miércoles, 20 de julio de 2022

FILMAR UNA PERFORMANCE, ¿ESO CÓMO SE HACE?

Hace diez años tuve el privilegio de grabar una performance y lo hice a mi entender, porque nunca me lo había planteado. Y ocurrió de una manera azarosa, porque me dio por descolgar el teléfono y decir que sí, que me interesaba muchísimo grabar una performance, aunque solo fuera para hacer un favor. En los 80 estaba de moda ir a un local y que de repente los “actuantes” se tiraran al suelo o se embadurnaran de pintura, nos sentíamos muy in y ni siquiera sabíamos si se podía aplaudir. Una performance tiene algo de ritual, pensaba yo, entre divertido y desconcertado, en medio del silencio general. En los 80, por lo menos en Tenerife, nadie se planteaba la performance como una forma de arte.



 

Un miércoles del mes de marzo de 2012, a eso de las 10 de la noche, recibí una llamada de auxilio de Jairo López. Se había comprometido para rodarle a Roberto García de Mesa una permormance que iba a ejecutar el viernes por la noche en la sala Conca, pero ese día le había surgido otro compromiso y me pedía si yo podía hacerlo con mi cámara. Faltaban dos días para el evento.

 

No hacía ni un mes que se había exhibido en los el Espacio Cultural Aguere EL JARDÍN BARROCO, un mediometraje que había dirigido Jairo López. Describía con largos planos fijos el proceso creativo de Roberto, que cristalizó en una acción poética en la Sala Conca. Con mucho mimo y profundidad de campo, la cámara se demoraba en los tiempos mientras Roberto recorría la estancia, miraba o pintaba inacabables caligrafías sobre un lienzo de papel que luego colgaría en la sala. Jairo grabó posteriormente más horas y estuvo trabajando en el montaje para hacer una versión definitiva de 80 minutos, que incluían reflexiones de Roberto sobre su obra.

 

Al día siguiente de la llamada me acerqué a la sala Conca para ver los espacios donde se desarrollaría la performance y comprobar las necesidades de luz. Le pedí prestado a Ángel Falcón un foco y le dije a Chema si podía echarme una mano.

 

El viernes por la noche, con las imágenes de Jairo en mente, me acerqué a la Conca a ver qué pasaba. La performance llevaba por título "El sujeto de los otros. Concierto de Música Irregular para piano, contrabajo, cabeza y manos enyesadas ", a partir de un texto escrito unos años antes.  Roberto me había comentado por teléfono que no quería una mera reproducción de la acción artística sino que esperaba de mí que me involucrase directamente en el meollo de la misma. Que tomara parte, vamos.

 

La acción se iba a desarrollar en dos espacios. El primero era en un pequeño patio cubierto de la plantra baja, rodeado de cuadros y obras de diferentes artistas. Una luz cenital bañaba la estancia por igual. 

 

Hice la pertinente prospección del terreno, imaginé unos cuantos puntos de ataque y ensayé varios movimientos envolventes. Se trataba de un patio rectangular, repleto de esculturas y objetos imposibles, que me permitían un bonito juego de perspectivas. A través de los cristales de unas ventanas podía establecer una relación fuera-dentro.

 

En el piso de arriba, en la amplia habitación con suelo de madera y techo alto, escenario de EL JARDÍN BARROCO, quedaban todavía vestigios de la última exposición de Roberto. Un piano, un proyector de diapositivas y unos maniquíes iban a tener su juego en el espacio escénico. Dispuse un par de focos y establecí una clara diferenciación entre el espacio de los artistas y la penumbra circundante. Allí fue donde habíamos rodado una de las secuencias de “La ciudad interior”.

 

¿Y si no vienen espectadores? Le pregunté a Gonzalo el Conco. No importa, me dijo. Vale, esta es la esencia de la performance, me explicó Enzo Escala, al encontrármelo el domingo siguiente frente al quiosco para comprar la prensa escrita. Esto sí que es radical, pensé, sería como hacer una peli y guardarla en una caja fuerte. No importa que nadie la vea. Es el acto de hacerla lo que importa de veras. 

 

Cuando esto comience me avisas, le digo a Roberto, que se estaba maquillando. Sí, sí, muy bien. Pero de repente, sin previo aviso, ya estaba Roberto en plena acción. Encendí la cámara y me dispuse a grabar a Roberto que había empezado a llenar los cristales de garabatos. Durante un rato, solo se escucha el chirrido del rotulador sobre la superficie del vidrio y los disparos de las cámaras de pocos espectadores que se han ido disponiendo a lo largo del corredor y miran a través de los cristales como si fuera una pecera.




Y mientras Roberto va desgranando los versos de su poema escénico, los folios sobre un atril, una chica rubia le va enyesando el rostro y Luismo Valladares les acompaña con los roncos acordes de su contrabajo. Vistos a través de los garabatos inscritos en las ventanas, siento que me encuentro rodando la película que Wong Kar Wai filmó en USA.



Roberto, que debe ser el único ser que mantiene viva la antorcha de las vanguardias en un mundo cada vez más plano, da por terminada la primera parte de la performance y se escabulle escaleras arriba como si temiera que alguien pudiera arrebatarle el piano. Los demás le seguimos como podemos.




Suenan las primeras notas de una larga partitura. Eli Fernández se apodera de una de sus manos y la venda con una tela que impregna en una sopa de yeso. Piano y contrabajo dialogan y se persiguen mientras Roberto va transformándose en el fantasma de la ópera. 




Con las manos ya vendadas y el rostro blanco y cuarteado, nunca ha dejado de tocar el piano. Llevamos ya más de veinte minutos y yo no he dejado de moverme a su alrededor,  buscando encuadres imposibles pero tremendamente significativos. 




Me acerco a su rostro y me alejo hasta encuadrarlos como miniaturas en una pintura negra de Goya. Mi mano tiembla, pero no la de Roberto. La luz está genial. Blancos y negros, manchas de rojo, la piel de la espalda de Eli, el contraluz violento de los focos recortando la figura de Luismo abrazando el contrabajo. 




 En la edición del vídeo, y pensando en algunos trabajos de Greenaway, se me ocurrió incluir las hojas que Roberto leía, superponiéndolas en movimiento sobre la imagen.

 



Diez años después, aquel foco de la cultura canaria que fue la Sala Conca, se ha convertido en un almacén desvencijado, absorbido por el furor de la restauración que invade y prolifera en las calles peatonizadas patrimonio de la humanidad.

 

 

 

 

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