jueves, 28 de abril de 2016

EL PODER TRANSFORMADOR DEL TIEMPO: REDESCUBRIENDO A ROBERTO RODRIGUEZ

El salón de actos del Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife se abrió anoche para que pudiéramos asomarnos, en un salto temporal, a las concurridas sesiones cinematográficas de los jueves, allá en los años 70, cuando los cineastas amateurs ofrecían sus últimas obras a un público entusiasta y exigente.

Algunos pudimos redescubrir a un Roberto Rodríguez en posesión de un dominio cinematográfico del que la mayoría de sus compañeros carecían, a través de unas imágenes poderosas que el tiempo se ha encargado de conservar, devolviéndonoslas transformadas, envueltas en este tenue hálito de lo sagrado que no sabríamos describir, y que nos lleva a la verdad.



Ver de nuevo estos cortos de Roberto Rodríguez cuarenta años después, en el mismo lugar donde se proyectaron, podría habernos hecho revivir aquellas sesiones que algunos de nosotros organizábamos, en una euforia creativa que nos llevaba a empeñar nuestros ahorros en cartuchos de super8 y salir a rodar por toda la geografía canaria, en busca de nuevos temas que fueran susceptibles de convertirse en un cortometraje para ser proyectado en un salón de actos atiborrado de público.



Pero la remodelación del salón de actos, con las paredes coloreadas, la proyección digital de los cortos y las nuevas y flamantes sillas en el que fue el patio de butacas del teatro, nos recordaron que los tiempos eran otros.



“Qué daría yo, comentaba Dailo Barco, que alguien hubiera grabado alguno de aquellos coloquios”. Dailo pertenece a la nueva generación de cineastas. Para él fue como un destello fulgurante, al enfrentarse a unas imágenes tan distintas de las que capturan sus cámaras digitales. Las descubrió en la Filmoteca Canaria hace unos años, cuando buscaba recursos para un documental.

Y no es solo la textura, o el color, tan diferentes, pero también, sino que estas imágenes poseen una aura misteriosa, pues parecen recién extraídas del túnel del tiempo, como si de repente los petrogrifos se pusieran a bailar y los valles se llenaran de plataneras en una incontenible inundación. Algo que ni siquiera los sofisticados programas de postproducción puedan recrear, porque les faltaría la pátina de verdad que estas imágenes destilan.

Y ahí reside quizás el secreto de Roberto Rodríguez, su inquebrantable voluntad de acercarse a lo real, y también ahí se encuentra esa su resistencia a las distintas narrativas que con la muerte del dictador se enfrentaron con estrépito, y que pudieron hacerle acreedor de plegarse al conformismo de las imágenes estériles de lo canario que el NO-DO, el instrumento de propaganda de la dictadura, había instaurado para someter y amagar la realidad social tercemundista de la época.

Roberto acerca su cámara a los rostros oscurecidos por la inclemencia del tiempo, da visibilidad a los protagonistas del mundo rural (los calabaceros, los ceramistas, los molineros), a los instrumentos de su trabajo, o se aleja de ellos para obtener la distancia precisa para su comprensión, bajo parámetros de belleza pero también de claridad expositiva. Sus caseríos resultan irreales de tan verdaderos.

A veces, a pesar de su repugnancia, se acerca y filma el acto sangriento de descrestar un gallo y prepararlo para la pelea de gallos, un deporte autóctono ahora desaparecido, parte también de su cultura ancestral, como el juego del palo que también captura con su cámara.

¿Qué hace que unas imágenes resistan el paso del tiempo y otras no? ¿Cuántos de los cortos que ahora mismo se hacen en Canarias, en tantos concursos expres, sobrevivirán a su tiempo? Dentro de otros cincuenta años, ¿futuras generaciones se reconocerán en sus imágenes, se sorprenderán al contemplar un mundo atomizado conectado día y noche al discurrir incesante de imágenes olvidables?


Dailo recupera en el título de su documental "Las postales de Roberto" la idea de postal, tan denostada entonces, utilizada por algunos para describir la mayor parte el cine amateur de la época, y que llegó a constituir una insulto, proferido desde las filas del salón de actos hacia los directores que presentaban sus obras subidos al escenario, o en los comentarios de los críticos de cine, que se sentían obligados a repartir su mirada, sus filias y sus fobias, tanto al cine comercial que se estrenaba en los cines como a las frágiles obras de artesanía de los cineistas, como se llamaban a sí mismos los superochistas.  

Los paisajes torturados, las cumbres vertiginosas, los riscos enmarañados de niebla y arbustos retorcidos que Roberto filma a la manera de los grabados que el misterioso J. J. Williams dibujó para ilustrar La Histoire Naturelle des Îles Canaries  de Sabino Berthelot, o estos encuadres idílicos, perfectamente enmarcados, vistos desde una posición elevada, del ambiente rural de Puntagorda, el pueblo natal de Roberto, como una estampa japonesa, con sus almendros en flor, en el que el tiempo se ha detenido.

