Ver el segundo largometraje de Raúl Jiménez por la
televisión canaria, a una hora decente, ha sido toda una sorpresa. En realidad
me enteré un poco de sopetón, a través de las redes sociales, pero no supe
encontrar la emisión en la rejilla y se me pasó. Gracias a que en la televisión
por cable se guardan todos los programas durante siete días pude recuperarlo,
parar y ver algunas secuencias con detenimiento.
Hay un movimiento centrífugo en los cineastas canarios, que
los impulsa a rodar fuera de las islas (Zacarías de La Rosa en NY, Andrés
Koppel en Italia, David Pantaleón en Alemania, José Cabrera en Los Ángeles,
Tarek Ode en París), mientras se invita a cineastas foráneos a rodar en el
archipiélago (en La Palma, durante el Festivalito).
Raúl Jiménez no había pisado nunca Argentina, pero sus tíos
han vivido en Misiones durante años. Ellos le hablan de los músicos Hermanos
Zabala. Le invitan para proyectar Muchachos, su primer largometraje, en el espacio
INCAA de Oberá, Misiones, en abril de 2014, y consigue que Canarias Cultura en
Red le pague el viaje. Una vez allí se les ocurre rodar un largo y estudian cómo
hacerlo. Al año siguiente Andrés Leoni, músico de Tangatos (la banda sonora de
Muchachos es suya) les propone otra proyección en el Microcine Municipal David
Eisenchlas de la ciudad de Mendoza. Amplía su estancia y rueda Guacimara y la
tierra roja, en plan cine de guerrilla. Contacta con técnicos y actores de allá
y consigue los derechos de la música mediante el trueque (les hace un
videoclip). Una familia que conoció aquí en uno de sus viajes le invitan a su
casa (poseen un hostal). Son aficionados al cine y su amabilidad impregna las
imágenes del largometraje.
El comienzo es ya una declaración de intenciones: las
imágenes documentales, la idea de viaje, el narrador (la música) en un encuadre
recreado (simétrico, pictórico) que es también un signo (el camino).
Los planos de la chica en el aeropuerto, a su llegada a
Buenos Aires, se alternan con un plano fijo frontal de los Hermanos Zabala, plantados
en medio de un camino que invita a ser recorrido. Es su canción la que nos
introduce en la historia. Como en una representación medieval, los músicos van
acompañando la historia, en el mismo plano de realidad. Van a ser, a partir de
ahí, los hilos conductores de la narración.
Los tres músicos configuran una imagen estática (podría
haber sido la portada de un disco), en la que se concentra todo un imaginario
cultural de Argentina, y que funciona en el film como la secuencia en la que
Guacimara visita el museo de Carlos Gardel, donde se incluye imágenes
documentales en blanco y negro sobre el cantante que mejor ha representado este
país (y no obstante, no se escuchan los compases de ningún tango a lo largo del
metraje).
Es esta tensión entre lo real y lo representado, entre el
documento y la puesta en escena, entre una imagen personal de un país y su
imagen estereotipada, entre los Hermanos Zabala y Carlos Gardel, y entre lo
previsto en el guión y la irrupción controlada del azar, donde este film juega
sus cartas.
Planos fijos, en
los que la acción discurre sola, con los actores en plano general, se
alternan con secuencias construidas de una manera más convencional.
Me impacta una secuencia, que está resuelta en un único
plano: Guacimara ha dejado su mochila en el suelo, en primer término, y se
aleja para tomar unas fotos. El plano se mantiene, pasan coches y guaguas y uno
piensa que alguien se llevará la bolsa, llegan dos muchachos, uno en motocicleta,
y ambos platican un rato, la moto se aleja, una pareja se acerca y conversan
con el muchacho sobre temas laborales, parece que él ha faltado al trabajo, y
nadie advierte la presencia de la bolsa abandonada en medio de la calle, luego
aparece un turista y pregunta por una dirección, la pareja es muy amable, todos
se marchan y el plano se mantiene mientras pasa otra guagua y uno piensa dónde
está Guacimara, por fin va a pasar algo. Pero se acerca un ciego y su bastón tropieza con la bolsa, y
es ahora cuando Guacimara llega corriendo y la recupera sin más.
