El salón de actos del Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz
de Tenerife se abrió anoche para que pudiéramos asomarnos, en un salto
temporal, a las concurridas sesiones cinematográficas de los jueves, allá en
los años 70, cuando los cineastas amateurs ofrecían sus últimas obras a un
público entusiasta y exigente.
Algunos pudimos redescubrir a un Roberto Rodríguez en
posesión de un dominio cinematográfico del que la mayoría de sus compañeros
carecían, a través de unas imágenes poderosas que el tiempo se ha encargado de
conservar, devolviéndonoslas transformadas, envueltas en este tenue hálito de
lo sagrado que no sabríamos describir, y que nos lleva a la verdad.
Ver de nuevo estos cortos de Roberto Rodríguez cuarenta años
después, en el mismo lugar donde se proyectaron, podría habernos hecho revivir aquellas
sesiones que algunos de nosotros organizábamos, en una euforia creativa que nos
llevaba a empeñar nuestros ahorros en cartuchos de super8 y salir a rodar por
toda la geografía canaria, en busca de nuevos temas que fueran susceptibles de
convertirse en un cortometraje para ser proyectado en un salón de actos
atiborrado de público.
Pero la remodelación del salón de actos, con las paredes
coloreadas, la proyección digital de los cortos y las nuevas y flamantes sillas
en el que fue el patio de butacas del teatro, nos recordaron que los tiempos
eran otros.
“Qué daría yo, comentaba Dailo Barco, que alguien hubiera
grabado alguno de aquellos coloquios”. Dailo pertenece a la nueva generación de
cineastas. Para él fue como un destello fulgurante, al enfrentarse a unas
imágenes tan distintas de las que capturan sus cámaras digitales. Las descubrió
en la Filmoteca Canaria hace unos años, cuando buscaba recursos para un
documental.
Y no es solo la textura, o el color, tan diferentes, pero
también, sino que estas imágenes poseen una aura misteriosa, pues parecen recién
extraídas del túnel del tiempo, como si de repente los petrogrifos se pusieran
a bailar y los valles se llenaran de plataneras en una incontenible inundación.
Algo que ni siquiera los sofisticados programas de postproducción puedan
recrear, porque les faltaría la pátina de verdad que estas imágenes destilan.
Y ahí reside quizás el secreto de Roberto Rodríguez, su
inquebrantable voluntad de acercarse a lo real, y también ahí se encuentra esa
su resistencia a las distintas narrativas que con la muerte del dictador se
enfrentaron con estrépito, y que pudieron hacerle acreedor de plegarse al
conformismo de las imágenes estériles de lo canario que el NO-DO, el
instrumento de propaganda de la dictadura, había instaurado para someter y
amagar la realidad social tercemundista de la época.
Roberto acerca su cámara a los rostros oscurecidos por la
inclemencia del tiempo, da visibilidad a los protagonistas del mundo rural (los
calabaceros, los ceramistas, los molineros), a los instrumentos de su trabajo,
o se aleja de ellos para obtener la distancia precisa para su comprensión, bajo
parámetros de belleza pero también de claridad expositiva. Sus caseríos
resultan irreales de tan verdaderos.
A veces, a pesar de su repugnancia, se acerca y filma el
acto sangriento de descrestar un gallo y prepararlo para la pelea de gallos, un
deporte autóctono ahora desaparecido, parte también de su cultura ancestral,
como el juego del palo que también captura con su cámara.
¿Qué hace que unas imágenes resistan el paso del tiempo y
otras no? ¿Cuántos de los cortos que ahora mismo se hacen en Canarias, en
tantos concursos expres, sobrevivirán a su tiempo? Dentro de otros cincuenta
años, ¿futuras generaciones se reconocerán en sus imágenes, se sorprenderán al
contemplar un mundo atomizado conectado día y noche al discurrir incesante de
imágenes olvidables?
Dailo recupera en el título de su documental "Las postales
de Roberto" la idea de postal, tan denostada entonces, utilizada por algunos
para describir la mayor parte el cine amateur de la época, y que llegó a
constituir una insulto, proferido desde las filas del salón de actos hacia los
directores que presentaban sus obras subidos al escenario, o en los comentarios
de los críticos de cine, que se sentían obligados a repartir su mirada, sus
filias y sus fobias, tanto al cine comercial que se estrenaba en los cines como
a las frágiles obras de artesanía de los cineistas, como se llamaban a sí
mismos los superochistas.
Los paisajes torturados, las cumbres vertiginosas, los
riscos enmarañados de niebla y arbustos retorcidos que Roberto filma a la
manera de los grabados que el misterioso J. J. Williams dibujó para ilustrar La
Histoire Naturelle des Îles Canaries de Sabino Berthelot, o estos encuadres idílicos,
perfectamente enmarcados, vistos desde una posición elevada, del ambiente rural
de Puntagorda, el pueblo natal de Roberto, como una estampa japonesa, con sus
almendros en flor, en el que el tiempo se ha detenido.