Belleza extrema, estilizada hasta límites insoportables, que puede ser leída como postal mentirosa (y así se hacía en aquellos turbulentos años 70, años de destrucción y surgimiento, de “muerte y bostezo”, como titularía uno de sus cortos el dramaturgo Fernando H. Guzmán, injustamente olvidado), una postal que es ahora nostalgia, y que, ahora lo sabemos, también fue compuesta desde la nostalgia del presente, de aquello que sabemos cuando lo capturamos que pronto dejará de ser, y entonces el acto de filmar es un adiós y no un hasta luego.



Extraña que el antaño acuarelista y fotógrafo, al dejar los pinceles por la cámara de cine, se deje llevar por el vértigo del movimiento. Así, sorprenden los incesantes acercamientos o alejamientos  mediante el zoom óptico, ese juguete que embelesaba a los cineastas de la época, o las virtuosas panorámicas y el juego del desenfoque, que imprimen al montaje de los planos una cadencia como de isa o de folía, que en “La última folía” resulta evidente e intencionado, pero que encontramos en otras cintas, como en “Pueblo en flor. Puntagorda”(1977), que es donde la emoción contenida en otros cortos aquí se desborda.



Es en “La última folía” (1976) donde el montaje de Roberto se hace impetuoso para inscribir en la textura del corto el dolor de la gente que se ha visto obligada a emigrar al otro lado del océano, engarzando planos de uno y otro lado, filmando hermosas casas desconchadas (con esos colores de las casas de acá y quizás de allá, diluyéndose en manchas anaranjadas, en añil y ocre) y en ruinas, ese hombre del comienzo ascendiendo a duras penas por el paisaje lávico portando la maleta sobre el hombro, desapareciendo detrás de la loma, mezclando lugares y tiempos distantes, como si aquel hombre al marcharse hubiera metido su mundo en la maleta y conviviese con él en la memoria.


En “Los calabaceros” (1979), su película más didáctica y de mayor valor etnográfico, filmada en 16mm. y con mayores recursos, nos presenta una isla de cumbres nevadas que suministran de un modo natural el agua para las necesidades agrícolas. El plátano precisa de una cantidad obscena de agua, y los calabaceros se encargan de hacerla llegar a cotas más elevadas del canal, mediante la fuerza de sus brazos, en un movimiento incesante como de péndulo, y Roberto nos va mostrando, demorándose, el trabajo de los calabaceros, en una coreografía que va más allá de lo particular para hablarnos de los hombres y mujeres en su lucha inmemorial para sobrevivir en un entorno hostil que han acabado domesticando, de los días que suceden a las noches, de los tiempos que se encadenan con la regularidad del calendario, de los ritmos del esfuerzo humano.

Unos pocos apuntes, suministrados por la voz del narrador, nos informan de que la propiedad del agua está en manos privadas. Años de litigios sobre quién puede acceder al agua del canal, concede a los calabaceros aquella agua que puedan trasvasar. 

Roberto Rodríguez rodó más de un centenar de cintas, en Canarias y fuera de ella (en Italia, en el continente africano, en la tierra de los incas), con una intensidad inusitada, una producción de cuatro o cinco cortos anuales en los años 70, que presentaba a todas las muestras y festivales de cine amateur ganando todo tipo de premios. Se dedicó luego a sus acuarelas y dejó abandonado todo este material en algún rincón oscuro de su casa. Finalmente lo legó al Cabildo de La Palma, que llegó a un acuerdo con la Filmoteca Canaria para que digitalizase todas las bobinas y pudiese ser exhibido.

Y así, cuarenta años después, la Filmoteca Canaria organiza un homenaje  que debía contar con su presencia pero que ha resultado, por muy pocos días, un homenaje póstumo.



Signo de los tiempos, el acto ha sido grabado para la posteridad. El acto arrancó con el chasquido de la claqueta, como cuando se estalla la botella contra el casco de un barco.

En esta nueva película barco que prepara Dailo, como una cápsula de tiempo, todos nosotros, viejos compañeros de Roberto en aquello de manejar una cámara de super-8, amigos del cineasta que hasta aquí llegaron para recordarle, jóvenes curiosos y algún cineasta despistado que se dieron cita en el Círculo de Bellas Artes, hemos quedado prendidos de otro artefacto homenaje que quizás dentro de otros cuarenta años se proyecte en este mismo espacio, decorado de otra manera, quizás recuperando su aspecto primitivo, donde algunos espectadores recuerden que existió algo llamado cine.





Posdata


Buscando documentos de las actividades de la Sección de Cine del Círculo de Bellas Artes en mi archivo personal, me encuentro con el borrador de una carta que no recuerdo si llegué a enviársela a Roberto, como respuesta a una carta que me dirigió para agradecerme mis comentarios en la prensa sobre el cine canario. En uno de los párrafos me leo: “En todo tu cine siempre hay como un relámpago, un instante de verdad, eso que es tan difícil de hacer en cine y que tú tienes capacidad de desarrollarlo pero que de momento se queda en vislumbres, en fortuitos hallazgos que me sorprenden de vez en cuando. Pero ya hablaremos.”

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