Este viernes tuvimos en La Laguna una última ocasión para
ver el último trabajo de Armando Ravelo, inscrito en su proyecto Bentejuí de
llevar al cine el mundo de los aborígenes canarios, después del gran esfuerzo
que supuso el rodaje de Ansite, hace ya cuatro años. Mah es un corto más
contenido, en el que se nota un dominio de los recursos expresivos y una mejor
correlación entre los medios de producción disponibles y el resultado.
Se proyectaba en el Espacio Cultural Aguere, después de
haberse exhibido en todas las islas con un gran éxito de público. También en
esta ocasión, a pesar de que ya se había proyectado unos meses antes en la
misma sala, reunió a casi setenta espectadores, conocedores de la obra de
Armando Ravelo. Podríamos preguntarnos, por qué después de tanta aceptación,
sigue teniendo tantos problemas para poner en marcha su siguiente proyecto.
En "Mah", los
planos aéreos sobre grandes extensiones arbóreas, los movimientos de cámara
ascendentes o descendentes por los troncos de los pinos conectan el cielo y la
tierra y enfatizan el enraizamiento de esa masa vegetal con los nutrientes del
subsuelo.
Nos encontramos en un espacio mítico, habitado por niños,
mujeres y guerreros, transitado únicamente por ellos, en tres tiempos separados
por algunos años, los suficientes para que podamos hablar de tres generaciones.
Las niñas del primer tiempo, en un prólogo en blanco y
negro, aleccionadas por su madre (“este es un mundo de hombres y hay que
aprender a defendernos”), las niñas ya mujeres en el segundo segmento, que
constituye el bloque principal del relato, donde deben poner en práctica las
enseñanzas recibidas, y un tercer momento, diez años más tarde, cuando las
hijas de estas mujeres ya deberían haberse desarrollado si esto hubiera sido
posible, que se cierra con una admonición lanzada al futuro (y que podrían
concernir al propio espectador del film) respecto a las siguientes generaciones
de canarios, que contiene tanto una advertencia como una enseñanza.
Así, se establece una cadena que conecta sin interrupción el pasado
prehispánico, que conocemos tan solo por algunas crónicas interesadas, con la
generación actual de canarios.
Armando Ravelo, que dedicó su primera incursión relatando
una de las historias más cruentas del exterminio y dispersión del pueblo
aborigen en la isla de Gran Canaria, decide aquí construir una relato
antropológico a partir de algunos de los pasajes más difíciles de encajar desde
nuestra mentalidad “civilizada”, sobre el infanticidio femenino obligado por
las circunstancias adversas que implican la supervivencia de la tribu.
El principal escollo es cómo abordar el imaginario aborigen
con la distancia adecuada. En Canarias se ha intentado mediante el disparate
pop (“Crónica histérica: la conquista de Canarias” del equipo Neura en 1972) o
comiquero (“La isla del infierno” dirigida por Javier Fernández Caldas en 1998).
Los intentos de un cine serio y realista se han estrellado ante la falta de medios, compensada casi siempre por el entusiasmo del equipo, capaz de proezas tales como llevar a una multitud de jóvenes al interior de las islas para el rodaje de secuencias épicas (el exilio de los palmeros en “Aysouraguan, el lugar donde la gente se heló”, del realizador palmero Lozano Van de Walle rodado en 16mm. en 1981)
Pero es en la figuración (el casting, el vestuario, los
tatuajes, las armas, los utensilios), en la representación de la vida cotidiana y en el lenguaje, donde se juega la verosimilitud
de la ambientación. Para ello, el imaginario fílmico acude en ayuda tanto del
equipo artístico como del espectador, que identifica el pueblo aborigen con las
películas ya vistas de otros pueblos prehispánicos y avala el realismo de la
representación por su semejanza.
El precedente ilustre es la coproducción italiana española con aires de peplum “Tirma” (1954), dirigida por Paolo Moffa, donde los indígenas se representaban como indios mohicanos, y se acudía al mito de los amores entre capitanes intrépidos y hermosas doncellas aborígenes (como en Pocahondas).
