¿Y si no vienen espectadores? Le pregunto a Gonzalo el Conco. No importa, me dice. Vale, esta es la esencia de la performance, me cuenta Enzo Escala, que me lo encuentro el domingo frente al quiosco para comprar la prensa escrita. Pienso, esto sí que es radical, sería como hacer una peli y guardarla en una caja fuerte. No importa que nadie la vea. Es el acto de hacerla lo que importa de veras. No que la vean un par de amigos y te digan qué chula o pasearla por cuantos más festivales mejor y que las salas estén llenas y todo el mundo aplauda y diga bien, esto sí es un corto.
Pero, ¿qué es un corto? ¿Un corto debe contar una historia? ¿Quién dijo esto?
El jueves me llama Jairo López y sin mayores introducciones me espeta que me va a pedir un favor y que entendería que tal y cual y yo le digo que cuando y a qué hora. Y me cuenta que Roberto García de Mesa va a ejecutar una permormance el viernes por la noche y que le gustaría registrar esta acción artística, pero que él no puede y que si yo podría.
La performance
La performance
Flash back: No hace ni un mes que se exhibió en los Aguere EL JARDÍN BARROCO, un mediometraje que había dirigido Jairo López y que me puso los dientes largos. Describía con largos planos fijos el proceso creativo de Roberto, que cristalizó en una acción poética en la Sala Conca. Con mucho mimo y profundidad de campo, la cámara se demoraba en los tiempos mientras Roberto recorría la estancia, miraba o pintaba inacabables caligrafías sobre un lienzo de papel que luego colgaría en la sala.
Ese viernes, con las imágenes de Jairo en mente, me acerqué a la Conca a ver qué pasaba. La performance lleva por título "El sujeto de los otros. Concierto de Música Irregular para piano, contrabajo, cabeza y manos enyesadas ". Roberto me había comentado que no quería una mera reproducción de la acción artística sino que esperaba de mí que me involucrase directamente en el meollo de la misma. Que tomara parte, vamos.
La acción se iba a desarrollar en dos espacios. En uno de ellos una luz cenital bañaba la estancia por igual.
Hice la pertinente prospección del terreno, imaginé unos cuantos puntos de ataque y ensayé varios movimientos envolventes. Se trataba de un patio cubierto, repleto de esculturas y objetos imposibles, que me permitían un bonito juego de perspectivas. A través de los cristales de unas ventanas podía establecer una relación fuera-dentro.
En el piso de arriba, en la amplia habitación con suelo de madera y techo alto, escenario de EL JARDÍN BARROCO, quedaban todavía vestigios de la última exposición de Roberto. Un piano, un proyector de diapositivas y unos maniquíes iban a tener su juego en el espacio escénico. Dispuse un par de focos y establecí una clara diferenciación entre el espacio de los artistas y la penumbra circundante.
Cuando esto comience me avisas, le digo a Roberto. Sí, sí, muy bien. Pero de repente, alguien me dice, esto ya ha empezado. Así que enciendo la cámara y encuadro a Roberto que ha empezado a llenar los cristales de garabatos. Durante un rato, solo se escucha el chirrido del rotulador sobre la superficie del vidrio y los disparos de las cámaras de pocos espectadores que se han ido disponiendo a lo largo del corredor y miran a través de los cristales como si fuera una pecera.
Y mientras Roberto va desgranando los versos de su poema escénico, los folios sobre un atril, una chica rubia le va enyesando el rostro y Luismo Valladares les acompaña con los roncos acordes de su contrabajo. Vistos a través de los garabatos inscritos en las ventanas, siento que me encuentro rodando la película que Wong Kar Wai filmó en USA.
Roberto, que debe ser el único ser que mantiene viva la antorcha de las vanguardias en un mundo cada vez más plano, da por terminada la primera parte de la performance y se escabulle escaleras arriba como si temiera que alguien pudiera arrebatarle el piano. Los demás le seguimos como podemos.
Suenan las primeras notas de una larga partitura. Eli Fernández se apodera de una de sus manos y la venda con una tela que impregna en una sopa de yeso. Piano y contrabajo dialogan y se persiguen mientras Roberto va transformándose en el fantasma de la ópera. Con las manos ya vendadas y el rostro blanco y cuarteado, nunca ha dejado de tocar el piano. Llevamos ya más de veinte minutos y yo no he dejado de moverme a su alrededor, buscando encuadres imposibles pero tremendamente significativos. Me acerco a su rostro y me alejo hasta encuadrarlos como miniaturas en una pintura negra de Goya. Mi mano tiembla, pero no la de Roberto. La luz está genial. Blancos y negros, manchas de rojo, la piel de la espalda de Eli, el contraluz violento de los focos recortando la figura de Luismo abrazando el contrabajo.
el que está de espaldas, de rojo, ese soy yo
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