Conectan conmigo desde Gran Canaria porque está grabando un
documental sobre el actual cine canario y quieren entrevistarme. Parece ser que
están interesados en la relación entre dos etapas de la historia del cine
canario ya muy distantes entre sí (las separan 40 años), pero que presentan
algunas constantes cuya comparativa puede ser muy esclarecedora, en especial
para tomar una cierta distancia respecto a lo que se hace ahora.
Viví aquella etapa y sigo en activo en medio de una nueva
generación de cineastas. No tuve un especial protagonismo en aquellos años ni
tampoco lo tengo ahora, pero de algún modo soy un testigo privilegiado. Además
de rodar películas en pequeños estándares (en super-8 entonces y ahora en HD),
al margen de la industria (ninguna de mis pelis tiene existencia legal), me
encontré reflexionando sobre le cine que se hacía y sobre qué era eso del cine
canario (una pregunta incómoda que sigue sobrevolándonos), tanto en periódicos
como en revistas y libros de cine, a lo largo de todos estos años, al principio
como un recién llegado que deseaba integrarse en el movimiento a toda costa (y
que no le vieran como un extraño) y ahora como un cineasta más que no desea ser
visto como un representante de otra época.
Mucho se ha hablado del paralelismo de ambas innovaciones
tecnológicas como motores de un big bang del cortometraje, la de las cámaras de
8mm. con cartuchos de quita y pon que facilitaban su manejo, que tuvo su apogeo
en la década de los 70 (el llamado Super8), y la actual democratización del
cine con el fácil acceso a la alta definición, en una escalada, que no tienen
visos de acabarse, de una mayor calidad a menor precio.
Las diferencias ilustran más que las semejanzas. Un equipo
de super8 era relativamente caro, pues los cineastas amateurs actuaban solos
(desde el guión hasta el montaje final se lo hacían todo prácticamente sin
ayuda). Tenían que adquirir el tomavistas, el proyector, la moviola y la
empalmadora (este era el equipo básico) y luego los cartuchos, que incluían el
revelado en Madrid, costaban lo suyo. En función de la velocidad (18 0 24
imágenes por segundo), cada rollo duraba entre 3 y 3 minutos y medio. Entre que
enviabas el rollo a revelar y podías verlo proyectado pasaba no menos de una
semana. De cada cortometraje existía tan solo un original y en cada proyección
podía sufrir un deterioro irreversible.
Un equipo completo de vídeo digital en alta definición
puedes tenerlo ahora mismo en un minúsculo móvil, que permite grabaciones en
alta velocidad impensables solo hace unos años, la edición y posterior subida a
la nube para un visionado global.
Los jóvenes cineastas de este milenio colaboran entre sí
para rodar un corto, e incluso un largometraje si se tercia. La mayoría no
tiene trabajo, pero siempre hay alguien que tiene acceso a un equipo
profesional y los cortos consiguen una gran factura técnica. Además, y a
diferencia de los cineastas de antaño, tienen conocimientos técnicos, han
cursado estudios de guión, realización o producción en diversas escuelas y
universidades del mundo, o en los muchos cursos teóricos y prácticos que
acompañan a los diversos festivales y muestras de cine, o a los que organizan
ayuntamientos o escuelas privadas o públicas, que implican en muchos casos al
alumnado de escuelas e institutos.
En los 60 y los 70 los cineístas documentaban las fiestas
locales (la filmoteca conserva la filmación de todas las romerías, alfombras de
corpus y fiestas de invierno de la época) o intentaban recuperar trabajos
artesanos en riesgo de desaparición, y todo ello ha nutrido el patrimonio
visual de Canarias (registrando los cambios físicos y paisajísticos, de cómo
las urbanizaciones se ha ido comiendo el esplendor del valle de La Orotava, por
ejemplo). Pocos se atrevieron con la ficción, y si lo hacían era con los
actores y actrices de compañías de teatro amateurs, con su dicción engolada y
melodramática.
Esta doble revolución tecnológica que une y diferencia los
70 y la década actual, va acompañada de una crisis que también nos apareja y
nutre el devenir de los cineastas.
En los 70 se vivió el tardofranquismo y la
vívida sensación de un cambio inminente y tras la muerte del dictador en el mes
de noviembre de 1975 se vivieron unos años en los que el miedo y la lógica
incertidumbre sobre lo que podría ocurrir se mezclaron con una irrefrenable
alegría y fe en el futuro.
Esta crisis provocó la radicalización de los cineastas confinándolos
en dos grupos antagónicos, aquellos que deseaban continuar con su relato
bienintencionado, sin atender a los cambios que se estaban produciendo, y los
que se sintieron históricamente obligados a poner la cámara al servicio del
cambio. Para unos la palabra era “libertad” (la libertad del Arte), para los
otros la palabra era “compromiso”.