La ayuda de las crónicas (Gadifer de la Salle, Lacunense,
Abreu Galindo, Gómez Escudero…) y bocetos (pienso en los dibujos de Torriani)
son una fuente válida e indispensable para la puesta en escena de un relato que
se desarrolle en la época prehispánica, estudios que se acompañan de los
últimos descubrimientos en los yacimientos así como el estudio comparativo con
otros pueblos, y que ha llevado a diversas teorías e interpretaciones.
Otra opción es acudir a la estilización más extrema, como en
“Iballa” el mediometraje que dirigí en 1987, una coproducción de Yaiza Borges y
TVE en Canarias, rodada sobre el escenario del Paraninfo de la Universidad de
La Laguna a base de largos planos secuencia con la cámara montada en una grúa,
decorados planos y diálogos recitados.
Ravelo opta por encomendarse a las dos corrientes, a la
realista y a la de la estilización. Intenta que los personajes resulten
creíbles, mediante un casting exquisito, la utilización de pinturas corporales,
escenas de lucha bien coreografiadas y diálogos en amazigh (lengua reconstruida
a partir del bereber).
En el lado de la estilización, Ravelo contrapone planos muy amplios del bosque, que empequeñecen a los personajes, con primerísimos planos de los mismos (cuando los guerreros se pintan y se preparan para la violencia, en especial), así como un uso de la banda sonora continuado que acompaña todo el metraje, siempre en primer plano, modulando la emoción, grave en los planos aéreos del bosque, íntima en las relaciones entre las mujeres, estentórea con los guerreros y la escena de lucha y dramática acompañando los gritos de dolor de la protagonista.
El uso del amazigh, a pesar de que añade verosimilitud al
relato, nos distancia del mismo. Los rostros de los personajes, con sus
pinturas, pasan a convertirse en máscaras, representando no a individuos sino a
determinados tipos sociales: la madre, el guerrero, la hija, el hijo.
Este efecto
de distanciamiento ayuda a la comprensión de los factores que intervienen en el
drama y que competen a cada uno de los actantes, donde cada uno defiende sus
razones. De los consejos maternales del comienzo hasta el deseo de venganza de
una de las hijas existe un hilo narrativo, una épica brechtiana (punteada por
los fundidos en negro), que el espectador puede seguir sin perderse ni dejarse
llevar por falsos sentimentalismos.
Pero donde más interviene la estilización es en el
tratamiento del paisaje, que pasa de ser un simple bosque, con sus pinos,
pájaros y un riachuelo, para representar un espacio mítico, no tanto por lo que
la cámara fotografía sino por lo que queda fuera del encuadre. No hay un
poblado (en todo caso, el interior de una cueva), no vemos las cosechas (pero
sí se habla de ellas), nunca vemos el mar (y estamos en una isla).
En el interior del cortometraje solo existen dos espacios,
el bosque (transitado por todos), y el espacio de las mujeres (la boca de la
cueva en la ladera del monte, vedado al hombre). Porque esta es la historia que se cuenta, de cómo las
mujeres deben crearse un espacio para ellas para defenderse del hombre, cuando
las leyes que estos imponen tratan de arrebatarles lo que les es más querido.
Esta estilización está inscrita ya en el propio título,
cuando las tres palabras que designan a la madre (MAH) se descomponen para
construir un símbolo, una especie de U y cuatro rayas verticales, que remite a
la maternidad (la cueva útero, el flujo menstrual, la lluvia que hace germinar
la tierra).
Por otro lado, al elegir este pasaje cruel entre tantas
historias que preceden y vertebran la larga y agónica historia de la conquista,
desoyendo los relatos elegíacos de un pueblo que vivía feliz y acorde con la
naturaleza, Armando Ravelo se
aleja de la concepción clásica de la selva como lugar incontaminado, el Edén añorado
y mil veces mitificado por poetas y vendedores de paraísos turísticos, para
asomarse, casi de puntillas, a una cultura radicalmente distinta a la nuestra y
para señalar, de algún modo, que cuando estalla una crisis, la barbarie está a
la vuelta de la esquina.
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