un tiempo polémico y a la vez irrepetible, uno de estos momentos que uno lo vive como histórico (al igual que ahora), cuando la historia personal se cruza con un acontecer colectivo, a la vez impreciso y definitivo.
Yo lo viví en primera persona. Llegué a Tenerife en el mes de diciembre de 1973 y en enero se constituía la ATCA. El mismo día de mi llegada, paseando por la calle Castillo, la arteria de la ciudad, me encontré frente al Círculo de Bellas Artes. Entré y me di de bruces con un ensayo de la obra “La estatua y el perro” dirigida por un Eduardo Camacho eufórico que me presentó a Teo Ríos y a otros cineastas tras comentarle mis actividades en Barcelona.
Me uní enseguida a aquel grupo de entusiastas que iniciaban su camino juntos. Se habilitó la sala de actos para la proyección de películas en super8, se organizaron ciclos con las cintas de los integrantes de la asociación y concursos de cine para atraer a más cineastas amateurs, e intercambios con las películas de otras asociaciones isleñas de cine amateur.
Pero el país estaba cambiando. El régimen se resquebrajaba a ojos vistas y la sociedad civil empezaba a organizarse en la clandestinidad para asumir el cambio. Y el cine iba a ser una herramienta importante para ayudar a consolidar este cambio.
Las proyecciones de los cineastas amateurs, al ser públicas, se ofrecían a su consideración por espectadores y críticos de cine, cuyas opiniones se vertían en las crónicas de los estrenos y de las muestras de cine y en debate acalorados, tanto en la misma sala de proyección, en los coloquios finales, como a través de la prensa, donde algunos comentaristas se escondían detrás de seudónimos.
Algunos cineastas fueron asumiendo una especie de responsabilidad histórica y cambiaron el eje de la cámara para grabar el contraplano. De la visión bonita de las islas (su colorido, las fiestas, los bailes, las tradiciones) al abandono de sus campos y de sus barrios. A partir de un momento dado, no era tan importante la técnica o la estética como los contenidos. Se propugnaba un cine pobre, asumiendo el tercermundismo de las islas, y un cine popular, ligado a los intereses y necesidades de las capas populares. Se miraba mal a los artistas.
Estas discusiones llegaron al seno de la ATCA y se intentó una confraternización, alternando las proyecciones de unos y de los otros, pero la muerte del dictador mientras se celebraba el Festival de Cine de Benalmádena, donde habían sido invitados los componentes del grupo Neura para presentar su mediometraje “Vamos a desenmascarar al padre Manolo, bueno, vamos”, radicalizó ambas posturas.
En Benalmádena coincidieron también algunos de los críticos de cine que escribían sobre el cine canario y allí, durante aquellos días de pausa al interrumpirse las proyecciones, cineastas y teóricos del cine empezaron a hablar sobre el futuro.
Un par de meses más tarde se constituía la Asamblea de Cineastas Independientes Canarios (ACIC), con su propio programa en forma de manifiesto, con su acento puesto en documentar la marginación y la miseria, como algo necesario.
En este mismo año empieza su andadura Manuel Tauroni, en su busca de un lugar propio en medio de aquella trifulca.
Tras unos comienzos titubeantes (La ruta del barranco de Santos, 1975), inicia un acercamiento a los propósitos de la ACIC, aunque manteniendo su independencia. La ACIC, por su lado, incluye algunos de sus documentales en los ciclos de cine que organiza por su cuenta por toda la geografía canaria. Incluso, más adelante, se le pide que intervenga en un cortometraje como actor, interpretando al hombre de la tarjeta de crédito que cree que lo puede comprar todo y seduce a una pobre muchacha de pueblo (“La tarjeta de crédito”, film colectivo, 1977).
Su prioritaria intención era dar visibilidad a la problemática de los barrios de la capital tinerfeña, mostrando sus cicatrices de un modo objetivo: María Jiménez (“Y lo llaman María Jiménez”), Los Lavaderos (“Líneas paralelas”), San Andrés (“Una gaviota llamada esperanza”), y Los Llanos, sometido a un Plan de Ordenación que cambiaría su fisonomía de un modo radical (“La leyenda de Santa Cruz”).
Este empeño de Tauroni por retratar la realidad que lo rodeaba en aquel momento ha permitido que el paso de los años, y la transformación de la ciudad desde los años setenta hasta la actualidad, haya engrandecido su legado fílmico, convirtiendo sus cintas rodadas sin el bagaje técnico apropiado, fiándose tan solo de su mirada, en documentos imprescindibles de la historia de la ciudad.
La proyección tendrá lugar el martes 4 de noviembre en el Teatro Guimerá y se proyectarán los cortometrajes documentales "Una gaviota llama Esperanza" (1976), "Y lo llaman María Jiménez" (1976) y "La Leyenda de Santa Cruz" (1977), coincidiendo con la exposición “Filmoteca Canaria 30 años (1984-2014)” en el Círculo de Bellas Artes. La intención de la Filmoteca Canaria, en palabras de su responsable María Calimano, es la de colaborar, en la nueva andadura del Círculo de Bellas Artes, con la proyección de películas y organización de coloquios en la pequeña sala del primer piso que albergó, hace ya tantos años, las sesiones de los amateurs.
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