La crisis actual contiene algunos de estos elementos. Se
aúnan los factores económicos con el descrédito político y el deseo de un
cambio social. Ha golpeado a toda una generación dejándola sin futuro. Y es
esta justamente la generación a la que pertenecen los cineastas actuales.
El cineasta David Delgado a la busca de un lenguaje propio
Y, como antaño, las posturas vuelven a ser frentistas,
configurando dos grupos que se disparan en vez de aunar fuerzas ante la dispersión
y paulatina desaparición de los cortos, engullidos por la fuerza del presente
(si tu obra tiene más de dos años olvídate de ella). Unos confían en el relato
y se atienen a las fórmulas consensuadas de los géneros cinematográficos (la
comedia, el terror, la ciencia ficción o la fantasía), otros sacralizan la
escritura cinematográfica, en búsqueda de la autoría. Los narradores sueñan con
el Oscar, los estilistas con llegar a Cannes.
Tras esta primera línea de batalla (que se desarrolla en las
redes sociales y alrededor de festivales emblemáticos como el Foro Canario) se
aglomera otra gran cantidad de cineastas con preocupaciones propias, formando
pequeñas constelaciones (que se materializan en los estrenos en el TEA o en los
Monopol, formados por los amigos de los técnicos y de los actores), sin apenas
relación las unas con las otras.
Sin embargo, aparecen motivos y constantes en
todos los cortos, que han ido variando en todos estos años, pero en los que se
constata una especie de ensimismamiento generacional, donde la incertidumbre
por el futuro se atrinchera tras conflictos sentimentales.
Recuerdo que en los 70 en todas las reuniones de amigos se
planteaba la siguiente disyuntiva: primero había que acometer el cambio social
y éste llevaría a la transformación y liberación personal; o bien: primero
había que cambiar el individuo y después el hombre nuevo transformaría la
sociedad. Todos dábamos por supuesto que este cambio del yo iba a determinar un
cambio en las relaciones de pareja, con la desaparición de los impulsos de
dominación del otro.
Fotograma de "Ante tus ojos" (2009), de Aarón Melián
Pues bien, han pasado cuarenta años y la violencia sobre el
otro, y en especial sobre la mujer, siguen en primer plano, lo que nos lleva a
concluir que el cambio del que tanto se habla, de la idealizada y
ejemplarizante transición, ha sido un completo fracaso.
Cuando los jóvenes cineastas ponen en escena esta disolución
del yo actual, envuelta en un genérico conflicto de pareja, no dejan de
contarnos que estamos sumidos en un desconcertante bucle del presente, donde
todo se repite y todo se recicla. Ni siquiera el cine mainstream, con su
nostalgia y revisitación del cine de los 80, les deja crecer y ser adultos.
Aunque se haya olvidado (y hay gente muy interesada en
ello), en los 70 surgió la conciencia de las nacionalidades, y había un cine
catalán o gallego o canario. Se pretendía así devolver la idiosincrasia diferenciadora
de las diversas regiones del estado español, que en el franquismo había quedado
reducido al folclore. Con el cine de las nacionalidades se pretendía, además de
una reivindicación histórica, dar visibilidad al profundo subdesarrollo de
algunas regiones que, como Canarias, habían levantado una fachada de paraíso
tropical para incautos turistas, destino bendecido por la iglesia para la
efervescencia amorosa de las parejas de recién casados, cuna de las mujeres más
hermosas y mítico jardín de los héroes griegos.
Era necesario desenterrar esta patraña y colocar Canarias en
el mundo real. Esta fue la labor que los cineastas se encargaron a sí mismos,
cuando cayeron las vendas. Hasta ese momento los cineastas habían seguido
cantando las bondades de la tierra.
Otra tradición que no se ha perdido, y viene de muy antiguo,
es la de levantar otra fachada como decorado cinematográfico. Pero ya no para
edulcorar lo canario sino para intercambiar el paisaje propio con el de
cualquier rincón y época del planeta, y así Canarias ha sido un planeta lejano
o el lugar de los dinosaurios y la mujeres rubias.
fotograma de Amania (2010), de Óscar Martínez
Los jóvenes cineastas canarios han aprendido la lección y
también ellos disuelven su pertenencia a algo que no sea otra cosa su propia
cultura cinematográfica. En el sur de Tenerife hemos visto soldados romanos a
caballo y a un ovni posado en el Teide, y también marines americanos
combatiendo iraquíes, y seres monstruosos o bellos moviéndose en paisajes mitológicos
y de ensueño.
Pero no podemos echarles la culpa. También la política
canaria se mueve dentro de su particular fantasía.
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