No sé por qué las películas de muertos vivientes tienen
tanto predicamento. Dicen que reflejan muy bien la zozobra en la que vivimos
últimamente, si saldremos indemnes
de la crisis. Lo cierto es que cuando les pedí a los chicos y chicas de quinto
de primaria que hicieran unos guiones para rodar un corto enseguida salió una
de zombis.
A Laly le tocó este año dar clases en el sur, en el colegio
público de Los Abrigos, muy cerca de donde tantas veces habíamos ido a comer
pescado fresco en el mismo borde del mar. En una de las clases se le ocurrió
preguntarles si les apetecía hacer un corto. A quién no. Así que les dejó que
pensaran una historia, algo que pudieran hacer en el centro, sin muchas
complicaciones.
Invitado por Laly me presenté allí una mañana y empezaron a
leer sus propuestas. Desestimamos aquellas que a todas luces eran
impracticables (aquellas que transcurrían en casas ajenas o aparecían
ambulancias o coches de bomberos) y nos quedamos con cinco o seis y en una de ellas
aparecían los consabidos zombis, en este caso, niños zombis, y a todos se les
iluminaron los ojos como platos. ¡Iba a ser tan divertido!
Normalmente paso los guiones a votación, pero en esta
ocasión se me ocurrió proponerles una fusión de varias de las historias y así,
la discusión entre tres amigas (que luego fueron cuatro), les impedía darse
cuenta de que algo pasaba en el centro, y luego, claro está, todo era una
broma.
Hicimos dibujitos con los planos, Laly les contó que debían
distribuir los papeles, conformar un equipo técnico y otro artístico, buscar
las localizaciones, convocar un casting. Lo que más les atrajo de aquel primer
día fue la claqueta, objeto enigmático por excelencia que pone en marcha la
magia del cine.
Pasó la semana santa y Laly me comunicó que ya estaba todo
listo, que tenían claro los papeles de cada uno en el rodaje y solo faltaba
fijar el día.
El cine debería estar presente desde primaria. No hay mejor
proyecto educativo que poner en pie un cortometraje. El alumnado se responsabiliza,
aprende a confiar en los demás, a ponerse de acuerdo en mil detalles, adaptar
su propuesta a la realidad del centro, esforzarse alrededor de un proyecto
común, precisa de concentración y disciplina, y además es divertido. Y desde
luego, ahí sí que se trabajan las competencias básicas ni se olvida el
currículo, pues ¿no se deben
escribir las historias? ¿no es necesario indagar, informarse bien antes de
ponerse a escribir? ¿no es preciso en la preproducción calcular tiempos y
necesidades? ¿no hay que tener buen gusto al establecer el vestuario y la
ambientación que precisa el corto?
Claro que si uno se pone con una de zombis, tampoco hace
falta mucha investigación. Todos sabían cómo se mueve un zombi, y las madres
que a golpe de teléfono de sus hijos acudieron al centro para maquillarles
sabían muy bien cómo tenían que hacerlo. Así que al grito de uno de ellos
pidiendo acción, los niños y niñas, tras muy pocas indicaciones, conformaban la
estética de ese imaginario cinéfilo tan en boga, y unos gritaban y otros les
perseguían con esos murmullos típicos mezcla de ronroneo y alarido, y cuando el
director mandaba corten ellos se aprestaban displicentes para una segunda o
tercera toma, y el director a veces les pedía que no se rieran demasiado,
porque todo daba risa, las caras pintadas y los gestos a veces tan plausibles
de los niños y niñas puestos a actores.
Hace poco me atreví a introducir al cine a niños de 5 años,
en la clase de tercero de infantil donde está una de mis nietas. En el colegio
Máyex organizan todos los años una semana cultural. Me propusieron, o yo me
propuse, ahora no lo recuerdo, dar una charla de cine. La idea era hacerlo con
los de 1º de la ESO, que estaban ya realizando un corto para presentarlo a
Filmfest y yo les había estado asesorando cuando estaban con los guiones (al
final no ha sido uno sino cuatro los cortos realizados). Pero me tentaba ver
qué pasaba con los más pequeños. Laia ha estado jugando con la tableta,
grabando vídeos con los clips que ella y su hermanita movían con la mano y los
hacían hablar, así que no era tan descabellado.
Les propuse un juego muy simple que siempre me ha dado
buenos resultados a cualquier edad. Solo hace falta un folio y unas tijeras.
Consiste en que recorten una ventanilla y miren. Se lo ponen cerca de la cara o
lo alejan un poco. El fragmento de realidad que encuadran se hace mayor o
menor. No es lo mismo lo que uno percibe y sabe que le rodea en un lugar
determinado que aquello que encuadra y selecciona. Es así de simple. Pero una
niña me preguntó que para qué servía eso y ahí me dije a ver cómo se lo explico
ahora. Se me ocurrió que encuadraran un fragmento de la pizarra blanca y les
pregunté qué veían. Nada, me dijeron. Entonces, ¿qué podría ser? Y ahí sí
empezó a funcionar: un techo, un cuarto de baño, una bañera. Y el cine se hizo.
También estuve con los más mayores. Vimos secuencias de películas
y también cortos grabados por el alumnado de otros centros. Les hice ver porqué
el corto que este año habían realizado un grupo de alumnas del centro, sobre la
incertidumbre de una niña que se siente niño, funciona tan bien (la presentación
de la protagonista, que la cámara parcela haciéndonos ver tan solo la ropa que
lleva), y luego me pidieron verlo de nuevo y se hizo un silencio que revelaba
una intensa emoción.
Insisto siempre en la importancia de lo que no se ve, de lo
que no se cuenta pero está presente, del espacio off (lo que está fuera del encuadre)
y de las elipsis como las herramientas más importantes de las que dispone el
cineasta.
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