Belleza extrema, estilizada hasta límites insoportables, que
puede ser leída como postal mentirosa (y así se hacía en aquellos turbulentos
años 70, años de destrucción y surgimiento, de “muerte y bostezo”, como
titularía uno de sus cortos el dramaturgo Fernando H. Guzmán, injustamente
olvidado), una postal que es ahora nostalgia, y que, ahora lo sabemos, también
fue compuesta desde la nostalgia del presente, de aquello que sabemos cuando lo
capturamos que pronto dejará de ser, y entonces el acto de filmar es un adiós y
no un hasta luego.
Extraña que el antaño acuarelista y fotógrafo, al dejar los
pinceles por la cámara de cine, se deje llevar por el vértigo del movimiento.
Así, sorprenden los incesantes acercamientos o alejamientos mediante el zoom óptico, ese juguete
que embelesaba a los cineastas de la época, o las virtuosas panorámicas y el
juego del desenfoque, que imprimen al montaje de los planos una cadencia como
de isa o de folía, que en “La última folía” resulta evidente e intencionado,
pero que encontramos en otras cintas, como en “Pueblo en flor. Puntagorda”(1977),
que es donde la emoción contenida en otros cortos aquí se desborda.
Es en “La última folía” (1976) donde el montaje de Roberto
se hace impetuoso para inscribir en la textura del corto el dolor de la gente
que se ha visto obligada a emigrar al otro lado del océano, engarzando planos
de uno y otro lado, filmando hermosas casas desconchadas (con esos colores de
las casas de acá y quizás de allá, diluyéndose en manchas anaranjadas, en añil y ocre) y en ruinas, ese hombre del comienzo ascendiendo a duras penas por
el paisaje lávico portando la maleta sobre el hombro, desapareciendo detrás de
la loma, mezclando lugares y tiempos distantes, como si aquel hombre al
marcharse hubiera metido su mundo en la maleta y conviviese con él en la
memoria.
En “Los calabaceros” (1979), su película más didáctica y de
mayor valor etnográfico, filmada en 16mm. y con mayores recursos, nos presenta
una isla de cumbres nevadas que suministran de un modo natural el agua para las
necesidades agrícolas. El plátano precisa de una cantidad obscena de agua, y
los calabaceros se encargan de hacerla llegar a cotas más elevadas del canal,
mediante la fuerza de sus brazos, en un movimiento incesante como de péndulo, y
Roberto nos va mostrando, demorándose, el trabajo de los calabaceros, en una
coreografía que va más allá de lo particular para hablarnos de los hombres y
mujeres en su lucha inmemorial para sobrevivir en un entorno hostil que han
acabado domesticando, de los días que suceden a las noches, de los tiempos que
se encadenan con la regularidad del calendario, de los ritmos del esfuerzo
humano.
Unos pocos apuntes, suministrados por la voz del narrador,
nos informan de que la propiedad del agua está en manos privadas. Años de
litigios sobre quién puede acceder al agua del canal, concede a los calabaceros
aquella agua que puedan trasvasar.
Roberto Rodríguez rodó más de un centenar de cintas, en
Canarias y fuera de ella (en Italia, en el continente africano, en la tierra de
los incas), con una intensidad inusitada, una producción de cuatro o cinco
cortos anuales en los años 70, que presentaba a todas las muestras y festivales
de cine amateur ganando todo tipo de premios. Se dedicó luego a sus acuarelas y
dejó abandonado todo este material en algún rincón oscuro de su casa.
Finalmente lo legó al Cabildo de La Palma, que llegó a un acuerdo con la
Filmoteca Canaria para que digitalizase todas las bobinas y pudiese ser
exhibido.
Y así, cuarenta años después, la Filmoteca Canaria organiza
un homenaje que debía contar con
su presencia pero que ha resultado, por muy pocos días, un homenaje póstumo.
Signo de los tiempos, el acto ha sido grabado para la
posteridad. El acto arrancó con el chasquido de la claqueta, como cuando se
estalla la botella contra el casco de un barco.
En esta nueva película barco que prepara Dailo, como una
cápsula de tiempo, todos nosotros, viejos compañeros de Roberto en aquello de
manejar una cámara de super-8, amigos del cineasta que hasta aquí llegaron para
recordarle, jóvenes curiosos y algún cineasta despistado que se dieron cita en
el Círculo de Bellas Artes, hemos quedado prendidos de otro artefacto homenaje que
quizás dentro de otros cuarenta años se proyecte en este mismo espacio,
decorado de otra manera, quizás recuperando su aspecto primitivo, donde algunos
espectadores recuerden que existió algo llamado cine.
Posdata
Buscando documentos de las actividades de la Sección de Cine
del Círculo de Bellas Artes en mi archivo personal, me encuentro con el
borrador de una carta que no recuerdo si llegué a enviársela a Roberto, como
respuesta a una carta que me dirigió para agradecerme mis comentarios en la
prensa sobre el cine canario. En uno de los párrafos me leo: “En todo tu cine
siempre hay como un relámpago, un instante de verdad, eso que es tan difícil de
hacer en cine y que tú tienes capacidad de desarrollarlo pero que de momento se
queda en vislumbres, en fortuitos hallazgos que me sorprenden de vez en cuando.
Pero ya hablaremos.”
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