Pienso que la mochila es el guión con el que llegó
pertrechado Raúl para hacer su película, pero él, como Guacimara, ve algo que
despierta su interés, dejando a sus actores abandonados a su suerte, hablando
de sus cosas. Al espectador, llegados a este punto, apenas le interesa el tema
de conversación, pendiente de la bolsa y de cómo se desarrollará la historia,
sometido al código genérico que nos advierte que la bolsa (el macguffin) si no
es ahora, en algún punto de la historia alguien se la llevará.
Pero Raúl se ha marchado, como Guacimara, a hacer fotos de
todo aquello que va descubriendo a su alrededor, a medida que recorre los
caminos junto a su escueto equipo de rodaje y se adentra en nuevas poblaciones,
en nuevos parajes que se van abriendo a su ávida mirada.
Más adelante en la historia, Guacimara visita a una pareja de ancianos para darles un
recado de parte de otro personaje. Hay un intercambio intercultural a través
del gofio, apenas un apunte, pero Raúl nos ofrece los planos de una niña que
mira y un plano muy largo de unos perros que juegan en el extremo del encuadre,
mientras oímos los sonidos del trabajo de un grupo de hombres que apenas antes
hemos vislumbrado.
Durante una fiesta popular, Rául se olvida de la historia
principal y es seducido por los rostros de las parejas de baile, dedicándoles
más planos. Guacimara no es ya la protagonista, es la gente, y ella es la que
mira, se apropia de lo que ve y la rodea, se encariña con las personas que la
acogen, escucha sus historias, casi decide quedarse. Al terminarse el film,
seremos nosotros quienes conoceremos mejor este nuevo mundo.
Viaje de descubrimiento, de ida y vuelta, desde la ciudad al
campo, de las calles asfaltadas y llenas de coches a los caminos de tierra, a
las casuchas multicolores, y de ahí a la selva cruzando el río Paraná, a la
tierra de los guaraníes.
Apuntes históricos, levemente esbozados, como cuando alguien
cuenta el origen ruso de los alemanes residentes en Argentina. Pero también
aquí se entrelazan sutilmente varios planos: la claridad expositiva del
diálogo, el valor documental de la casa donde viven los personajes (los
eslabones del viaje), y el valor testimonial de la música.
El plano fijo con el que se nos muestra la acción desplaza
toda la atención a los objetos y muebles que decoran la casa, mediante la
acumulación sosegada de vistas de las casas y sus alrededores, de la gente y
sus quehaceres cotidianos. La banda sonora confiere una mayor densidad a los lugares que visitamos (y
descubrimos) y el timbre y la cadencia de las voces son también una melodía (suave
al saludar, al preguntar, áspera pero cantarina en las discusiones domésticas).
Raúl pone un especial cuidado en los encuadres, en el
colorido local a pesar de la pobreza, en el reflejo de las luces en las
secuencias nocturnas. Los días y las noches jalonan el viaje, Guacimara despertando
en casas ajenas sin que sepamos cómo
ha llegado hasta allí, despidiéndose y dando las gracias por la
hospitalidad recibida.
Y por encima de todo (o por debajo), la omnipresente música.
Unas veces nos abandona, para regresar al final de una secuencia, puntea la
acción y es el comentario musical que nos va explicando la historia sin
contarla, que la hace proseguir con su ritmo preciso y ceremonioso, como las
canciones más etnográficas de los guaraníes, tomadas también frontalmente,
dirigidas al espectador.
Los desplazamientos de Guacimara de un lugar al siguiente,
mostrándonos siempre los alrededores y el plano frontal de la casa que visita,
en busca de alguna pista que la lleve a conocer su familia, tiene siempre mayor
importancia que el encuentro en sí.
Al final, una (falsa) sensación de sencillez, una historia
mínima, resuelta de un plumazo (un plano general de un abrazo), con encuentros
azarosos (del todo inverosímiles, pero es que ocurren en la vida), Guacimara
contando lo que ya hemos visto a un nuevo personaje: primero se vive, luego se
cuenta.
Como el propio Raúl, su experiencia fílmica más allá de los
límites de su isla, que en este film en los márgenes de todo (del río, de la
historia, del género) nos lo cuenta a través de los ojos de Guacimara y
construye un relato.
De aquí en adelante iré yo también en pos de la ballena blanca...gracias Josep.
ResponderEliminar